Newt.
Estoy acurrucado en la cama, con las piernas encajadas bajo el mentón. Bear, mi osito de peluche, está emparedado entre mi pecho y mis muslos. Los botones que tiene por ojos y nariz se me clavan en la piel, pero no me importa.
Harley me pasa un vaso de agua fresca.
-Lo siento –me dice. Bajo el ojo izquierdo tiene un moratón del tamaño de mi meñique.
Cuando me toca la mano, me estremezco. Quiero llorar, quiero gritar, quiero esconderme, pero lo único que hago es estremecerme porque tengo a una persona tan cerca que me puede tocar.
-Hablo en serio, Newt. Lo siento tanto –vuelve a disculparse.
Retrocede hasta la silla que hay al otro lado de la habitación y se sienta en el borde, como si estuviese preparado para saltar en caso de necesidad. Sus manos aferran los brazos de la silla.
-No... tú... Gracias, me has salvado –digo levantando la vista.
Harley niega con la cabeza.
-Te dejé allí solo. Fue una imprudencia. Sabía que estábamos en plena época de reproducción. Desde ayer, la cosa ha ido a peor... Y yo te dejé... solo.
-¿Por qué todos se comportan así?
Aún puedo ver la mirada perdida de la pareja que lo estaba haciendo a mi lado, la forma en que ignoraron mis gritos. Estrecho más fuerte a Bear y noto cómo sus botones se me clavan en la caja torácica, mientras me pregunto si los moratones que me pueda hacer serán más grandes o más pequeños que los que me están saliendo en las muñecas.
-Así es la época reproductora –contesta Harley encogiéndose de hombros–. ¿En Tierra Solar no era igual? Las personas somos animales. Por muy civilizadas que estemos, cuando llega la época del apareamiento, nos apareamos.
-Tú no. Ni Thomas. No todos actuáis como si el deseo os hiciese perder la cabeza.
Harley frunce el ceño y se le forman varias arrugas entre los ojos. Sus cejas, anchas y pobladas, me recuerdan a las del hombre que se echó encima de mí, que me sujetó, que intentó violarme. Aprieto la cara contra Bear e inspiro su olor mohoso. Estrecho los brazos en torno a mis piernas y eso hace que me sienta un poco mejor; si no me sujetase así, mi cuerpo se desparramaría como las piezas de un puzle que alguien levantara por las esquinas.
Harley no se ha dado cuenta, pero bajo mi aparente fortaleza, estoy temblando.
-Sí, la verdad es que casi todos los del pabellón están como siempre –reflexiona–. Algunos aprovechan esta época como excusa para portarse de forma... temeraria. Pero la mayoría de los pacientes del pabellón no se vuelven tan...
-¿Locos? –mi voz se quiebra al preguntarlo.
-Qué ironía, ¿eh? A los locos nos afecta menos. A lo mejor es por los medicamentos que nos dan. Inhibidores, los llaman. Se supone que inhiben la locura, pero tal vez sirvan también para inhibir el deseo.
No parece que inhibiesen el deseo de Luthe. Él sabía perfectamente lo que hacía, pero los alimentadores no. Tal vez sean demasiado estúpidos. Si les entran ganas de hacer el amor, lo hacen sin darle más vueltas. Como la chica de los conejos, que seguía creyendo lo que Eldest le había dicho pese a que tenía la verdad delante de los ojos. Los que no son tan idiotas, como Harley y Luthe, parecen tener más capacidad de control sobre sí mismos. Pueden elegir ser amables, como Harley.
O pueden elegir ser como Luthe.
Harley sigue hablando para distraerme. Parlotea como si así pudiese compensar todo lo que ha pasado, pero eso es imposible. Lo único que quiero es que se vaya.
-Te traigo más agua, ¿vale? –dice mientras se incorpora.
-No.
Quiero estar solo. Quiero que se vaya y que me deje a solas.
-Es lo mejor que hay para...
-¡Que no! –grito.
Las manos me resbalan por los brazos sudorosos, manoteo hasta volver a agarrarme los codos y clavo la punta de los dedos en mi piel para no soltarme más.
-Perdona. No quiero más agua –susurro–. Solo quiero que te vayas, por favor. Déjame en paz.
-Pero, Pececito...
-Por favor –vuelvo a pedirle con la cara hundida en el peluche.
Harley se va.
Me quedo acurrucado en la cama un buen rato; aunque tengo los ojos cerrados, las imágenes se me siguen apareciendo con una nitidez dolorosa.
Tenso los brazos hasta que las rodillas me hacen daño en el pecho, pero no me vale de nada. Estoy cansado de abrazarme. Quiero que lo haga mi padre, que me diga que se cargará a cualquiera que se atreva a hacerme daño. Quiero que mi madre me dé un beso, me acaricie el pelo y me diga que todo se va a arreglar, porque la única manera de convencerme de ello es que me lo diga uno de los dos.
Relajo las manos y veo que mis nudillos están blancos. Siento un cosquilleo en las yemas de los dedos y caigo en la cuenta de que se me había cortado la circulación. Tengo la parte inferior de los codos resbaladiza por el sudor. Estiro las piernas todo lo que puedo y las rodillas me crujen.
Durante unos segundos me quedo tumbado boca arriba, pero de pronto recuerdo la sensación de estar tirado sobre la hierba y me levanto tan rápido que me mareo.
Cruzo la habitación de tres zancadas y llego hasta la puerta, pero cuando acerco la mano al botón para abrirla, veo que me tiemblan los dedos.
Siguen ahí fuera.
Sus cuerpos latiendo y sudando mientras se agitan, su mirada voraz, sus manos que parecen garras.
Tengo que salir, me digo en voz baja. Pero las manos no me dejan de temblar.
Apoyo la cabeza contra la pared, estremecido. Me gustaría llamar a Thomas, pero no tengo el implante auditivo que usan ellos para comunicarse. Además, no puedo esperar que él cargue con el peso de tener que cuidarme siempre. Es casi un líder y tiene otras obligaciones y problemas que solucionar. Quizás Harley pueda... No, claro que no. He sido un poco grosero con él y antes de pedirle un favor debiera pedirle disculpas primero.
Aprieto el botón y la puerta se desliza hacia un lado. Antes de que se abra del todo, vuelvo a pulsar el botón y la puerta se cierra con la misma velocidad con la que había comenzado a abrirse.
Trazo mentalmente la ruta que quiero seguir. Me imagino corriendo, corriendo, corriendo tan rápido que nadie puede atraparme. Veo el trayecto con tanta claridad que me da la sensación de que podría seguirlo con los ojos cerrados.
Deslizo la mano hasta alcanzar el botón y la puerta se abre con un suspiro. Por suerte, no hay nadie en el pasillo. Abro de golpe la puerta de cristal de la sala común y paso corriendo entre la gente, sin atreverme a respirar siquiera. Pero da igual, porque todos están demasiado distraídos para advertir mi presencia. Me duele el cuello de tanto girar la cabeza para comprobar si me sigue alguien. Me cuelo en el ascensor, que está vacío, y mientras pulso el botón de la cuarta planta, respiro al fin. No lo había hecho desde que salí de mi habitación.
El pasillo de la cuarta planta también está desierto, gracias a Dios. Aun así, corro para dejar atrás las puertas cerradas; una parte de mí tiene miedo de que se abran en cualquier momento. Hasta que no estoy en el otro ascensor, camino del silencio mortal del nivel de criopreservación, no logro tranquilizarme.
Quiero ver dónde están. Eso es todo, me digo. Eso es todo.
Entro en la sala casi a la carrera, pero a medida que avanzo voy bajando el ritmo: tap, tap, tap... tap... tap, suenan mis pisadas.
Al llegar a la hilera me detengo y observo sus puertas: la cuarenta y la cuarenta y uno.
Y entonces llego hasta ellas de un salto, caigo de rodillas y levanto las dos manos para tocar cada puerta con una. Desde fuera debe de parecer que estoy experimentando un arrebato místico, pero dentro de mí lo único que hay es un grito de agonía que rebota por mi cuerpo hueco.
Durante un buen rato me quedo así, de rodillas, con los brazos en alto y la cabeza gacha.
Solo quiero verlos. Nada más, me digo. Nada más.
Me levanto. Paso la mano por el tirador de la puerta cuarenta, cierro los ojos, lo agarro con fuerza, lo hago girar y tiro. Sin mirar el bloque de hielo que queda a la vista, me doy vuelta y abro también la puerta cuarenta y uno.
Ahí están. Mis padres. O al menos sus cuerpos, bajo una capa de hielo moteado de azul.
En la sala hace frío, tanto que estoy tembloroso y tengo la carne de gallina. Los ataúdes de cristal están helados y secos. Los acaricio con las yemas de los dedos y luego poso las manos sobre la cara de mi madre.
-Te necesito –le digo en un susurro, y mi aliento empaña el cristal. Paso la mano por encima para limpiarlo y en la palma me brilla un rastro de humedad.
Me agacho hasta que mi cara queda a la misma altura que la suya.
-Te necesito –susurro de nuevo–. Aquí todo es muy raro, no entiendo a la gente y tengo... tengo miedo. Te necesito. ¡Te necesito!
Pero mi madre es puro hielo.
Me giro hacia mi padre. A través del líquido translúcido distingo los pelos duros de su barba. Cuando era pequeño, frotaba su cara contra mi barriga y me hacía gritar de la risa. Daría cualquier cosa por volver a sentirlo; daría cualquier cosa por sentir algo que no fuese este frío.
El cristal se ha empañado y me cuesta ver a través de él, pero puedo situar la mano de mi padre. Froto mi dedo meñique contra el cristal helado, como si su dedo pudiese cruzarse con el mío para sellar una promesa.
No me doy cuenta de que estoy llorando hasta que las lágrimas caen sobre el ataúd.
-No podía hacer nada, papá. No podía levantarme. Eran demasiado fuertes. Si no llega a ser por Harley... -se me quiebra la voz–. ¡Dijiste que me protegerías! ¡Dijiste que estarías a mi lado siempre que me hiciese falta! ¡Y ahora te necesito, maldita sea!
Golpeo el ataúd con los puños, tan fuerte que la piel se me abre y en el cristal aparece una mancha roja.
-¡Te necesito!
Quiero romper el cristal y frotar su cara hirsuta hasta que vuelva a la vida.
Caigo desmadejado al suelo. Me acurruco debajo de sus siluetas sin vida y sollozo sin derramar una sola lágrima, mientras trato de llenarme los pulmones de un aire escaso y enrarecido.
Una gota gigante producida por la condensación recorre el cristal y me cae en la mejilla. Me la froto y el calor de mis manos me devuelve a la vida.
Las cosas no tienen por qué ser así. Sí, estoy despierto y no puedo volver a meterme en una cámara de criopreservación, pero eso no significa que tenga que estar solo.
Me incorporo, pero esta vez no busco la cara de mis padres en el hielo. Ahora, lo que buscan mis ojos es la cajita negra que hay junto a sus cabezas, las que tienen una luz verde que parpadea. La que tiene un interruptor bajo la tapa.
No puede ser tan difícil; basta con darle al interruptor. No hay que hacer nada más. Me quedaré aquí esperando y los sacaré de la cápsula cuando se derrita el hielo para que no se ahoguen. Los ayudaré a salir de sus ataúdes. Los envolveré en toallas, los abrazaré y ellos me devolverán el abrazo. Mi padre susurrará "Ahora todo se va a arreglar", y mi madre dirá "Te queremos mucho".
Son necesarios, dice una vocecita dentro de mi cabeza. Observo las banderas que hay en la parte inferior de las puertas y el símbolo del FREX. Mis padres forman parte de una misión más importante que yo.
Mi madre es ingeniera genética, un genio de la biología. ¿Quién sabe qué vida nos encontraremos en ese mundo nuevo? Ella será necesaria.
Mi padre, sin embargo, es especialista en estrategia militar. Ocupa el sexto lugar en la cadena de mando; seguro que los verdaderamente necesario son los cinco que están por encima de él. Los otros podrán ocuparse del nuevo mundo, y mi padre podrá ocuparse de mí.
Soy una pieza clave en el dispositivo de seguridad. Recuerdo el orgullo que traslucía la voz de mi padre al decir aquello, igual que cuando me dijo que íbamos a ser una feliz familia congelada y me preguntó si aquello no me parecía emocionante. En eso consiste mi misión: en estar allí por si algo sale mal.
Demasiada palabrería para un simple plan B. Lo necesitan por si algo sale mal, pero... y si todo sale bien, ¿qué?
Si les dejo a mi madre, quizás no les importe que me quede con mi padre. Él no es del todo necesario.
Apoyo la mano en la caja que hay sobre la cabeza de mi padre y paso el dedo por el escáner biométrico. La luz que parpadea se vuelve amarilla: acceso denegado. No tengo una licencia de acceso tan alta. No soy lo suficientemente importante como para abrir una cápsula, darle al interruptor y despertar a mi padre.
Se me pasa por la cabeza la idea de destrozar la caja negra. Me imagino con la mirada enloquecida y el pelo rubio revuelto sobre mi cabeza, golpeando la cápsula con los puños hasta romperla para apretar el botón y descongelarlo.
La imagen es tan ridícula que me echo a reír, una carcajada histérica y aguda que termina convirtiéndose en un sollozo.
No puedo despertar a mi padre. Lo necesitan. Aunque no quiera admitirlo, lo sé. Yo soy la prueba de que lo necesitan. Si no, no me habrían dejado venir. Tanto él como mi madre eran muy conscientes de lo que hacían cuando firmaron para incorporarse a la misión. Me acuerdo de aquel día: los dos estaban dispuestos a despedirse de mí para poder estar en la nave. Mi padre lo había dispuesto todo para que yo pudiese echarme atrás. Cuando me abrazó antes de que lo congelasen, se estaba despidiendo de mí. No esperaba volver a verme. Ni siquiera metió nada en mi baúl; renunció a su hijo para poder despertarse en otro planeta.
No puedo arrebatarle su sueño.
Si él pudo despedirse de mí, yo también puedo despedirme de él.
Además, no soy tan egoísta como para no recordar mi posición. Ellos son piezas esenciales en la misión, pero yo no. Si hay problemas y los cultivos no crecen o los animales se mueren, mi madre lo solucionará. Y si el nuevo planeta está habitado por seres hostiles, mi padre será necesario.
En cualquier caso, de ellos depende que un planeta entero lleno de gente sobreviva o perezca.
No puedo arrebatarles eso. No puedo destruir sus sueños, ni poner en peligro a los pobladores del planeta al que llegaré siendo mayor que ellos.
Vuelvo a meter las cajas en las cámaras, cierro las dos puertas y me dirijo en silencio al ascensor y a la soledad de mi habitación.
Puedo esperar.
*"Soy egoísta. Soy valiente" a lo Tris. Newt Prior hjlñsdkjflñds, yo sí lo hubiera despertado. No soportaría estar tanto tiempo sola.
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Godspeed: Despierta|Newtmas
FanfictionGodspeed|Fortuna "Eres la pieza de un puzle. Pero puedes decidir no encajar en él." Imagina tener que elegir entre vivir sin tus padres o abandonar toda tu vida en la Tierra para seguirlos. Tratar de encontrarte a ti mismo u ocupar un papel diseñado...