15. Una torta sin futuro

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A la mañana siguiente todo parecía estar en calma. Para cualquier persona que aterrizara nueva en aquel lugar, el CEA aparentaba ser el hogar común de los habitantes de Torre Atalaya, donde todos convivían en paz y armonía.

El patio de recreo era de lo más variopinto: césped, bancos de madera, fuentes de piedra y dos caminos, uno de piedra que se desperdigaba en mil caminos a su vez y otro de madera de teka, más ancho, que conectaba en línea recta la salida y la entrada.

Alejandra se pavoneaba enseñando cómo su manicura Julescesa cambiaba de color al friccionarla contra los vaqueros. De repente, sin querer, un compañero le dio un culazo intentando atrapar un balón de baloncesto que botaba huerfanito en la cancha exterior.

Aquel chico, que no entendía de ciertas cuestiones femeninas, se agachó educadamente y la levantó sin demasiado esfuerzo, con toda la intención de no tocar en ningún sitio indebido. Acto seguido, la chica dio un grito que a Hugo, el causante de aquella caída, le quiso parecer el chirrido de una puerta mal engrasada: agudo, estridente, desagradable, desconcertante, pero sobre todo, inesperado.

—Mamut de mojones, ¿pero qué demonios te has creído? ¿Piensas que todo el instituto es tuyo y que puedes aplastar a quien te plazca con esas zapatiestas horteras y pestosas o qué? —le gritó en toda la jeta señalando sus zapatillas de deporte de suela totalmente transparente.

—Perdona, ha sido sin querer —consiguió articular la frase sin tartamudear, aunque miedito no le faltaba para dirigirse a semejante bestia parda de uñas coloridas..., y afiladas.

—¡Ja! Estaría bueno. Encima. Esto es increíble. Vamos, si es que... —su voz se fue alejando mientras continuaba retahílando con sus amigas entre gestos y ridiculeces, distanciándose de Hugo y su perplejidad, enorme y pegajosa.

Es lo último que esperaba Hugo, una chica chillándole. A él todo el tema de igualdad entre sexos se la traía al pairo. Una chica era una chica y había que ser cortés, pero aquella estaba histérica. Y lo peor, no entendía por qué. Se había disculpado ¿no? ¿Qué más quería?

—No te apures, yo tampoco lo entiendo. Ni ella, seguro —le dijo Jules a su amigo.

Hugo era grandullón y de apariencia simplota, aunque no precisamente de los tímidos y, aunque nunca provocaba peleas o altercados, tampoco los rehuía. Continuamente amenazaba a quien osara discutir con él, incluidos los profesores. Nunca gritaba y era muy rápido aunque su forma de hablar se asemejaba más al rastro que dejan los caracoles: sus palabras resbalaban pastosas y parsimónicas.

—Te voy a dar una torta que te va estorbar el cielo para dar vueltas —le encalomó con voz de oso en todo el oído al capitán del equipo de baloncesto de su clase y se quedó tan pancho, a pesar de que era tan alto como él.

Pero es que al pobre infeliz del capi no se le ocurrió otra cosa que gritarle que se apartara, de malas maneras, cuando iba en bici, e-cicle, por supuesto. Hugo, que de lento solo tenía el hablar, trincó al vuelo el aparato, por el sillín, y dejó caer al orgulloso gallito. Al darse cuenta de la torpeza de encararse con Hugo, famoso ya en el CEA por su particular carácter y su mastodóntica fuerza, el capitán cogió su e-cicle y voló sin decir ni adiós.

—Te voy a dar una torta que te voy a mandar al Arco Iris a contar colores —le soltó al presidente del periódico del colegio cuando le entregó un trabajo para publicarlo y él se lo rompió en las narices porque las fotografías las había imprimido solo en blanco y negro.

—Te voy a dar una torta que te voy a mandar a firmar al firmamento —le zampó al empollón de la clase cuando firmó aquella carta en la que reclamaba a los profesores que los alumnos más altos se sentaran detrás porque le quitaban la visión de la e-pizarra, además, coincidía que esos alumnos tapavistas eran los más «lentos». A Jules le pareció una soberana estupidez esa carta porque la e-pizarra se proyectaba tridimensionalmente en tres direcciones distintas para facilitar que el alumnado pudiera verla. Pero bueno, no era su opinión la que importaba.

—Te voy a dar una torta que te voy a tatuar los cinco dedos en los hocicos —le dijo al compañero de clase que se empeñó en decirle a todo el mundo que el culo de Hugo era tan grande que se podría tatuar toda la muralla china con detalles.

—Te voy a dar una torta que vas a llegar al Arca Perdida antes que Indiana Jones —amenazó al líder de la pandilla del instituto que cantaba que Hugo era un perdedor, entre otras cosas, porque había perdido un partido de baloncesto el mismo día que también perdió la mochila.

—Te voy a dar una torta que vas a retroceder en el tiempo —desafió al primero que protestó porque Hugo llegó tarde a una quedada con unos compañeros del colegio para ver una peli, incluso después de haber empezado a verla sin él, y de haberse zampado las palomitas y los refrescos a los que Hugo había invitado.

—Te voy a dar una torta que te vas a aburrir de tanto esperar a que se te pase el efecto —informó, con una mueca que le daba la apariencia del macarra que no era, al vecino que le dijo que no iba a jugar con él al baloncesto porque era un aburrido, un mastodonte apisonadora y que prefería jugar a la e-Consola.

—Te voy a dar...

—Hugo que soy tu padre —cortó la amenaza de su hijo con toda la parsimonia que Hugo había heredado, y siguió leyendo el e-Periódico mientras volvía a poner el canal donde estaba.

—Ah, es verdad. Perdona papá, es la costumbre. Gracias, estaba viendo el partido ⎯se disculpó su hijo.

—No entiendo por qué andas amenazando siempre si al final te gusta menos una pelea que dormir en una cama de clavos. ¿Por qué lo haces?

—No lo sé papá, me sale de dentro.

—Pues sácalo por las noches, como la basura, para que no moleste a nadie. Y solo pretendía bajar el volumen, no me he fijado que dedo proyectaba, si el de volumen o el de canal.

Con toda naturalidad, Víctor, después de aclarar las cosas con su hijo, se fue a la cocina a por una cerveza mientras canturreaba el himno de la Legión, para poder compartir el partido de fútbol disfrutando con su hijo. El padre de Hugo era caballero legionario del Tercio Alejandro Farnesio, cuarto de la legión, retirado con Honores por heridas de guerra.

«Soy un hombre a quien la suerte

Hirió con zarpa de fiera

Soy el novio de la muerte

Que va a unirse en lazo fuerte

Con tan leal compañera»

Hugo, terminado el partido, subió a su dormitorio tarareando otro fragmento del himno, que había escuchado desde que nació y se había convertido en parte de su vida.

«Por ir a tu lado a verte

Mi más leal compañera

Me hice novio de la muerte,

La estreche con lazo fuerte

Y su amor fue mi bandera»

Así era Hugo, un ser simple en el mejor sentido de la palabra, sin dobleces ni malinterpretaciones. No se peleaba, no; es posible que porque dejaba salir la negatividad por la boca, poco a poco, cada vez que intentaba entrarle a traición por alguno de los agujerillos del cuerpo.

Jules consideraba a Hugo su mejor amigo. Quizás porque lo sacó de su primera pelea, antes de que le rompieran las gafas, pero después de que le partieran el labio; porque escuchaba las historias de Jules como si sus orejas fueran ergonómicas a las palabras del delgaducho; porque cuando comían pollo en el comedor a Jules no le gustaba la pechuga y Hugo despreciaba el muslo; porque a ambos le rehuían las chicas; porque parecían vivir en un mundo paralelo desde el que miraban al resto como si fueran seres extraños marcianiles; porque a Jules le gustaba leer los mismos libros que Hugo veía en películas; porque ambos eran nobles, leales y generosos y habían sabido leérselo el uno al otro en la mirada a primera vista. Porque Jules era pobre y Hugo rico, porque Jules vestía neopirático, mezcla de gótico y pirata, y Hugo... a Hugo le daba igual cómo vestir.

El Guardián de Tierra MuertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora