[1] Newt

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Newt.

-Es mejor que vayas tú primero -le dijo mi padre a mi madre.
Ella quería que yo entrara en primer lugar. Supongo que le daba miedo que, cuando ellos dos estuvieran metidos en sus cápsulas criónicas, yo me largara para volver a mi vida en lugar de encerrarme en aquella caja fría y transparente.
-Newt necesita ver cómo es -insistió mi padre-. Ve tú primero para que pueda verlo. Luego irá él y yo le haré compañía durante el proceso. Yo entraré al último.
-No, ve tú primero -replicó mi madre-. Yo iré la última.
Pero el caso era que había que quitarse toda la ropa, y ninguno de los dos quería que lo viese desnudo. La verdad es que a mí también me daba algo de repelús, pero puesto a elegir, prefería ver a mi madre, porque así después ella no vería mi cuerpo.
Una vez desvestida, mi madre parecía delgadísima. Las clavículas le sobresalían mucho y su piel parecía tan fina como el papel de arroz. El vientre (una parte de su anatomía que siempre mantenía oculta bajo la ropa) le colgaba flácido, lo que la hacía parecer aún más débil y vulnerable.
A los operarios del laboratorio no parecía interesarles gran cosa la desnudez de mi madre, o al menos les interesaba tan poco como mi presencia y la de mi padre. La ayudaron a tumbarse en la cápsula criónica transparente. Diría que parecía un ataúd, si no fuera porque los ataúdes están acolchados y parecen mucho más cómodos. En realidad, recordaba más a una caja de zapatos.
-Está fría -dijo mi madre. Su piel blanquecina se aplastaba contra el fondo de la cápsula.
-No sentirás nada -gruñó el primer operario; en su chapa ponía que se llamaba Ed.
Aparté la vista cuando el otro operario, Hassan, atravesó la piel de mi madre con dos agujas intravenosas. Una, la del brazo izquierdo, quedó hincada en el pliegue interior del codo; la otra, en la mano derecha, sobresalía de esa vena enorme que pasa por debajo de los nudillos.
-Relájese -dijo Ed; era una orden, no una sugerencia.
Mi madre se mordió el labio.
La bolsa a la que estaba conectado el catéter no contenía suero, sino un líquido espeso que se movía pesadamente como la miel. Hassan la estrujó para que se vaciase más rápido. El líquido era de color azul cielo, parecido al de las flores que Minho me había regalado en el baile del instituto.
Mi madre jadeó como si le doliera. Ed retiró una pinza de plástico amarilla del catéter vacío que le entraba en el pliegue del codo, y por el tubito subió un reflujo de sangre de un rojo intenso que entró en la bolsa. Los ojos de mi madre se empañaron. El líquido azul del otro catéter brillaba, un resplandor suave que se percibía a medida que entraba por las venas del brazo.
-Hay que esperar a que le llegue al corazón -dijo Ed mirándonos.
Mi padre apretó los puños sin dejar de mirar a mi madre. Ella tenía los ojos cerrados y de las pestañas le colgaban dos lágrimas.
Hassan volvió a estrujar la bolsa del líquido viscoso y azul. Mi madre se mordió el labio y por debajo de los dientes le asomó un hilillo de sangre.
-Esto hace posible el proceso de congelación -dijo Ed en tono coloquial, como si fuese un panadero hablando de la función de la levadura en la elaboración del pan-. Sin ello, se formarían cristalitos de hielo que reventarían las paredes celulares. Esta sustancia refuerza las células para que el hielo no las rompa -añadió mirando a mi madre, Tasha-. Pero al entrar duele que no veas.
Tumbada en aquella cápsula, con la cara pálida y completamente inmóvil, como si temiera romperse con cualquier movimiento, ya parecía más muerta que viva.
-Quería que lo vieras -susurró mi padre sin despegar los ojos de ella. Ni siquiera pestañeaba.
-¿Por qué?
-Para que supieses cómo es antes de hacerlo.
-Se ve alentador -bromeé, pero él no rió. Y yo tampoco lo hice.
Hassan siguió estrujando la bolsa de líquido azul. Mi madre puso los ojos en blanco y por un instante pensé que había perdido el conocimiento.
-Casi hemos terminado -murmuró Ed contemplando la bolsa de sangre de mi madre, que fluía cada vez más lenta.
Lo único que se oía era la respiración pesada de Hassan mientras masajeaba la bolsa de plástico, y un suave gimoteo, como el de un gatito moribundo, procedente de mi madre.
En el catéter que salía del pliegue del codo apareció un leve brillo azul.
-Para -advirtió Ed-. Ya está repartido por todo el sistema circulatorio.
Hassan sacó los catéteres y mi madre dejó escapar un suspiro entrecortado.
Mi padre tiró de mí para que me acercase. Al mirar a mi madre desde arriba, recordé el entierro de mi abuela un año antes, cuando fuimos a despedirnos de ella y mi madre me dijo que ahora estaba en un lugar mejor. En realidad, lo único que quería decir era que estaba muerta.
-¿Duele mucho? -pregunté.
-No es para tanto -mintió mi madre; al menos, aún podía hablar.
-¿Puedo tocarla? -le pregunté a Ed.
Él se encogió de hombros. Agarré la mano izquierda de mi madre. Ya estaba tan fría como el hielo. Ella no me devolvió el apretón.
-¿Podemos seguir? -preguntó Ed, que llevaba un cuentagotas enorme en la mano.
Mi padre y yo nos apartamos, pero solo ligeramente para que mi madre no pensase que la habíamos abandonado en aquel ataúd helado.
Ed le abrió los ojos; sus dedos grandes y callosos parecían trozos de madera labrados con tosquedad. Separó los párpados de mi madre, finos como pétalos, y una gota de un líquido amarillo cayó en cada uno de sus ojos verdes: plop, plop. Ed le cerró los párpados y mi madre no volvió a abrirlos.
Yo debía de tener una cara horrible, porque cuando Ed levantó la vista y me miró, dejó de trabajar por un momento para dedicarme una sonrisa amable.
-Eso impide que se quede ciega -explicó.
-Estoy bien, no os preocupéis -comentó mi madre desde su ataúd estilo caja de zapatos. Tenía los ojos cerrados, pero por su voz supe que estaba llorando.
-Tubos -pidió Ed, y Hassan le pasó tres tubos de plástico transparente-. Mire -añadió, agachándose para ponerse a la altura de la cara de mi madre-. Voy a introducírselos por la garganta. No va a ser agradable. Usted haga como si estuviera tragando.
Mi madre asintió con la cabeza y abrió la boca. Cuando Ed metió los tubos, a mi madre le dio una arcada, una sacudida que empezó en el estómago y subió hasta llegar a sus labios secos y agrietados.
Miré a mi padre, que mantenía la mirada fría e imperturbable.
Pasó un buen rato hasta que mi madre se quedó quieta y en silencio. Siguió intentando tragar, con los músculos del cuello recolocándose para hacer sitio a los tubos. Ed los metió por un agujero que había en la parte superior del ataúd, junto a la cabeza de mi madre. Hassan abrió un cajón, sacó una maraña de cables e introdujo unos cuantos de colores vivos por el primer tubo, y otro negro y largo que terminaba en una cajita por el segundo; por el último metió una pieza de plástico rectangular, una especie de placa solar diminuta que estaba conectada a un cable de fibra óptica. Luego enchufó todos los cables a una cajita negra que Ed había fijado sobre el agujero de la parte superior. En aquel momento me di cuenta de que aquello no era un ataúd, sino una caja de embalar muy historiada.
-Despídete de ella.
Levanté la mirada, sorprendido al oír aquella voz tan amable. Ed nos daba la espalda mientras tecleaba algo en un ordenador; era Hassan quien había hablado. Me animó con un gesto de cabeza.
Mi padre tuvo que tirar de mi brazo para hacer que me acercase a la caja. Aquella no era la última imagen de mi madre que quería conservar. Tenía una costra amarilla sobre los ojos, unos tubos metidos por la garganta y un líquido azul cielo corriéndole por las venas. Mi padre la besó, y ella esbozó una sonrisa alrededor de los tubos. Yo le di una palmadita en el hombro, que también estaba frío. Intentó hablar, pero le salió una especie de borboteo. Me acerqué un poco más. Pronunció tres sílabas, en realidad tres soplidos. Le apreté el brazo. Sabía que las palabras que intentaba decir, a pesar de los tubos, eran: te quiero.
-Mami -susurré acariciándole la piel, suave como el papel. No la llamaba así desde los siete años.
-Vale, ya está -dijo Ed.
Mi padre me cogió del codo y tiró suavemente de mí, pero yo di un respingo y me zafé. Entonces mi padre cambio de táctica: me agarró de los hombros y me abrazó, estrechándome contra su pecho musculoso. La segunda vez no me resistí. Ed y Hassan levantaron una especie de manguera y un líquido salpicado de motas azules llenó el ataúd. Mi madre resopló cuando le llegó a la nariz.
-Inspire -gritó Ed por encima del ruido del chorro-. Y relájese.
Una estela de burbujas atravesó el líquido azulado y le nubló la cara. Mi madre meneó la cabeza como si quisiera resistirse, pero pasados unos segundos se rindió y el líquido la cubrió por completo. Ed cerró la llave de paso y las ondas desaparecieron. El agua se quedó tan inmóvil como mi madre.
Ed y Hassan colocaron la tapa, empujaron la cápsula y la introdujeron en un hueco que se abría en la pared del fondo. Solo cuando cerraron una puertecita cuadrada reparé en todas las otras puertecitas que la cubrían, igual que en un depósito de cadáveres. Bajaron el tirador y una nube de vapor escapó por los resquicios: el proceso de la congelación había terminado. Un segundo antes, mi madre estaba allí; al siguiente, todo lo que la convertía en mi madre estaba congelado y estancado. Durante los siguientes tres siglos, en la práctica sería como si estuviese muerta, hasta que alguien abriese la puerta y la despertase.
-Ahora va el chico, ¿no? -preguntó Ed.
Di un paso adelante, apretando los puños para que no me temblasen las manos.
-No -dijo mi padre.
Ed y Hassan ya estaban preparando otro ataúd estilo caja de zapatos. Les daba igual que fuese para mi padre o para mí: ellos se limitaban a hacer su trabajo.
-¿Cómo? -interrogué a mi padre, con los nervios comiéndome las entrañas.
-Ahora voy yo. Tu madre no estaría de acuerdo: ella pensaba que si pudieras elegir te echarías atrás, que decidirías no acompañarnos. Pero yo quiero darte esa opción. Así que ahora voy yo. Luego, si quieres marcharte de aquí, me parece bien. Ya se lo he dicho a tus tíos. Están esperándote afuera; se quedarán hasta las cinco. Cuando me hayan congelado, puedes irte si lo deseas. Tu madre y yo no nos enteraremos hasta dentro de unos siglos, cuando nos despierten. Si decides seguir con tu vida en lugar de someterte al proceso de congelación, nos parecerá bien.
-Papá...
-No, no es justo que te hagamos sentir culpable. Te resultará más fácil tomar una decisión sincera sin nosotros delante.
-Pero os lo prometí. Se lo prometí a mamá.
Se me quebró la voz. Los ojos me ardían, y los cerré con fuerza. Por las mejillas me resbalaron dos lagrimones calientes.
-No pasa nada: es una promesa demasiado seria para obligarte a cumplirla. Tienes que decidirlo tú solo. Si quieres quedarte, lo entiendo. Te estoy ofreciendo una salida.
-¡Pero a ti no te necesitan! ¡Podrías quedarte conmigo! Ni siquiera eres importante para la misión. ¡Eres militar, por Dios! ¿De qué puede servir un especialista en estrategia en un planeta nuevo? Podrías quedarte. Podrías quedarte...
Mi padre negó con la cabeza.
-... conmigo -rematé, pero era inútil pedírselo: ya había tomado una decisión.
Y lo que yo acababa de decir tampoco era del todo cierto: mi padre estaba en sexto lugar de la cadena de mando y, aunque eso no lo convertía en comandante en jefe, era un cargo bastante importante. Mi madre también importaba: era la mejor en el campo de la ingeniería genética, y la necesitaban para desarrollar cultivos que pudiesen crecer en el nuevo planeta.
Yo era el único que no servía para nada.
Mi padre se metió detrás del biombo para desvestirse; cuando salió, Ed y Hassan le prestaron una toalla de manos para taparse en el camino hacia la cámara de criopreservación. Se la retiraron cuando se tumbó, y yo me obligué a mirarlo a la cara para no empeorar la situación. Pero su cara irradiaba pena y tenía una mirada que nunca le había visto. Eso hizo que las tripas se me revolviesen con más miedo, con más dudas. Vi que le introducían las dos agujas intravenosas. Vi que le sellaban los ojos. Intenté encerrarme en mí mismo, acallar el grito de miedo que me retumbaba en la cabeza y mantenerme erguido, con una columna vertebral de hierro y un rostro de piedra. Entonces mi padre me apretó la mano con fuerza mientras le metían los tubos por la garganta, y yo me derrumbé por dentro y por fuera.
Antes de que llenasen su cápsula con el líquido de motas azules, mi padre levantó la mano y estiró el meñique. Crucé el mío con el suyo: sabía que con ese gesto estaba prometiéndome que todo saldría bien. A punto estuve de creérmelo.
Lloré tanto cuando llenaron su cápsula criónica que no veía su cara mientras se ahogaba en el líquido. Y luego bajaron la tapa, lo encerraron en el depósito de cadáveres y por las rendijas se escapó una bocanada de humo blanco.
-¿Puedo verlo? -pregunté.
Los dos técnicos se miraron y Hassan se encogió de hombros. Ed abrió la puertecita y sacó la caja transparente.
Allí estaba mi padre. El líquido traslúcido ya estaba congelado, y él también. Puse la mano sobre el cristal deseando que hubiese algún modo de sentir su calor a través del hielo, pero la aparté rápidamente: estaba tan frío que quemaba. Unas luces verdes parpadearon en la cajita que Hassan había instalado.
Allí, bajo el hielo, no parecía mi padre.
-¿Qué, te animas o te rajas? -dijo Ed, empujando la caja de Mark, mi padre, hasta meterla de nuevo en su nicho.
Levanté la vista para mirarle, con los ojos tan llorosos que me pareció que su cara se derretía y se convertía en un cíclope.
-Pues...
Dirigí la vista hacia la salida, más allá de todos los equipos criónicos, en el extremo opuesto de la sala. Al otro lado de la puerta estaban mis tíos, a los que adoraba y con los que podría vivir feliz. Y más allá estaba Minho. Y Rebecca, Heather, Alby y todos mis amigos. Y las montañas, las flores, el cielo. La Tierra. Al otro lado de esa puerta estaba la Tierra. Y la vida.
Me volví de nuevo hacia las puertecitas de la pared. Al otro lado de esas puertas estaban mis padres.
Lloré al desvestirme. El primer chico que me había visto desnudo había sido Minho, justo después de que mis padres me dijeran que tendría que dejar atrás mi vida en la Tierra, incluido él. No me gustaba la idea de que los últimos chicos que me viesen desnudo en aquel planeta fuesen Ed y Hassan. Intenté taparme con los brazos y las manos, pero Ed y Hassan me las apartaron para introducirme las agujas.
Era peor aún de lo que parecía desde fuera, una oleada de frío, que quemaba al mismo tiempo. Los músculos se me tensaron a medida que el líquido viscoso entraba en mi cuerpo. Mi corazón quería retumbar, palpitar desbocado en mi caja torácica como un amante aporreando la puerta, pero el líquido le obligaba a hacer justo lo contrario, a latir cada vez más lento. Cada vez... más... lento..., más... lento...
Ed me abrió los párpados. ¡Plop! Un líquido frío y amarillo me llenó el ojo izquierdo y lo selló como si fuese pegamento. ¡Plop!
Estaba ciego.
Uno de los dos, quizás Hassan, me dio unos toquecitos en la barbilla y abrí la boca obedientemente. No lo suficiente, al parecer, porque los tubos me rozaron los incisivos. La abrí más.
Y entonces los tubos se internaron en mi garganta. No eran tan flexibles como aparentaban: era como si me estuviesen metiendo por la boca un palo de escoba con lubricante. Me dio una arcada y luego otra. El plástico de los tubos sabía a bilis y a cobre.
-¡Traga! -exclamó Ed junto a mi oreja-. ¡Relájate!
Para él era fácil decirlo.
Unos segundos después, sentí un hormigueo en el estómago. Noté que tiraban de unos cables que tenía dentro cuando Hassan conectó la cajita negra que había en el exterior de mi ataúd estilo caja de zapatos.
Ruido de alguien arrastrando los pies. La manguera.
-No sé cómo firma la gente para meterse en esto -dijo Hassan.
Se hizo silencio.
Un roce metálico: estaban abriendo la llave de paso. Un líquido frío, muy frío, me salpicó los muslos. Quise mover las manos para taparme, pero mi cuerpo apenas respondía.
-No sé -repuso Ed-. Aquí las cosas no están para tirar cohetes; desde la primera recesión todo ha ido fatal. Y desde la segunda, ni te cuento. ¿El Fondo de Recursos Externos no tenía que crear más puestos de trabajo? Yo solo tengo este curro, y en cuanto estén todos congelados, se acabó.
Otro silencio. El líquido criónico me cubría ya las rodillas y llegaba a las zonas de mi cuerpo que habían estado calientes hasta el momento: las corvas, los huecos bajo los brazos y mi miembro viril...
-Por lo que ofrecen, no vale la pena renunciar a tu vida.
Ed soltó un bufido.
-Pero es que ofrecen el sueldo de toda una vida en un solo cheque.
-Eso no sirve de nada en una nave que no aterrizará hasta dentro de trescientos un años.
El corazón me dio un vuelco. ¿Trescientos... uno? No puede ser. Son trescientos años justos, no trescientos uno.
-Ese dinero podría sacar de apuros a una familia. Podría marcar la diferencia -insistió Ed.
-¿Qué diferencia? -le preguntó Hassan.
-La diferencia entre sobrevivir y no sobrevivir. Esto ya no es como antes: diga lo que diga el presidente, la ley de financiación no va a solucionar el tema de la deuda.
¿De qué se quejan? ¿A quién le importa la deuda nacional y los puestos de trabajo? ¡Volved a hablar de ese año de más!
-Hay tiempo para pensárselo -prosiguió Ed-. Para plantarse todas las alternativas. ¿Y a qué viene el retraso del lanzamiento?
El líquido criónico me llegó a los oídos y levanté ligeramente la cabeza. ¿Retraso? ¿Qué retraso? Intenté hablar, pero los tubos me llenaban la boca, me desplazaban la lengua y silenciaban mis palabras.
-No tengo ni idea. Creo que tiene algo que ver con el combustible y la respuesta de las sondas espaciales. Lo que no entiendo es por qué nos hacen cumplir con los plazos de la congelación.
El líquido criónico subía rápidamente. Giré la cabeza para mantener fuera el oído derecho.
-¿Y eso a quién le importa? -preguntó Ed-. A ellos, no. Se van a pasar el tiempo durmiendo. Dicen que la nave tardará trescientos años en llegar a ese planeta. ¿Qué importa un año más?
Intenté incorporarme; tenía los músculos entumecidos y lentos, pero aun así me revolví. Traté de hablar, de articular algún sonido, el que fuese, pero el líquido criónico ya se derramaba sobre mi cara.
-Relájate -me dijo Ed.
Negué con la cabeza. Dios, ¿cómo no se daban cuenta? ¡Un año suponía una diferencia enorme! ¡Podría estar un año más con Minho, podría vivir un año más! ¡Había accedido a pasar congelado trescientos años, no trescientos uno!
Unas manos delicadas (¿las de Hassan?) me sumergieron en el líquido. Contuve la respiración. Intenté levantarme. ¡Quería que me devolviesen ese año! Mi último año... ¡Un año más!
-¡Traga! -la voz de Ed sonaba amortiguada, casi incomprensible bajo el líquido criónico. Quise mover la cabeza, pero al tensar los músculos del cuello, mis pulmones se rebelaron y el líquido (frío, helado) me bajó por la nariz y entró en mi cuerpo.
Me di cuenta de que aquello era irrevocable cuando la tapa se cerró sobre mi ataúd de Blancanieves.
Mientras Ed o Hassan empujaba la parte inferior de la caja para introducirme en aquel depósito de cadáveres, imaginé que mi príncipe azul estaba del otro lado de la puertecita, que vendría y me despertaría con un beso y que disfrutaríamos de un año más juntos.
Oí el clic-clic de un engranaje y supe que el proceso de congelación comenzaría en cuestión de segundos, y que después mi vida no sería más que un silbido de vapor blanco que se escaparía por las rendijas de la puerta de mi nicho.
Y pensé: al menos estaré dormido. Durante trescientos un años, me olvidaré de todo lo demás.
Y luego pensé: eso estará bien. No puede ser tan terrible.
¡Zap! El proceso de congelación se adueñó de mi cámara diminuta. Estaba sumergido en el hielo. Era puro hielo.
Soy hielo.
Pero si estoy metido en el hielo, ¿cómo puedo seguir consciente? Tendría que estar dormido; tendría que olvidarme de Minho, de la vida y de la Tierra durante trescientos un años. No soy la primera persona a la que criopreservan, y ninguna ha mantenido la consciencia. El cerebro se congela, no puede estar despierto.
Alguna vez he leído sobre testimonios de gente que en teoría estaba dormida por la anestesia durante una operación, pero que en realidad lo sentía todo.
Espero no ser una de esas personas; deseo con toda mi alma no serlo. ¿Cómo voy a aguantar despierto trescientos un años? No sobreviviría a algo así.
Quizás ahora esté soñando; tal vez toda mi vida haya sido el sueño de una siesta de media hora. Puede que siga en esa tierra de nadie entre estar congelado y no estarlo, y todo esto no sea más que una alucinación. Puede que aún no hayamos abandonado la Tierra. O que aún esté en ese año de espera hasta que despegue la nave, atrapado en un sueño del que no puedo despertar.
Y también puede que aún me queden trescientos un años por delante.
Quizás aún no me haya dormido del todo.
Quizás, quizás.
Solo estoy seguro de una cosa... quiero que me devuelvan ese maldito año.

*¿Y bien, larchitas? ¿Se suben a la nave Fortuna/Godspeed o se rajan? Ya conoceremos a Tom...

Godspeed: Despierta|NewtmasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora