5. El mal no entra nunca por la inteligencia cuando el corazón está sano

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Una sombra, como humo que escapa del fuego, se coló en el despacho de Michelle Luna. Reptando como una víbora, silenciosa, recorrió la estancia. Cuando hubo llegado al prototipo de conector espacial que servía de almacén de otros cachivaches, se paró en seco. Se acercó, hizo un gesto de olisquear, si hubiera tenido nariz, y se expandió cerniéndose sobre el conector. Aquella masa flotante olía a humedad y manchaba como si lo fuera.

Si los hechos hubieran ocurrido tan solo cinco minutos después, la madre de Gabriel le hubiera largado al humo pestoso dos sopapos con un espantamoscas que usaba para rascarse la espalda, y aquí paz y después gloria.

Pero justo ese día, Michelle se retrasó porque no encontraba su taza de té preferida, una donde rezaba: "El mal no entra nunca por la inteligencia cuando el corazón está sano". Dos grandes pizarras, una tiza a la antigua y una escalera con ruedines eran sus armas físicas contra las leyes de lo establecido. Así encaraba un día tras otro la premio Nobel, desayunando con su hijo y encerrándose después en su enorme y contradictorio despacho. Por un lado, todos sus libros y archivos estaban pulcramente ordenados. Eso sí, en función de qué elegía el orden solo ella lo sabía. Por otro, un desorden encima de sus escritorios que ya hubiera querido el dios del Caos. Papeles, eNotes, ePen, piezas electromagnéticas, una linterna, sellos de sabores, bolitas de energía para el té, móviles transparentes y flexibles, electrodos virtuales, varias pantallas enrollables de cristal líquido, una taza con restos de infusión de romero que parecía haber mutado a café de tanto tiempo que se había quedado esperando sorbo... Pero, igual de paradójico, ella siempre sabía dónde estaba todo.

Llevaba días pensando en cómo seleccionar el polvo de entre todas las sustancias sólidas, líquidas o gaseosas para que al pasar su guante eCleanly pudiera atraerlo. Pero buscaba que fuera perfecto, con una precisión nanométrica o más, que atrajera el polvo y solo el polvo, bueno, y sus dichosos ácaros a los que era alérgica... O, más bien, a sus excrementos. Cuando leyó que la mayoría de las personas que tienen alergia al polvo, en realidad se lo tenían a los excrementos de los ácaros que se alimentan de él..., le dio un ataque de higiene exterminadora y decidió inventar algo contra aquel bicho casi tan repulsivo como la cucaracha. Y la mosca. Y el mosquito. Y... Además, era primo de la araña. Pero, sobre todo, era cobarde como para ser microscópico.

Pensó en qué era lo que componía el polvo: escamas de piel humana, arena, deshechos de insectos, bacterias y virus... Interesante. Componentes vivos y muertos. Los muertos eran fáciles de controlar, con la pistola picométrica de abioenergía, capaz de detectar hasta una billonésima parte de un centímetro de cualquier elementos sin energía. Para los virus y las bacterias..., quizás debería recurrir a suministrar al programa una base de datos con las cadenas bioinformativas de todas las conocidas y de sus posibles mutaciones futuras. Total, era cuestión de estadística y de añadir variables al ordenador cuántico hasta acotar al máximo la realidad.

Estaba claro, por ahí debía seguir. Todo hubiera ido sobre ruedas si no fuera porque cuando fue a realizar el gesto que siempre adoptaba cuando algo empezaba a fluir, faltó poco para dar con ella en el hospital. Al ir a apoyar la mano sobre su cápsula de conexión espacial casi se escamocha en el suelo. Una vez se cercioró de que había sobrevivido al batacazo, comenzó a estornudar. Como una posesa. Una y otra vez. Ese maldito hormigueo incesante, ya le dolía la espalda de tanto estornudar... Pero, lo más interesante, si bien no estaba el conector donde había intentado apoyarse, allí estaba su taza preferida, en el suelo, justo al lado de su cara. Pero, aunque estaba limpia por dentro, por fuera estaba manchada de un extraño hollín pegajoso.

El Guardián de Tierra MuertaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora