Capítulo uno

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En definitiva, no hay día más deprimente que el de la cosecha. En todo el Distrito nadie trabaja, nadie va a la escuela y nadie sale. Cuando desperté salí de mi casa y fui al bosque que tenemos a unos cuantos metros; no sin antes dejar una nota en la mesita del comedor como todos los años:

«Estoy en el bosque, volveré pronto».

Apenas se asomaba el sol cuando desperté, me puse la misma ropa con la que trabajé ayer y vine al bosque. En realidad, no tengo que hacer nada hoy más que arreglarme y estar guapo para la cosecha. Se me hace ridículo que en las reglas pidan buena presentación en la cosecha y el resto del año todos estamos sucios.

En el Capitolio quieren un espectáculo y están dispuestos a maquillar la realidad de los Distritos. Eso implica que los padres deben gastar dinero que no tienen en ropa con la que sus hijos se irán a los Juegos. Arreglamos a los muertos antes de tiempo.

No tengo permitido estar con mi hacha en el bosque el día de hoy. Hice eso la mañana de mi primera cosecha, cuando un agente de la paz me encontró me dio una bofetada y me mandó a gritos a casa. Ahí entendí que debo ser cuidadoso si estoy fuera en un día tan «importante».

Las cosas no fueron siempre así. Cuando era pequeño mi papá me llevaba al bosque el día de la cosecha, no había nadie y podía distraerme de los Juegos. Me encantaba estar en medio de los altos troncos, jugando entre ellos hasta casi perderme.

A veces me escapaba de casa por las mañanas para ir al bosque. De alguna forma siempre recordaba el camino a casa: dos pinos a la izquierda, tres en línea recta, un pino que se quedó corto en comparación con los demás y llego a mi destino.

Fue cuestión de tiempo que se enteraran mis papás. Un día mi papá se acercó a mí mientras comía. Debí tener unos cinco años en ese momento. Se puso a mi altura y me contó sobre algo en el bosque. Dijo que susurraba a quienes estaban solos en el bosque, que susurra cosas horribles. Dijo que por eso muchos han muerto de formas misteriosas y espantosas. Lo llamó el Susurrador.

Cuando fui creciendo seguía pensando en él. Entonces, cuando conocí a Anton en la escuela, le hablé del Susurrador. Me dijo que nunca había escuchado de él. Durante semanas íbamos al bosque a buscarlo, a esperar a que nos susurrara algo.

Más tarde, después de mi primera cosecha, me enteré de que el Susurrador era una leyenda que conocían todos los leñadores del Distrito y que la usaban para asustarse entre ellos y a los niños.

A pesar de eso, sigue dándome cierto miedo estar solo en el bosque. Pero prefiero morir por el Susurrador antes que en los Juegos.

Estoy sentado junto al tronco de un árbol cercano a mi casa. Calculo que deben ser cerca de las ocho, tal vez las nueve. La cosecha empieza a la una, así que tengo tiempo. Desayunaría algo, pero no tengo hambre. Es un mecanismo de defensa de mi cuerpo ante una amenaza. Es mi defensa contra el Capitolio.

Solo logré meter una manzana en mi estómago antes de salir. Si todo sale bien, más tarde comeremos.

Quiero ir a ver a Anton. Es mi mejor amigo; más bien, mi único amigo. Nos conocimos en la escuela cuando teníamos nueve o diez años. Nunca fui muy bueno haciendo amigos, tal vez era porque era más alto que los demás niños de nuestra edad y más corpulento. Eso pudo haberlos intimidado. Tal vez por mi carácter fuerte.

Anton simplemente un día se me acercó y me preguntó si podía comer conmigo. Acepté sin más. Entonces comenzó a sacarme plática. Desde ese momento hasta ahora hemos sido inseparables.

Me levanto y empiezo a caminar. Su casa está a unos veinte minutos de la mía. Donde vivo somos leñadores, él vive más al centro. Su papá es carpintero, hace muebles caros que usan en el Capitolio.

El Susurrador | En hiatusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora