Capítulo diez

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Un conejo, dos pájaros que parecen gallinas y una especie de roedor. Eso es lo que obtuve de las trampas que puse ayer. Anoche vi que murió el chico del 9 y la chica del 10. Cada vez quedan menos para que pueda volver a casa con Anton.

Enciendo una fogata en cuanto el sol ilumina lo suficiente y cocino lo que capturé. Saco la bolsita con carne seca y me como un trozo, me lo merezco. También me permito gastar una de mis galletas saladas.

Escucho el viento corriendo entre las ramas de los árboles. Un viento que parece un susurro, creo que el Susurrador vino a visitarme. Escucho lo que sea que quiera decirme mientras la carne termina de cocinarse. Cuando termino apago el fuego y me muevo del lugar.

Imagino a Anton aquí, diciéndome que el Susurrador nos acompaña. Caminando con la mochila colgada de un hombro y dando brinquitos al caminar por el bosque.

La realidad sería otra.

Estaría asustado, lloriqueando, muerto de miedo. Anton no sería capaz de estar en unos Juegos del Hambre.

¿Y por eso me ofrecí voluntario? No. Fue por Bruno. Fue por la amistad que tengo con los dos.

¿A quién engaño?

Creo que en realidad lo hice por Anton. No quería que sufriera viendo a su hermano en mi lugar, no quería verlo llorando mientras matan a Bruno.

Pero no me puse a pensar en lo que hacía cuando me ofrecí voluntario. ¿Anton estará nervioso? Espero haberlo divertido con mi caída, aunque eso implique que se hablará de eso durante muchos años.

Me duele el pie derecho. Camino unos cuantos metros y me siento. Dejo la mochila a un lado y descanso un momento. De verdad me está doliendo el pie. Con dificultad me quito la bota derecha y veo mi pie: el tobillo está inflamado y palpita un poco. Seguro me lo torcí con ese tropiezo.

Luego de descansar un rato me pongo la bota de vuelta y me levanto para seguir caminando.

Consigo avanzar unos cuantos metros antes de tener que detenerme por el dolor. Seguro por el susto no sentí el dolor en su momento, pero un día después de mi aparatosa caída llegan las consecuencias.

Me siento de nuevo en el suelo y me quito la bota. Me armo de valor y me quito el calcetín para encontrarme con que mi pie está morado. Con solo verlo siento cómo el dolor se multiplica. ¿Me habré roto algo? Espero que sea solo un esguince. A pesar de mis ganas de seguir adelante, no puedo hacer mucho con este dolor.

No quiero hacerlo. Quiero hacerme el fuerte, pero también quiero que alguien del Capitolio me mande alguna medicina para aliviar esto. ¿Qué se supone que debo hacer para que la gente note que me duele mucho mi pie? ¿Dejar escapar algún gemido?

Tengo una idea: acerco mi mano al tobillo y palpo la parte inflamada con algo de fuerza. El dolor explota y me hace soltar un gemido. Al instante me llevo la mano a la boca y la tapo. No quiero que los demás tributos me escuchen gritando, y tampoco quienes me ven en casa.

Espero que con eso Johanna sepa que necesito medicina de forma urgente. Vamos, aún somos diez, no creo que los precios sean tan exorbitantes como para que con todo el dinero del Capitolio solo consigan enviarme un pan. Si es que de verdad tengo seguidores ojalá vean que esto no es nada agradable.

Mientras espero a que el dolor se estabilice saco una galleta y me la como. Sé que no debería gastarlas ahora, pero quiero comerlas antes de que se echen a perder. No tengo idea de cuánto vaya a durar todo esto.

El sol está en alto, pero no calienta nada. Con mi calor guardado en la rompevientos comienzo a quedarme dormido. Es muy peligroso estar aquí tan descubierto, pero el dolor me ha dejado agotado.

Me despierta un sonido por encima de mi cabeza. Abro los ojos lentamente y veo cómo algo aterriza delante de mí: es un paracaídas. Me lanzo y abro el paquete a toda velocidad. Lo que encuentro me llena de alivio: un frasco metálico y una nota. Abro la nota y la leo:

«Para que dejes de lloriquear».

Abro el frasco y huelo el contenido. Percibo un aroma fresco y fuerte. Sin pensármelo dos veces tomo un poco de la sustancia blanquecina y me la embarro en el tobillo lastimado. Me invade una sensación fresca y el dolor se desvanece. Esta cosa sí ayudó mucho.

Después de un rato la inflamación baja lo suficiente como para poder ponerme el calcetín y la bota de nuevo. Tomo mis cosas y me pongo en marcha.

Mientras camino voy comiendo la pata de uno de los pájaros extraños, es jugosa y sabe realmente bien. Si no fuera por la situación en la que estoy, disfrutaría mucho comer esto.

Me topo con un arbusto, es diferente al de las fresas que encontré. Veo que los frutos son pequeños, redondos y casi negros. Hago un esfuerzo por recordar las lecciones de frutos silvestres. Logro encontrar entre mis recuerdos la imagen de estas cosas. El instructor dijo que eran de las cosas más venenosas que existen. Creo que se llaman jaulas de noche.

Bueno, si yo no voy a comer estas cosas, supongo que alguien más podrá hacerlo. Tomo unas cuantas bayas y las guardo en el mismo lugar donde estaban las fresas. Qué bueno que ya me las acabé, si llegara a confundirlas sería el fin de mi objetivo de ganar esto.

Cuando tengo suficientes de estas cosas me alejo del arbusto y sigo caminando. Noto algo: los troncos de los árboles se están volviendo demasiado anchos como para ser naturales. Llega al punto en que se forma una muralla que me impide seguir adelante. Debí saber que el bosque no sería lo principal de la arena. Los Vigilantes quieren que vuelva a la ciudad y encuentre tributos. A este punto no tengo muchas opciones. Si intento desafiar lo que los Vigilantes quieren para estos Juegos del Hambre me meteré en muchos problemas y me harán la visa imposible.

Recuerdo que hubo un año en que los Vigilantes hicieron un terremoto y se rompió una presa que inundó la arena. Solo una podía nadar bien y fue la Vencedora. Ese año los Vigilantes hicieron malabares para fingir que no habían perdido control de la arena por querer intimidar a un tributo.

No quiero saber lo que los Vigilantes tienen preparado si no me acerco más a la ciudad. Así que cambio mi ruta hasta que veo estructuras de la ciudad. No quería, pero debo hacerlo. No todo puede ser como yo quiero. La verdad, la ciudad en ruinas no me da mucha ventaja, en el bosque me siento libre y en mi lugar.

No estoy del todo seguro de si mi intuición fue correcta, pero más vale prevenir que lamentar. No puedo correr riesgos. Si quiero volver a casa debo confiar en mí y sobrevivir. No solo debo sobrevivir frente a los demás tributos, sino también debo sobrevivir a las ocurrencias de los Vigilantes.

El sol apenas comienza a ponerse. Debo ir buscando un lugar para pasar la noche, no me agrada la idea de estar acostado en medio de la calle. Aunque no es del todo malo: odio este calor. No sé si para los demás el calor de la noche sea similar al de sus distritos, pero yo lo siento insoportable.

El atardecer pinta el cielo de naranja y cubre la ciudad de sus colores. Cuando siento calor me quito la rompevientos y la guardo en la mochila. Sigo caminando hasta que un destello me da en los ojos.

Me detengo un momento y espero. El destello se repite. Busco por todos lados hasta que veo que viene entre los escombros de lo que alguna vez fue una especie de construcción. Me acerco despacio procurando no hacer ruido. Escucho sonidos entre los escombros. Cuando estoy lo suficientemente cerca me detengo y veo entre los huecos de la pared.

Es el chico del Distrito 11. He encontrado su campamento. Tiene una fogata que se ve reciente, algunos animales cocinados, un saco de dormir y dos botellas llenas de agua. Está acostado con la cabeza apoyada sobre su mochila mientras juega con mi hacha.

El Susurrador | En hiatusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora