Capítulo 11

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Estaba sucediendo de nuevo.

Me encontraba desnuda en el sofá, mordiendo un almohadón para reprimir mis gemidos, cosa que igual era imposible pues lo que me estaban metiendo en mi cuerpo era inmenso. Las persianas estaban bajas, para impedir que cualquier vecino develara la perversa verdad que se escondía dentro de mi casa. Sobre la mesa ratona estaba la taza de té vacía, con la porción de sopa inglesa comida por la mitad. De todas formas, en el pedazo que quedaba, ya no había semen.

Estaba sucediendo de nuevo.

Mi hijo me estaba cogiendo, montándome como a una vulgar puta. Al final había sido domada. Me había esforzado tanto por mantener a raya sus antojos (y también los míos), pero al final todo esfuerzo había servido solo para aumentar ese placer prohibido del que ahora estaba disfrutando. Por que sí, no podía dejar de recriminarme por mi debilidad, pero tampoco podía dejar de disfrutar de la hermosa pija de Dante. De su violencia y su belleza. De su ímpetu y su expertise.

¿Hasta qué punto podía llegar la degradación de una madre? ¿Había algo peor que cogerte a tu propio hijo? El sabor dulce mezclado con el semen que aún sentía en mi paladar me decía que efectivamente sí había niveles más bajos a los cuales caer, pues en ese mismo momento había alcanzado un nuevo grado de corrupción. En esta ocasión Dante no se había conformado con poseerme, sino que me había hecho participe de ese extraño fetichismo que tenía, y yo no solo lo había aceptado, sino que había disfrutado comer ese pastel, tratando de identificar, entre el sabor de la crema, el dulce de leche y el bizcochuelo, el peculiar gusto del semen. Me había tragado todo, mientras mi hijo, desnudo, me observaba con mucha atención, totalmente absorto ante mi reprobable accionar, con la mano acariciando su verga. Bastaron unos minutos para que tuviera una erección nuevamente. Su miembro viril, atravesado por venas, apareció erecto nuevamente. Erecto y amenazante, como una filosa espada imposible de esquivar.

Y ahora me estaba cogiendo.

Mis prendas estaban en el suelo. Cuando la monstruosa verga de Dante se había endurecido, ya no pude evitar que me despojara de la ropa, lentamente, sin que yo hiciera el menor esfuerzo para detenerlo. Lo hizo en silencio. Extendió la mano para llamarme. Yo me levanté y se la tomé. Me bajó el pantalón, me quitó la remera, y finalmente me despojó de la ropa interior. Todo lo hacía con movimientos lentos, largando profundos suspiros, su respiración entrecortada, sus dedos reflejando su ansiedad. Parecía querer extender esa inefable escena todo el tiempo que pudiera. Dejó las ropas en el suelo. Y yo no me molesté en levantarlas y tenderlas. No había tiempo para esas cosas. Cuando una se acababa de comer un pastel rociado con el semen de su hijo, hay ciertas cosas que de pronto parecen minúsculas. Quizás más adelante recogería del suelo los pedazos que me quedaban de dignidad. Pero ahora estaba dispuesta (y deseosa), de permitir que mi denigración continuase.

—Eso, mové el culo así —me susurró.

No me había dado cuenta, pero estaba hamacando mi trasero, adelante atrás, impulsado por la fuerza de mis caderas, acompañando los movimientos pélvicos de Dante. De pronto me dio una nalgada. Sentí ardor, y supe que me la había dejado colorada.

—Sí, así —dijo—. Dejame entrar por donde salí. Dejame cogerte por la misma abertura desde donde me pariste. Sentí la pija de tu hijo. Metétela entera —agregó, jadeante, dándome otra nalgada.

Como si aquellas palabras que le generaban tanto morbo me contagiaran, empecé a hacer movimientos más veloces, hasta que sentí su miembro completamente adentro. Mi sexo segregaba abundante fluido que permitía que semejante verga se resbalara con facilidad en ella, aunque, en ese momento, cuando tenía prácticamente veinte centímetros en mi interior, mis paredes vaginales parecían no poder dilatarse más. No obstante ya lo habían hecho lo suficiente como para que recibieran las embestidas de mi hijo con un dolor con el que podía lidiar, mucho más teniendo en cuenta que ese dolor venía precedido de un goce que lo atenuaba.

Los oscuros deseos de mi hijoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora