Newt.
El hombre tiene los dedos largos. Los entrecruza y luego apoya la cabeza en ellos sin dejar de mirarme fijamente, como si yo fuese un rompecabezas que no puede resolver. Cuando me sacó de mi habitación parecía educado, casi comprensivo, pero ahora preferiría que hubiese dejado abierta la puerta del despacho en el que nos encontramos.
-Lamento mucho que te encuentres en esta situación –suena sincero, pero su expresión es de simple curiosidad.
Aunque el otro chico me lo ha explicado todo, aún tengo la necesidad de que este médico me lo confirme.
-¿De verdad faltan cincuenta años para aterrizar? –mi voz suena fría y dura, como el hielo en el que desearía seguir encerrado.
-Unos cuarenta y nueve años con doscientos cincuenta días, sí.
Son doscientos sesenta y seis, pienso recordando lo que me dijo el chico.
-¿No puede volver a congelarme?
-No –se limita a responder el médico. Lo miro fijamente hasta que añade–: Tenemos unas cuantas cámaras más...
-¡Métame en una! –grito inclinándome hacia delante: me enfrentaré a un siglo de pesadillas con tal de poder despertar junto a mis padres.
-Si te hubiesen reanimado correctamente, podríamos considerar esa opción, aunque sería peligroso. Las células no pueden congelarse una y otra vez. El cuerpo se deteriora con las reanimaciones sucesivas –responde el médico negando con la cabeza–. Pero tal como ha sido tu despertar, si volviésemos a congelarte, podrías morir –reflexiona como si tratara de encontrar una buena forma de describírmelo–. Serías como la carne que se estropea en el congelador. Deshidratada... Muerta. Estarías muerto –agrega cuando se da cuenta de que ni siquiera esa imagen tan asquerosa ha logrado disuadirme.
Me quedo abatido por un momento. Entonces me acuerdo.
-¿Y mis padres?
-¿Qué pasa con ellos?
-¿También los van a descongelar antes de tiempo?
-Eh...
Separa las manos y ordena los objetos que tiene sobre la mesa hasta dejar el cuaderno paralelo a la esquina y todos los bolígrafos de la taza inclinados hacia el mismo lado. Está perdiendo el tiempo para no mirarme a los ojos.
-En realidad, no teníamos intención de descongelarte –explica–. Lo que debes comprender es que tus padres, los números cuarenta y cuarenta y uno, son esenciales. Los dos poseen conocimientos altamente especializados que necesitaremos tras nuestro viaje. Su experiencia será necesaria en la fase de desarrollo en Tierra Centauri.
-O sea, que no –quiero oírselo a él.
-No.
Cierro los ojos y tomo aire. Estoy enfadado, frustrado, furioso porque haya pasado esto y no poder hacer nada. Me pican los ojos, los tengo llenos de lágrimas. Pero no quiero llorar, ni ahora, ni delante del médico, ni nunca más.
El hombre empuja la esquina de su enorme cuaderno para que quede perfectamente alineado, y luego sus dedos largos y nerviosos se quedan quietos. En su mesa no hay nada fuera de lugar. En todo su despacho no hay nada fuera de lugar salvo yo.
-Aquí no se está tan mal –dice.
Levanto la vista. Tengo los ojos empañados; si no tengo cuidado, se me escapará un sollozo.
-En realidad, es mejor que estés aquí ahora que allí más adelante –prosigue–. Quién sabe cómo será Tierra Centauri. Quizás ni siquiera sea habitable, por más que las sondas enviadas antes de que la Fortuna despegase de Tierra Solar afirmasen lo contrario. No es una opción que nos guste plantearnos, pero es posible... -me mira a los ojos y su voz se va apagando.
-¿Y yo qué puedo hacer?
-¿Cómo dices?
-Que qué puedo hacer ahora –digo subiendo el tono de voz–. ¿Me está diciendo que tengo que quedarme de brazos cruzados y esperar a que aterrice la nave para volver a ver a mis padres? –hago una pausa–. Para entonces seré un vejestorio. ¡Seré mayor que ellos! ¡Eso no puede ser! –exclamo, y doy un puñetazo en la mesa.
Los bolígrafos se agitan en su taza; uno de ellos no queda alineado con los demás, y el médico estira el brazo para colocarlo de nuevo junto a sus compañeros. Con un rugido de frustración, agarro la taza y se la tiro al médico, que la esquiva justo a tiempo. Los bolígrafos vuelan como pájaros recién liberados y caen al suelo como aves muertas.
-¡Sus estúpidos bolígrafos no le importan a nadie! –grito mientras el médico da un salto para recogerlos del suelo–. ¡No le importan a nadie! ¿Es que no lo ve?
Se queda helado con los bolígrafos en la mano, agachado de espaldas a mí.
-Ya sé que esto te resulta difícil...
-¿Difícil? ¿Difícil? ¡No sabe cómo ha sido! ¡No tiene ni idea de cuánto tiempo he sufrido... para nada! ¡NADA!
El médico mete los bolígrafos en la taza con tanta fuerza que dos rebotan y se salen. No vuelve a colocarlos, sino que los deja sobre la mesa.
-No deberías reaccionar con tanta violencia –dice en tono tranquilo–. La vida en la nave no tiene por qué resultarte difícil. La clave es encontrar el modo de ocupar el tiempo.
Aprieto los puños y me concentro para no darle una patada a la mesa, para no arrojarle la silla en la que estoy sentado, para no tirar abajo las paredes que me rodean.
-¡Dentro de cincuenta años seré mayor que mis padres! ¿Cómo se atreve a decirme que encuentre un modo de ocupar el tiempo?
-¿Con un hobby, quizás?
Suelto un chillido y me abalanzo sobre la mesa, dispuesto a tirar al suelo todo lo que tiene encima. El médico también se pone de pie, pero en lugar de intentar detenerme, alarga un brazo hacia el botiquín que tiene detrás. Su gesto es tan calmado e inquietante que me quedo paralizado mientras abre un cajón. Después de palpar un poco, saca un pequeño envoltorio blanco; me recuerda a las toallitas que daban en el restaurante chino al que me llevó Minho en nuestra primera cita.
-Es un mediparche –explica–. Unas agujas diminutas pegadas al adhesivo te administrarán calmantes. No quiero pasarme los próximos cincuenta años medicándote para que te tranquilices –deja el envoltorio blanco en el centro de la mesa y me mira a los ojos–. Pero lo haré si es necesario.
Miro el tranquilizante: es una raya en la arena que no quiero cruzar. Vuelvo a sentarme.
¿Hobbies? Los hobbies son para viejos de noventa años que quieren perder el tiempo enredando en su garaje.
-En el instituto me gustaba la Historia –digo por fin, aunque me siento tonto por haber pensado en el instituto antes que en cualquier otra cosa.
-Aquí no tenemos instituto –antes de que pueda siquiera plantearme una vida sin ir a clase, el médico sigue hablando–. Ahora mismo, no hay. Además, en estos momentos, tu antigua vida es... en fin...
Ah, ya lo entiendo. Mi vida, mi antigua vida, ya es historia. ¿Qué sentiré al ver en un libro de Historia las cosas que viví? ¿Y si lo hojeo y reconozco a alguien? ¿Y si me reconozco a mí mismo, mirándome desde las páginas de un libro de Historia más viejo que yo?
-Estaba en el equipo de carrera a campo través –digo.
El médico me mira sin entender, y caigo en la cuenta de que la expresión "a través" no tiene sentido en una nave donde no hay ningún campo que atravesar.
-Corría. Es un deporte que consiste en correr.
-Puedes correr adonde quieras, faltaría más –responde el médico sin acabar de creérselo–. Pero... -añade recorriéndome con la mirada–, la verdad, no creo que sea muy recomendable. Vas a llamar la atención a bordo de esta nave. No puedo responder de tu seguridad si abandonas el hospital.
Se me hace un nudo en el estómago. ¿Qué clase de gente viaja en esta nave? ¿Y qué ha querido decir con eso de mi seguridad? ¿Piensa que van a atacarme?
Sin embargo, él parece ajeno a mi inquietud.
-¿A qué otras actividades podrías dedicarte? –insiste.
-Siempre ayudaba a hacer los anuarios del instituto. Me gusta la fotografía –digo un poco ausente, mientras pienso en cómo me tratarán cuando salga de aquí.
-Hum –refunfuña el médico–. Ahora mismo la fotografía no está permitida a bordo, salvo para usos científicos.
Aunque estoy decidido a mostrarle que puedo estar tranquilo sin que me obligue a tomar calmantes, no puedo evitar un respingo.
-¿Está de broma? ¿Cómo van a prohibir la fotografía?
-¿Qué otras actividades te gustan? –pregunta sin prestarme atención.
-No sé –digo levantando las manos–. ¿Qué hacen aquí los adolescentes? ¿Competiciones deportivas? ¿Fiestas?
-No tenemos competiciones, ni fiestas, ni nada por el estilo –responde el médico lentamente, volviendo a colocar los dos lápices descarriados en la taza–. La razón es que no hay niños a bordo de la nave. Al menos, actualmente.
-¿Cómo? –pregunto inclinándome hacia delante, como si así fuese a entender mejor lo que acababa de decir.
La puerta que hay a mi espalda se abre y el médico se levanta para saludar. Yo me quedo sentado. El recién llegado es un hombre viejo que entra en el despacho con tanta seguridad como si le perteneciese, a pesar de que cojea un poco al caminar.
-Este es Newt –el médico dice mi nombre como si no estuviese seguro de pronunciarlo bien, aunque solo tiene cuatro insignificantes letras.
-Evidentemente –responde el anciano. Se queda plantado y me observa con aire despectivo–. Dime que sabes de la Fortuna.
-¿Ese es el nombre de la nave?
Asiente con impaciencia. Se me hace raro que la nave tenga un nombre tan positivo: este despacho tan ordenado, con olor a desinfectante y a algo avinagrado, no hace que me sienta especialmente afortunado.
-Antes de que me congelasen, la llamaban Nave Proyecto Arca. Lo único que sé de ella es que me embargué a bordo. Nos dirigimos a un planeta del sistema Centauri que la NASA descubrió unos años antes de nacer yo. Es una nave generacional: todos habéis nacido en la nave, y la mantendréis en funcionamiento hasta que lleguemos y mis padres y el resto de los integrantes de la misión puedan terraformar el nuevo planeta.
El hombre asiente con la cabeza.
-No necesitas saber más de la Fortuna –dice–. Aunque también deberías saber que yo soy Eldest.
¿Y a mí qué me cuentas?, digo para mis adentros.
Él interpreta mi silencio como una invitación a seguir hablando.
-Esta nave no necesita pilotos: su trayectoria se decidió hace mucho tiempo, y la nave se diseñó de forma que avanzara sin intervención humana –el viejo deja escapar un suspiro–. Pero aunque la nave no necesite que la guíen, sus tripulantes sí que lo necesitan. Yo soy el Eldest de esta nave. Su líder.
El viejo agarra un pisapapeles redondo que hay en la mesa del médico y lo contempla como si tuviese el mundo en sus manos. Caigo en la cuenta de que, para él, el mundo es la nave.
-Vale –respondo con aire indiferente.
-Y como tal, todos siguen mis normas.
-Bien.
-Incluido tú.
-Estupendo.
Eldest me fulmina con la mirada y estampa el pisapapeles sobre la mesa, en un sitio distinto al que ocupaba antes. El médico agita las manos como si quisiera devolverlo al lugar que le corresponde, pero se controla.
-No puedo permitir –prosigue Eldest– que ninguna alteración afecte a la vida de los habitantes de la nave. Y tú eres una alteración.
-¿Yo?
-Tú. No te pareces a nosotros, no hablas como nosotros, y no eres uno de nosotros.
-¡Yo no soy ningún bicho raro!
-En esta nave, sí. Para empezar –continúa, antes de darme tiempo a protestar de nuevo–, está el tema de tu apariencia física.
-¿Cómo?
-Aquí somos monoétnicos –explica el médico inclinándose hacia mí–. Todos compartimos los mismos rasgos físicos: color de piel, pelo y ojos. Dado que en la nave no entra sangre nueva, nuestros rasgos han acabado por confluir.
Recuerdo entonces mi cabello rubio y mi piel casi tan blanca como la nieve. No se parecen en nada a la piel tostada y al pelo canoso, que un día fue castaño, del médico. Eldest tiene el pelo prácticamente blanco, pero también se nota que fue moreno, a juego con su piel y sus ojos.
-No solo eres muy pálido y tienes el pelo raro –añade Eldest–; además, eres anormalmente joven.
-¡Tengo diecisiete años!
-Es cierto –dice el médico muy despacio, como si a él también le repugnase mi edad–. Pero es que aquí regulamos el apareamiento –intenta hablar amablemente y con tranquilidad, pero está nervioso y no deja de mirar a Eldest.
-¿El apareamiento? –pregunto, incrédulo. ¿Es que aquí hay normas para todo?
-Tenemos que evitar la endogamia.
-Ah...
-Y el control se mantiene más fácilmente con generaciones uniformes –prosigue Eldest sin mirarme–. La generación más joven, a la que pertenecen casi todos los internos de este pabellón, está en la veintena, en plena cúspide de su época reproductora. La generación de Doc, que es la anterior, nació hace unos cuarenta años.
Todo me da vueltas.
-¿Me está diciendo que en la nave hay dos generaciones y que todo el mundo tiene o veinte años o cuarenta?
El anciano asiente con la cabeza.
-Hay alguna variación; algunos niños nacen un poco antes o después, y ciertas familias tienen varios hijos. Aún nos estamos recuperando de la pérdida de la población que experimentamos cuando la epidemia hizo estragos, hace ya varias generaciones.
-¿Una epidemia?
-Una epidemia devastadora –recalca el médico–. Mató a más de tres cuartas partes de la población de la nave; aún no nos hemos recuperado del todo.
Pienso en el último año que pasé en la Tierra. Mi padre me llevó al observatorio de Utah para celebrar la finalización del Proyecto Arca. Habían construido la mayor parte de la nave en el espacio, usando varios centenares de transbordadores para llevar operarios y materiales hasta el lugar de construcción, en órbita alrededor de la Tierra. Era el mayor proyecto espacial de la historia.
Pero visto por el telescopio, para mí no era más que un manchurrón redondo y brillante.
Hace veinticinco años, tardaron más de una década en completar la Estación Espacial Internacional, y eso que medía solo unos noventa metros. Ahora tenemos una nave más larga que la isla de Iwo Jima, y han tardado menos de cuatro años en construirla, me dijo mi padre lleno de orgullo.
En aquel momento, no me gustó que asociara la nave en la que íbamos a pasar tres siglos con una isla conocida por ser el escenario de una batalla sangrienta de una guerra sangrienta.
Pero ahora que veo a estos dos hombres que se han pasado toda la vida en la nave y que han sobrevivido a una epidemia que casi diezmó a la población, la comparación me parece de lo más acertada.
-Como íbamos diciendo –prosigue el médico–, casi todos los que viajan a bordo están en la veintena o en la cuarentena.
-Usted tiene mucho más de cuarenta años –digo mirando al anciano.
Mi afirmación suena más hiriente de lo que pretendía y el anciano me clava una mirada extraña, no sé si calculadora o asqueada.
-Tengo cincuenta y seis –reprimo una exclamación de incredulidad; aparenta muchos más–. Soy el Eldest de la nave. Soy la persona más anciana y quien tiene derecho a gobernar. Entre cada generación y la siguiente, nace un Thomas que, con el tiempo, se convierte en Eldest y lidera a los que son más jóvenes que él.
-Entonces, ¿en la nave no hay nadie con más de cincuenta y seis años? –pregunto.
-Aún viven algunos que rondan los sesenta, pero no durarán demasiado.
-¿Por qué no?
-Los viejos mueren. Es algo natural.
A mí no me parece tan normal. Vale, con sesenta años ya no se es joven... Pero la gente no se muere automáticamente en cuanto llega a cierta edad. Hay muchas personas que sobrepasaron los sesenta años; mi bisabuela, por ejemplo, murió con noventa y cuatro.
-¿Y ese chico?
-¿Qué chico?
-Se refiere a Thomas –explica el médico.
Eldest suelta un gruñido.
-Verás, Newt –dice el médico–, Thomas nació entre dos generaciones. Tiene dieciséis años. Cuando comience la época de la reproducción y la generación joven se aparee, los niños que engendren formarán la generación a la que gobernará Thomas cuando Eldest pase a las estrellas. El chico al que has conocido es el próximo Eldest.
-¿Y dónde está el otro? –pregunto.
-¿El otro qué? –el médico sopesa el pisapapeles redondo y lo deja cuidadosamente donde estaba antes de que Eldest lo cogiese.
-El otro Thomas. Está usted –le digo a Eldest–, que gobierna a la generación del médico, y el chico al que conocí gobernará a la nueva generación. Pero ¿qué pasa con los que tienen veintitantos años? ¿Quién los gobierna a ellos?
El médico y Eldest se miran.
-Ese Thomas murió –dice Eldest con expresión sombría.
Miro al médico: está abatido, y sus patas de gallo parecen más marcadas. Me pregunto cómo moriría aquel Thomas.
-Está claro que eres diferente –añade Eldest como si quisiera dar por zanjada la conversación–. Tanto tu aspecto como tu edad se salen de lo normal.
-¿Y...?
-No me gustan las diferencias. Las diferencias causan problemas.
El médico se remueve, nervioso, y vuelve a ordenar lo que hay sobre la mesa.
-Vaya, lo siento mucho –respondo con sarcasmo–. Pero ¿sabe qué? Yo no tenía ningún tipo de interés en estar aquí.
-Eso no importa. Lo más sencillo sería depositarte entre las estrellas.
-¡Eldest! –el médico da un paso al frente, escandalizado.
-¿Qué quiere decir? –pregunto.
-Tenemos escotillas de liberación –dice Eldest muy despacio, como si me tomase por tonto–. Se abren al exterior.
Voy asimilando poco a poco el significado de sus palabras hasta empaparme de ellas por completo.
-¿Quiere soltarme en mitad del espacio? –pregunto en voz baja, pero enseguida subo el tono–. ¡No he hecho nada malo! ¡No me desperté yo solo!
Eldest se encoge de hombros.
-Desde luego, sería la solución más fácil. Después de todo, eres innecesario.
-No podemos hacerlo –dice el médico, y en ese momento le perdono que me haya amenazado con drogarme; al menos, no quiere dejarme morir en el espacio.
-Sí, Doc –responde Eldest–. Es muy importante que entiendas, y que él también lo haga, que podríamos abandonarlo en el espacio. Podríamos –repite mirándome fijamente.
-Pero no lo haremos –replica el médico con firmeza–. Puede vivir aquí, en el pabellón. Así no se mezclará con el resto de la población. Si se queda aquí, no causará tantos problemas.
-¿Tú crees? –pregunta Eldest en tono dubitativo.
-Estoy seguro. Además, pronto comenzará la época de reproducción y eso distraerá a los demás.
Eldest mira al médico con los ojos entornados. Algo de lo que ha dicho el médico no le ha sentado nada bien, eso está claro. Abre la boca, ve que lo estoy escrutando y me fulmina con la mirada.
-Acompáñame fuera, Doc –ordena.
El médico parece nervioso. Culpable.
-Ah, no hace falta que se vayan por mí –digo arrellanándome en la silla–. Pueden decir lo que quieran aunque yo esté delante.
-¡Doc! –ladra Eldest volviéndose hacia la puerta.
El médico da un respingo y sale del despacho detrás de Eldest.
En cuanto la puerta se cierra, me levanto de un salto y pego la oreja al metal. Nada. Vuelvo a la mesa del médico, saco los bolígrafos de la taza, coloco la parte hueca contra la puerta y pego la oreja al otro lado, igual que hacían en las antiguas películas de Disney. Sigo sin oír nada.
-¡... última vez! –brama Eldest a un volumen tan alto que casi se me cae la taza. Pego la oreja a la puerta metálica para ver si capto algo más.
-No es como la última vez –susurra el médico; debe de estar más cerca de la puerta porque, aunque no habla tan alto, lo entiendo mejor. Me pregunto si se habrá acercado para dejar que yo lo oiga.
Eldest ha bajado el tono de su voz y ahora solo distingo fragmentos sueltos.
-¿... crees? La época reproductora... a punto... alguien ha vuelto a desconectar... y tú...
-Sabes que no ha podido ser él de nuevo –le interrumpe el médico, y luego murmura algo que no logro descifrar, aunque entiendo a duras penas la palabra "imposible".
-¿Y tú, qué? –pregunta Eldest; su acento hace aún más difícil entenderlo.
-¿Yo?
-Sí, tú –a través de la puerta metálica, me parece detectar algo de sorna en la voz de Eldest–. La última vez fuiste comprensivo con él, no lo niegues.
-... dículo –murmura el médico–. También podría decir que has sido tú.
Eldest vuelve a soltar un gruñido; casi parece un perro.
-¿Por qué no? –insiste el médico–. Thomas me dijo que estabas dándole lecciones sobre la discordia. ¿Y si esto no es más que un experimento de mal gusto que se te ha ocurrido para poner a prueba al chico? –dice algo más, pero la puerta de las narices no me deja oírlo bien, y a continuación añade–: ... como la última vez.
Eldest exclama algo con voz más profunda y ronca que antes. Se oye una especie de forcejeo y, antes de que me dé tiempo a apartarme, la puerta se abre. El médico tropieza conmigo y esta vez sí que se me cae la taza, que rueda por el suelo mientras los tres nos miramos.
-No pienso perder de vista esta... situación –dice Eldest con semblante serio, mirando a Doc en vez de a mí. Se alisa la camisa y se da media vuelta para salir, pero antes de hacerlo, gira la cabeza y me clava la mirada–. No salgas del hospital; aún no he decidido qué hacer contigo.
-¡No soy un prisionero! –le grito.
-En esta nave, todos lo somos –dice, y se marcha.
-No te preocupes por él –interviene el médico, estirando el brazo para darme una palmadita en el hombro. Me aparto para impedírselo–. No va a arrojarte por la escotilla.
-Ya –en realidad, no había llegado a creérmelo.
-Te he preparado una habitación con todo lo imprescindible. Te quedarás a vivir aquí, al menos de momento. ¿Tienes alguna pregunta?
¿De verdad va a fingir que no ha pasado nada? ¿Va a hacer como si no hubiera oído su discusión? Vale, de la mayor parte no me he enterado, pero he oído lo suficiente.
-¿Qué pasó la última vez? –pregunto.
-¿A qué te refieres? –responde el médico sentándose tras la mesa. Señala la silla que hay a mi lado y me dejo caer sobre ella.
-Por favor...
El médico empieza a ordenar compulsivamente los lápices que he tirado sobre la mesa. Parece estar fatal de la cabeza, aunque me pregunto si en el fondo no estará representando un papel. Conmigo es tan inexpresivo como con Eldest. No creo que yo le caiga bien, y sin embargo me ha defendido cuando Eldest ha amenazado con arrojarme por la escotilla. Y en cuanto a su actitud hacia él... Al principio me ha parecido que lo respetaba, que lo temía incluso, pero luego me dio la impresión de que se acercaba a la puerta mientras yo trataba de oír lo que decían. ¿Lo haría a propósito? Y ahora, ¿está guiándome sutilmente para que yo le haga preguntas adecuadas, o me estoy engañando a mí mismo?
-En la última época de reproducción tuvimos algunos problemas –explica–. Pero eso no tiene nada que ver con lo tuyo.
-¿Cómo puede estar tan seguro?
-Porque el causante de aquellos problemas está muerto –responde el médico–. ¿Algo más?
Parece un poco enfadado; quizás se esté arrepintiendo de haber prometido que no me echaría de la nave. Le gusta el orden, y yo ya le he demostrado que a mí no puede ordenarme igual que como lo hace con los lápices.
-Sí –digo, incapaz de abandonar mi tono agresivo–. ¿Por qué me despertaron antes de tiempo? ¿Qué pasó?
El médico frunce el ceño.
-No estoy seguro –dice por fin–. Pero parece que alguien... te desconectó.
-¿Me desconectó?
-Las cámaras de criopreservación están conectadas a un dispositivo eléctrico muy sencillo que controla la temperatura y las constantes vitales. A ti te... desconectaron de la fuente de alimentación. La apagaron. Te desenchufaron.
-¿Quién lo hizo? –pregunto mientras me pongo en pie.
El médico acerca la mano al mediparche que tiene sobre la mesa. Vuelvo a sentarme, pero noto el corazón acelerado y me cuesta respirar. Entre la conversación que han mantenido en el pasillo y esta revelación, está claro que aquí sucede algo raro. Y a mí me ha pillado justo en medio.
-No estamos seguros. Pero lo averiguaremos –contesta, y añade en un tono tan bajo que apenas lo oigo–: Lo que es seguro es que tuvo que ser alguien con acceso a la zona.
Su mirada se queda clavada en la puerta que tengo a mi espalda; sé que está pensando en Eldest. Pero eso es una tontería, porque antes de que me descongelaran, yo no suponía ninguna molestia para el anciano. Y en cualquier caso, ¿por qué querría nadie desconectarme? ¿Para matarme? ¿Por qué a mí? Soy innecesario, como el médico ha señalado tan amablemente.
Y entonces, otra pregunta, mucho más importante, se eleva sobre todas las demás.
-¿Y qué pasa con mis padres? La persona que me desconectó, ¿podría desconectarlos también a ellos?
Recuerdo la sensación de ahogarme en el líquido criónico; recuerdo haber pensado que iba a ahogarme en esa cápsula. No quiero que mis padres sientan lo mismo. No quiero arriesgarme a perderlos para siempre si abren sus cápsulas demasiado tarde una vez se haya fundido el hielo.
-Vuelve a tu habitación y descansa. Intenta no pensar en esas cosas tan inquietantes. Puedes estar tranquilo. Tus padres, y todos los demás criopreservados, están seguros. Eldest se encargará personalmente de eso.
Entorno los ojos; dudo mucho que ese viejo vaya a mover un dedo para ayudar a nadie. Seguro que piensa que apostar unos vigilantes junto a las cámaras de criopreservación altera demasiado el orden de la nave. Con lo insensible que es, no me sorprendería demasiado que me hubiera desconectado él solo para comprobar si así podría matarme.
Pero aquí no puedo pensar. No sé qué hacer. Aunque no quiero descansar, necesito estar a solas para pensar con claridad, así que decido obedecer al médico.
Delante de mi puerta encuentro unas flores aplastadas. Me agacho y las recojo: me recuerdan a los lirios atigrados, pero son más grandes y luminosas que cualquier lirio que recuerdo de la Tierra. Aunque están hechas polvo, me tienta la idea de meterlas en un vaso de agua, porque son bonitas y tienen un olor agradable. Al final, decido dejar las flores destrozadas en el pasillo. Me recuerdan demasiado a mí mismo.
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Godspeed: Despierta|Newtmas
FanfictionGodspeed|Fortuna "Eres la pieza de un puzle. Pero puedes decidir no encajar en él." Imagina tener que elegir entre vivir sin tus padres o abandonar toda tu vida en la Tierra para seguirlos. Tratar de encontrarte a ti mismo u ocupar un papel diseñado...