[21] Newt

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Newt.

Las paredes se me caen encima. Sin darme cuenta me he puesto a andar de un lado para el otro, pero esta habitación es demasiado pequeña para mí. La ventana parece resistente y, por más que lo intento, no logro abrirla. Empiezo a estirar los músculos de la pantorrilla sin darme cuenta de lo que estoy haciendo. Mi cuerpo ha decidido por mí: necesito correr. ¡Lo necesito! Siempre he sido un Corredor.
No bromeaba cuando le dije al médico que me gustaba correr. El primer año de instituto me apunté al equipo de atletismo a campo través, pero lo que de verdad quería era participar en maratones. Minho se reía de mí; no entendía por qué quería correr existiendo las consolas y la televisión. Lo más parecido al ejercicio que hacía él eran los juegos de realidad virtual.
Sonrío, pero mis comisuras vuelven a curvarse hacia abajo al segundo siguiente.
No puedo permitirme pensar en Minho.
Necesito correr. Solo eso.
La ropa que llevo es incomodísima para hacer deporte: unos pantalones anchos, una túnica aún más ancha y unos zapatos que parecen mocasines. Sonrío. Al menos, mi madre estaría contenta. Yo siempre salía a correr con pantalones cortos ajustados y camisetas sin mangas, y ella se ponía furiosa. Ella ya sabía que era homosexual, y creía que de esta forma llamaba mucho la atención, pero yo lo hacía simplemente porque de ese modo corría mejor. Una vez reñimos por eso. La bronca fue tan gorda que mi padre tuvo que intervenir y dijo que, por él, podía correr en pelota picada, pero que hiciéramos el favor de no chillar más. Al oír semejante tontería, no pudimos evitar partirnos de la risa los tres.
Me duele pensar en eso ahora.
Allá en la Tierra, tenía no sé cuántos pares de calcetines cortos y zapatillas deportivas. Y también siempre corría escuchando música. Pero en este armario solo hay una clase de ropa: la que llevo puesta. Estiro el pie; estos mocasines no son deportivos, pero al menos parecen flexibles. Tendré que conformarme con lo que hay.
Me equivoco al girar en un par de esquinas antes de encontrar el ascensor, pero enseguida llego a una sala enorme con paredes de cristal y dos puertas pesadas también de cristal, tras las cuales se distingue el descansillo. Debe de ser una especie de sala común, porque se ven mesas y sillas desperdigadas por toda la estancia. Dentro solo hay una persona, un hombre alto con unos bíceps tan grandes como mi cabeza. Me mira de arriba abajo, y sus ojos se detienen en una parte peculiar de mi cuerpo donde, la verdad, no me apetece que mire. Creo que no importa cuán heterosexual creas que seas, una vez que aparece alguien diferente a todo lo que conoces, las cosas deben cambiar... ¿no? Cuando sus ojos permanecen en aquel sitio durante tanto tiempo, lo fulmino con la mirada hasta que el hombre se vuelve hacia la ventana, pero sé que lo hace para contemplar mi reflejo. No respiro tranquilo hasta que se cierran las puertas del ascensor.
Su mirada me recuerda la advertencia del médico de que no saliese de hospital.
No. No pienso ser un prisionero.
El ascensor tiene botones para cuatro plantas, y yo estoy en la tercera. Me obligo a recordarlo, a hacerme una idea de dónde está mi habitación. No quiero perderme y tener que preguntarle a nadie cómo volver.
La puerta del ascensor se abre y aparezco en una especie de sala de espera. Veo una enfermera corpulenta que teclea información en una pantalla fina. Mis músculos se tensan. Antes de llegar a la puerta, ya estoy corriendo al ritmo sordo que marcan las suelas de mis mocasines: pat, pat, pat.
Al respirar el aire de afuera, me detengo como si hubiera chocado contra una pared. Parece artificial, frío. Antes, en el interior del edificio, la atmósfera ligeramente viciada me pareció natural, porque era igual a la de cualquier casa con aire acondicionado de la Tierra. Pero en el exterior... Este aire nunca se ha movido en una brisa. Este aire ha sido usado y vuelto a usar durante siglos. Respiro hondo, pero no logro reconciliarme con esta sensación vaga y desagradable.
Miro a mi alrededor. Frente al hospital se extiende un jardín lleno de flores. El suelo no está hecho de mantillo natural, sino de una especie de plástico gomoso. Piso la hierba y, para calentar, salto un poco sin moverme del sitio. Por el rabillo del ojo veo el metal gris de las paredes; se curva en la parte de arriba encerrándome en una burbuja metálica.
Echo a correr en dirección a los campos verdes del fondo. Este nivel de la nave es inmenso, pero no tan ancho como para no divisar la pared del lado opuesto. Debe de tener unos tres o cuatro kilómetros de diámetro, menos que el circuito de cinco kilómetros a campo través en el que solía entrenar. Es lo bastante pequeño para hacerme sentir claustrofobia, pero lo bastante grande para hacer que me maraville de su tamaño.
A mi lado pasa una carretera serpenteante, pero no le hago caso. Corro entre hileras de maíz que me llegan a la altura de los hombros; paso junto a un campo salpicado de manchones blancos (ovejas y cabras) que procuran no acercarse a la cerca baja que lo rodea. Asusto a un grupo de pollos gordos que se me cruzan en el camino. Saltan y mueven las alas entre cacareos, pero unos segundos después, cuando vuelvo la cabeza para mirar hacia atrás, ya me han olvidado.
Una capa de sudor pegajoso me cubre los brazos y se me acumula en los pliegues de los codos y el cuello. Respiro el aire reciclado mientras imagino que estoy en un gimnasio con una decoración muy elaborada y que, cuando acabe de correr, saldré y mi madre estará esperándome en el coche, y que podríamos irnos a casa. De solo pensarlo tengo que pararme; casi me tiemblan las piernas. Respiro hondo, pero no porque esté corriendo, sino porque me echaré a llorar si no lo hago.
Están tan cerca... Y tan, tan lejos.
Arranco de nuevo. No puedo permitirme pensar en nada. Solo puedo correr.
Mis piernas suben y bajan. Me obligo a dar zancadas más largas, a mover los brazos para que todo mi cuerpo trabaje. Los músculos se tensan y me arden, pero disfruto con el dolor. Aunque el médico ha debido de hacer algo para desentumecerlos, siguen sin estar acostumbrados, y me siento mucho más torpe y pesado que antes de que me congelasen.
Giro en una curva del camino y veo a un hombre de rodillas en el suelo, inclinado sobre unas plantas. Aminoro la marcha y él levanta la vista.
-Hola –me dice.
-Eh...
Me recorre con la mirada y escruta mi piel pálida, mi pelo rubio, mis ojos muy oscuros. Su cara tarda una décima de segundo en adoptar una expresión recelosa. Entorna los ojos con suspicacia, tensa los labios y empuña la paleta de jardinero como si fuera un arma.
Asiento con la cabeza y emprendo otra vez la carrera. Al cabo de unos metros me giro: el hombre sigue mirándome, con la paleta bien agarrada.
Corre. Corre más rápido.
Cuando alcanzo ese punto en el que todo mi cuerpo se concentra únicamente en correr, mi cerebro se calla por fin y puedo olvidarme de todo lo que me ha dicho el médico, de todo lo que he perdido y que nunca más volveré a tener.
Es por ese subidón por lo que corro, por esa sensación de ser puro movimiento. Una vez traté de explicárselo a Minho, e incluso salimos a correr juntos. No lo entendió, pero vio que a mí me gustaba y eso le bastó. Volvimos andando a su casa después de haber recorrido menos de medio kilómetro. Nos limitamos a cogernos de la mano sin decir nada, y aunque la carrera había sido tan corta que ni siquiera había llegado a sudar, al mirar a Minho se me aceleró el corazón...
No pienses en eso. No pienses en nada. Corre.
Un hilillo de sudor me cae por la cara. Freno cuando los campos dan paso a la gravilla y luego a un suelo enlosado: he llegado a la ciudad que vi antes desde mi ventana. Es mucho más pequeña que cualquier ciudad de la Tierra. Una vez, mi madre dio una charla en el departamento de ingeniería biológica de la universidad de Carolina del Norte, y al acabar nos llevaron a dar una vuelta por el campus. Esta ciudad, o más bien pueblo, tiene el tamaño de la parte antigua del campus, con remolques metálicos apilados en lugar de colegios mayores y aularios. Por la pared de metal que hay tras las viviendas se eleva un tubo de plástico transparente. Lo miro con curiosidad, jadeando por la carrera, y suelto un grito ahogado al ver una figura humana que sube disparada por su interior. Un segundo después aparece otra. Son personas... ¡Personas! El tubo las aspira y las lleva a otro nivel de la nave, igual que los tubos que aspiran el dinero en las cajas de los supermercados. Debe ser como volar; desde luego, mucho mejor que ir en ascensor. Miro el tubo boquiabierto, tan asombrado que no me doy cuenta de que tengo cerca otras personas hasta que las oigo susurrar.
De mirar a la gente que sube en el tubo, paso a mirar a la gente que empieza a congregarse a mi alrededor. Son diez o doce. Observo la calle bordeada de remolques: en ella debe de haber unas doscientas personas. Son muchos y yo soy solo uno.
Parecen algo mayores que yo; deben de pertenecer a la generación de los veintitantos. Tienen la piel bronceada, el pelo castaño y los ojos cafés verdosos, y todos me miran fijamente. Me llevo la mano al cabello sudoroso, rubio y lleno de vida bajo este sol de mentira. Mi piel brilla de tan pálida que es. Soy diferente a ellos en todo: más bajo, más joven, más pálido, más colorido. Soy de otro planeta.
Me observan con recelo, casi con miedo, pero son muchos. Me gustaría hablarles, pero su expresión no es nada amistosa: están inmóviles, mudos.
Un miedo intenso y primitivo me encoge el corazón.
-Hola –balbuceo.
-¿Qué eres? –pregunta uno de ellos, un hombre.
No ha dicho "quien", sino "qué". ¡Qué!
-Soy... soy Newt. Ahora vivo... eh... aquí. Bueno, aquí no. En el hospital –señalo el edificio blanco que se eleva a lo lejos, pero no me siento cómodo dándoles la espalda.
-¿Qué te pasa? –pregunta el hombre, y unos cuantos asienten con la cabeza para animarle a preguntar lo que todos están pensando.
Por debajo del sudor frío, se me pone la carne de gallina. Los miro fijamente, y ellos a mí. Nunca me he sentido más diferente, más raro y más solo que ahora. Me muerdo el labio. Esta gente no se parece en nada a Thomas; él también escrutaba mi piel y mi pelo, pero en sus ojos no había miedo. No me miraba como a una atracción de feria. Con cada segundo que transcurre, más me doy cuenta de que lo extraño.
-¿Qué sucede? –pregunta una áspera voz femenina, sacándome de mis pensamientos, y veo que una mujer se acerca a nosotros desde los campos.
La recién llegada recorre el grupo con la vista y se detiene en mí. Es mayor que cualquiera de los presentes, mayor incluso que el médico del hospital, pero en su mirada hay un brillo del que carecen todas las demás. Al caminar balancea una cesta llena de cabezas de brécol tan grandes como melones. Se detiene a un metro de mí y fulmina a los demás con la mirada. Luego me examina lentamente de la cabeza a los pies y se dirige al hombre que me ha hablado.
-Muy bien –dice con una voz suave que arrastra las palabras–. Aquí no hay nada que ver. Vamos, volved a lo que estabais haciendo.
Y le hacen caso.
Sin protestas ni discusiones, se limitan a aceptar lo que ha dicho la mujer y se van todos. Ni siquiera hablan entre sí al marcharse. Simplemente, se dan media vuelta y se alejan.
-Ajá –murmura la anciana girándose hacia mí–. ¿He oído bien? ¿Estás viviendo en el hospital?
Asiento con la cabeza.
-Sí. Bueno, yo... -me quedo atascado: este mundo está loco. Hace un rato, un hombre estuvo a punto de atacarme con una paleta. Ahora, una viejecita es capaz de dispersar a un grupo de personas que parecían dispuestas a lincharme con horcas y rastrillos.
La mujer levanta la mano para hacerme callar.
-Me llamo Steela –dice–. No sé quién eres ni de dónde has salido, pero sospecho que esto es cosa de Eldest. Casi todas las cosas raras que pasan aquí empiezan en el nivel de mando.
La miro con sorpresa. ¿No se llevará bien con Eldest?
-Yo no quiero verme envuelta en nada de eso –prosigue–. Acabé harta de los experimentos de Eldest durante la temporada que pasé en el pabellón. Antes de eso, trabajé de ingeniera agrónoma durante tres décadas –en la voz de Steela aparece una nota de orgullo. Se calla y me escruta–. No pareces tonto.
-¿Cómo... cómo dice?
-Pareces raro –dice sin rodeos, y tiemblo al oírlo–. Quizás te vaya bien en el hospital; en el pabellón están acostumbrados a la gente rara. Pero ten cuidado aquí afuera. Los alimentadores no saben reaccionar ante las cosas que no conocen.
-Pero usted les ha dicho que se fueran y la han obedecido.
Steela se cambia de brazo la cesta.
-Yo soy una de ellos y tú no –responde.
-¿Y...?
Steela mira hacia el lugar donde se detuvo antes el grupo.
-Tienes que entenderlo. Los alimentadores son gente muy simple; si les complicas la vida, se desharán de ti para librarse del problema. ¿Por qué crees que separan a cualquier persona con una pizca de creatividad y la encierran en un edificio en la otra punta de la nave?
Mi primera reacción es protestar, pero entonces me acuerdo del hombre que he visto en los campos y de cómo agarraba la paleta con la parte afilada hacia mí.
-Será mejor que vuelvas por donde has venido –remacha Steela sin mirarme mientras echa a andar hacia la ciudad. Camina con brío y enseguida alcanza al hombre que me habló antes. Cuando lo adelanta, él se gira, me mira a los ojos y echa a andar hacia mí.
Retrocedo tres pasos, doy media vuelta y me alejo más rápido de lo que he corrido jamás. No me dosifico como antes, no mido mi respiración ni cuento las zancadas que doy. Corro como si un monstruo me persiguiese, como si estuviese a punto de alcanzarme. Piso la hierba alta de los campos y las briznas me cortan los tobillos como filos de papel. Rompo tallos de maíz al cruzar el campo.
Corro, corro, corro.
Dejo atrás el hospital, atravieso el jardín, rodeo un estanque. Hasta llegar a la pared de metal.
Me detengo y respiro lo más hondo que puedo, con el corazón retumbándome en los oídos. Estiro un brazo y toco la pared. Aprieto el puño, pero enseguida lo dejo caer sin fuerza.
Y entonces comprendo la verdad más importante de esta nave: por mucho que corra, no puedo escapar de ella.

*Debe ser muy perturbador para Newt conocer a la gente que vive en la Fortuna... ¡Son unos locos, enfermos, maniáticos! No sé... Son raros.

Godspeed: Despierta|NewtmasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora