[33] Newt

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Newt.

Gotas de lluvia sobre mi piel. Minho está a punto de besarme.
Pero no es lluvia, sino una ducha de vapor. Y no es Minho, sino Thomas.
Apoyo la cabeza en los azulejos de la ducha que están templados por el vapor.
No sé qué hacer.
Me envuelvo en una toalla, salgo del baño y me quedo mirando las palabras que escribí hace un rato en la pared. Es inútil. Sigo sin ver ninguna relación entre William Robertson y yo.
Nunca en mi vida me había sentido tan perdido y tan solo. Todas las personas que debería tener a mi lado (mis padres, Minho, mis amigos) ya no están. Y sin ellos, la nave me parece un lugar vacío y muy pequeño, y yo también me siento vacío y muy pequeño.
Debería ir al nivel de criopreservación para asegurarme de que mis padres están bien. No tendría que haber dejado a Harley allí. Son mis padres los que están ahí abajo, no los suyos. Él no tiene nada que ver con todo esto.
Pero antes de salir de aquel lugar, vi su mirada nostálgica; no quiero ser yo quien lo aparte de las estrellas.
Y tampoco quiero quedarme solo allí abajo, envuelto por la frialdad de la muerte.
Me siento en el borde de la cama; no tengo ganas de tumbarme.
Me levanto, cruzo la habitación y me arrellano en la silla que hay junto a la ventana. Desde allí echo un vistazo a la cama: la colcha está arrugada, pero la cama sigue hecha. La primera noche que dormí aquí, Thomas se quedó sentado en esta silla mientras yo dormía.
Lo he arruinado todo. El estómago me da un vuelco y tengo ganas de llorar, porque él era la única persona (además de Harley) que me apreciaba en esta maldita nave.
Pongo los pies en el asiento y me agarro las rodillas con los brazos. Poco después, me quedo dormido de cara a la ventana.

Aquí no sale el sol. La inmensa lámpara amarilla que hay en el centro del techo se enciende y, de pronto, es de día.
Estoy mareado, como si no pudiese acabar de despertarme. Bebo un vaso de agua, pero eso no logra despejarme. El mundo me resulta aún más confuso que antes. Estoy cansado de pensar, de preocuparme, y solo hay una forma de acabar con los murmullos que resuenan en mi cabeza.
Cuando cruzo la sala común de camino al ascensor veo a Luthe, el tipo alto que siempre me mira con demasiada atención. Es la única persona que hay en la sala. ¿Es que no duerme nunca? Su único propósito en el mundo parece ser mirarme fijamente y hacerme sentir incómodo. Tengo ganas de girarme y decirle que me deje en paz, pero seguro que eso le gustaría. Además, me da un poco de miedo.
Solo hace unos minutos que es de día. Como el sol se enciende de golpe, no da la impresión de que sea tan temprano; la luz es la misma a todas horas, y será igual ahora que a mediodía o unos minutos antes de que se haga de noche. Aunque parece que todo el mundo duerme, no me acerco a la ciudad. Corro entre las vacas y los brotes de maíz, que me hacen cosquillas al pasar. Al cabo de unos diez minutos, acelero deseando que me dé el subidón de una vez.
-¿Por qué te gusta correr, Newtie? –me preguntó Minho la tercera o cuarta vez que salimos juntos. Ya nos habíamos besado, pero yo aún no había reunido el valor suficiente para decirle que no soportaba que me llamasen "Newtie". Después de un tiempo comencé a acostumbrarme y a agarrarle cariño al apodo.
-Ya te lo he dicho. Me encanta ese momento en el que lo único que piensas es en correr, en que todo tu ser se reduce a unos pies que golpean una y otra vez contra el suelo.
Más deprisa, tengo que correr más deprisa.
-Sí, creo que te entiendo –Minho se inclinó hacia mí para besarme, pero estaba empezando a atarme los cordones y solo pudo darme un beso en la mejilla.
Lo miré a los ojos.
-Además, quiero ganar.
-¿Ganar?
Puedo dejar atrás esos recuerdos; solo tengo que correr más rápido, como si estuviera huyendo de todo lo que me hace mal y me atormenta.
El campo de maíz se acaba al llegar a una cerca, y desde el otro lado me observa un rebaño de ovejas. Derrapo un poco y sigo corriendo en paralelo a la cerca.
-Sí, ganar el maratón de Nueva York. Ese es mi sueño –me entretuve colocándome los calcetines para no tener que mirarlo a los ojos. Era la primera vez que se lo decía a alguien.
-¿El maratón de Nueva York?
-Sí. No creas que es fácil; es uno de los mejores maratones del mundo. Son más de cuarenta y un kilómetros, pasa por todos los barrios. Pero si quieres participar, participar de verdad, no solo ir allí y acabarlo, hay que ser realmente bueno.
-¿Qué tan bueno?
-El mejor tiempo registrado es de dos horas y media.
-¿Dos horas y media? ¿Para hacer cuarenta y un kilómetros? Vaya tela.
-Ya lo sé, estoy muy lejos de eso, pero... -levanté la vista. Como de costumbre, Minho se estaba tomando completamente en serio mis palabras.
-Puedes hacerlo –me dice.
-Apenas consigo hacer dieciséis kilómetros en dos horas.
-Puedes hacerlo. De verdad. No te rindas. Te he estado observando. Un día ganarás el maratón y yo estaré allí, en la línea de meta, esperándote con una sorpresa.
Sonrió con gesto pícaro y yo me eché a reír, nervioso.
Y lo besé apretando mis labios contra los suyos, con todo el amor que sentía por él y con toda la fe que él depositaba en mí.
De repente, tomo conciencia de la realidad y me tengo que detener para aspirar profundamente el aire perfumado de ozono.
Minho no es lo único inalcanzable; también está el maratón. Y Nueva York. ¡Nueva York! Es inmenso. Hay muchísima gente, o al menos la había. Se acabó Nueva York. Si sigue existiendo, no tendrá nada que ver con la ciudad de antes: ya no habrá líneas de metro, ni Central Park, ni maratones, ni Broadway. Ahora será algo completamente distinto: coches voladores y máquinas teletransportadoras, o algo así. Nunca lo veré y nunca volverá a ser lo que fue. Para mí, Nueva York ya no existe.
Pero tienes a Thomas, susurra una voz dentro de mi corazón. Hum... De mi corazón... ¿Por qué pareciera que ese chico me está comenzando a importar más de lo que quisiera?
Corro más deprisa.
Cuando veo algunas personas que empiezan su jornada de trabajo, emprendo el camino de vuelta al hospital.
No puedo engañarme a mí mismo. Lo que quiero de verdad es esconderme.
Al ver a las vacas más de cerca, aminoro el paso. No son vacas normales.
No me he criado en una granja ni nada parecido, pero aun así sé cómo es una vaca, y en toda mi vida había visto vacas como estas... Suponiendo que sean vacas, claro.
Son bajitas, mucho más achaparradas que las normales; apenas me llegan a los hombros. Los machos tienen cuernos, pero son romos, con forma de seta. Y no porque se los hayan cortado, sino porque han crecido así.
Parece que yo también les resulto igual de curioso a ellas. Me quedo apoyado en la valla, sudoroso y jadeante, y algunas se me acercan bamboleándose. Tienen más masa muscular que las vacas normales: la carne se les acumula debajo de la piel, así que son patizambas y caminan más despacio. Van rumiando con movimientos acompasados y parejos, relamiéndose de cuando en cuando y dejando tras de sí un olorcillo a tierra y a hierba que me recuerda muchísimo al lugar de donde vengo.
Una de ellas muge, pero no es un mugido común. Acaba con un chillido parecido al de un cerdo: ¡Muu-oink!
Me aparto de la valla.
Mientras me alejo, esas cosas mezcla de vaca y de cerdo me observan en silencio con unos ojos marrones que no presagian nada bueno.
Al lado hay una parcela que es por lo menos el doble de grande que los campos de maíz, trigo y judías verdes que he atravesado antes corriendo. Veo hileras y más hileras de unas plantas de hojas verdes que se despliegan en filas largas y ordenadas. Me agacho y cojo una hoja de forma delicadamente circular, un poco velluda. La pruebo; tiene un gusto amargo. El tallo es grueso y duro; debe de ser una planta como la zanahoria o la patata, con la parte comestible bajo la tierra.
Entonces oigo un pitido.
-Número quinientos diecisiete, vacunado –dice una voz femenina.
Una valla baja de alambre rodea el campo que tengo a mi espalda. Junto a ella hay una chica agazapada. Es algo mayor que yo. Debe de ser de la edad de Harley. Acaba de soltar un conejo rechoncho, paticorto y más grande de lo habitual, que se aleja dando saltos y meneando de vez en cuando la pata trasera izquierda. El rabo esponjoso y blanco le brilla un poco, y oigo que los dientes le castañean con rabia mientras se aleja saltando.
Estoy a punto de decir algo cuando la chica se incorpora y se queda de rodillas. Otro conejo mordisquea un trébol a medio metro de distancia. Sin hacer ruido, la chica se lanza sobre él, lo aferra de las patas traseras con una mano y lo retiene contra el suelo. Luego echa la otra mano hacia atrás, agarra uno de esos ordenadores de plástico flexible que he visto usar a Thomas y lo coloca detrás de las orejas del conejo, igual que si fuese una cajera en un supermercado. El ordenador emite un pitido; la chica mira la pantalla y luego lo deja en el suelo.
-Hola –le digo.
Pensaba que se sobresaltaría ya que hasta ahora no ha dado muestras de haber reparado en mi presencia, pero se limita a levantar la vista y devolverme el saludo.
Sin embargo, al verme mejor sí que reacciona, y sus ojos se abren de par en par. Me viene a la cabeza lo que Eldest ha dicho de mí, lo distinto que soy de todos los demás. Tengo el pelo sudado y aplastado por la carrera, con algunos mechones pegados a la frente. Me desordeno un poco el cabello con aire despreocupado, aunque sé que no va a servir de nada; no hay forma de ocultar quién soy en esta nave.
-Eres el experimento modificado genéticamente –dice la chica, y yo asiento–. Eldest ha dicho que no hablemos contigo.
-Pues no tienes por qué hacerlo –le digo, incapaz de cubrir mi enfado con un tono más agradable–, pero al menos podrías ser un poco más educada.
La chica se queda pensando y ladea un poco la cabeza. Estira un brazo y coge un cesto de plástico lleno de jeringuillas. La mitad más o menos están vacías, la otra mitad contienen un líquido de color dorado que parece mantequilla batida con miel.
-¿Qué es eso? –pregunto.
-Vacunas –contesta la chica, volviéndose hacia el conejo que mantiene inmovilizado contra el suelo. El conejo no muestra resistencia; a veces le tiemblan un poco las gruesas patas traseras, pero en ningún momento intenta escapar.
-¿Son tus mascotas?
Me mira a la cara y me doy cuenta de que está pensando en lo que Eldest ha dicho: que soy estúpido y algo lento.
-No –contesta–. Son comida.
Era una pregunta tonta; el campo es bastante extenso y por aquí cerca habrá a lo menos veinte conejos, además de los que se ven algo más lejos. En el lado opuesto hay un remolque metálico rodeado de conejeras de alambre, que debe de ser la vivienda de la chica. En la Fortuna viven cientos de personas; es normal que necesiten una fuente de proteínas que se reproduzca rápidamente, como los conejos.
-Te he visto correr antes –dice la chica sin dejar de mirar al conejo–. ¿De qué huías?
-De nada. Solo corría –respondo.
Se queda mirándome en silencio y por un momento su expresión me recuerda a la de un gato.
-¿Por qué?
-¿Por qué no? –contesto encogiéndome de hombros.
-No es productivo.
Lo dice casi con reverencia, como si la productividad fuera sagrada, la única motivación válida para hacer cualquier cosa.
-¿Y qué?
En vez de contestar, la chica ladea la cabeza y se da la vuelta. Coge de la cesta una de las jeringuillas llenas, inyecta su contenido en la pata trasera del conejo y luego lo deja marchar.
-Número seiscientos treinta y dos, vacunado –dice.
En la pantalla del ordenador brilla una línea ondulada de color verde.
-¿Por qué los estás vacunando?
¿Qué enfermedades pueden contraer los conejos en una nave espacial completamente aislada?
-Así son más nutritivos y crecen más fuertes y sanos –se pone en cuclillas y me observa de nuevo–. Tú vives en el hospital, ¿no?
Asiento con la cabeza.
-A mi abuelo lo llevaron allí –añade.
-¿Y ya está mejor?
-Se murió.
Lo dice con voz átona y desprovista de emoción, pero los ojos le brillan.
-Lo siento –digo.
-¿Por qué? Le había llegado la hora.
-Estás llorando.
Suelta el ordenador de plástico para pasarse un dedo por debajo del ojo, y en la mejilla le queda marcado un rastro de tierra y una mancha verde de hierba. Contempla la lágrima que tiene sobre el dedo; parece confusa, como si no entendiera qué hace eso ahí.
-No tengo ninguna razón para estar triste –dice mirando la contradicción que le recorre la yema del dedo. Su voz es uniforme, monótona, y sé que cree que no está triste aunque su cuerpo le diga otra cosa.
Recoge la cesta y estira el brazo para agarrar el ordenador, pero calcula mal la distancia y la membrana se le escurre entre los dedos y resbala hasta quedar cerca de mí. Alcanzo a leer dos palabras escritas en la parte superior de la pantalla: MODIFICACIÓN GENÉTICA.
-¿Qué dice ahí? –pregunto señalándolas con el dedo.
La chica contesta sin más a mi pregunta, lo cual me sorprende un poco.
-Modificación genética para manipular los genes reproductivos y la masa muscular –recita con el mismo tono uniforme–. Aunque previsto de la productividad: veinte por cien, con un incremento en la producción cárnica del veinticinco por cien.
-Esas inyecciones no son vacunas –digo, tratando de distinguir una chispa de reconocimiento en su mirada vacía–. Son sustancias que modifican los genes. Sé de lo que hablo, mi madre trabajaba como ingeniera genética en... -me quedo callado; la chica está convencida de que soy un bicho raro, un subproducto derivado de un experimento científico llevado a cabo en la nave–. Oye, no soy quien Eldest dice que soy. Vengo de la Tierra... de Tierra Solar, quiero decir. Nací allí. Me crionizaron y desperté antes de tiempo. Y mi madre, en la Tie... en Tierra Solar, trabajaba en ingeniería genética. Eso que les estás inyectando a los conejos no es una vacuna: lo que hace es modificar el ADN de estos animales.
Ella asiente con la cabeza como si estuviese de acuerdo con cada palabra que digo, pero luego afirma:
-Eldest dijo que eras retrasado y que no eras capaz de entender las cosas.
-No es verdad. Lo que pasa es que vengo de la Tierra y... Pero eso da igual. Lo importante es que esas inyecciones pueden ser peligrosas. El material de modificación genética no es algo con lo que se deba jugar, ni siquiera con los conejos, sobre todo si luego te los vas a comer. ¿Eres consciente de lo que estás haciendo?
-Eldest dijo que era una vacuna –afirma la chica, y comienza a alejarse.
-Ey, espera, no te vayas –la valla no me permite seguirla.
Se detiene, pero solo porque se está preparando para abalanzarse sobre otro conejo.
-Lee eso que aparece en la pantalla –insisto–. Ahí dice que lo que les estás inyectando es material modificado genéticamente. Lo pone ahí, ahí mismo.
Señalo el flexible; ella agacha la cabeza y lo examina con curiosidad como si estuviese buscando algo, aunque es imposible pasar por alto el letrero.
-Mira, ahí –repito–. ¿Ves la palabra "vacuna" por alguna parte?
Niega con la cabeza muy lentamente sin dejar de mirar la pantalla.
-Eso quiere decir... -dejo que mi voz se apague con la esperanza de que ella remate la frase, pero como eso no sucede, añado–: ... que no estás vacunando a los conejos. Lo que estás haciendo es modificar su ADN.
Con los ojos muy abiertos, se vuelve hacia mí y por un momento pienso que lo ha comprendido todo.
-Qué va –dice–, te equivocas. Me lo dijo Eldest. Son vacunas –me acerca la cesta con las jeringuillas para que las inspeccione–. Hacen que los conejos crezcan más sanos, más fuertes. Qué sean más nutritivos.
Estoy a punto de gritar, pero sus ojos abiertos de par en par y su miraba vacua me hacen ver que no merece la pena. Me recorre un escalofrío que no tiene nada que ver con el sudor que me baña la piel. El control de Eldest es absoluto: está chica está tan ida que ni siquiera ve lo que tiene delante de las narices si contradice lo que Eldest le ha dicho. No estoy seguro de que haya sido Eldest quien desconectó mi cápsula y luego la de William Robertson, pero sé algo con certeza... si él es el responsable, y toda la nave lo sigue con esta fe ciega, no tengo ninguna posibilidad de sobrevivir mucho tiempo aquí.

*Los de la Fortuna están jodidamente locos. Las personas son extrañas. Están, literalmente, cagadas de la cabeza. Y luego dicen que Harley, pequeñito lindo, está chiflado :c

Godspeed: Despierta|NewtmasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora