Capítulo 17

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Pov: Brandon Loughty

Los rayos del sol golpeaban mis zapatos negros mientras estaba sentado afuera de la habitación de Beth. Mis manos aún temblaban después del terror que había sentido al tenerla en mis brazos en tan mal estado. Se había puesto pálida, tanto como una hoja de papel y en sus labios se amontonaron ampollas que parecían querer echar raíces por todo su cuerpo. La miré frágil y supe entonces que la había tenido tan descuidada que no quedaba nada más que cuidarle para regresarle esa luz que le había quitado.

Creí que a mitad de ese salon quedaria viudo y me vi vestido de negro sepultandola.

Por suerte uno de los invitados a la fiesta resultó ser médico y pudo ayudarle antes de que su estado empeorara. Y yo, que de paciente no tengo nada, me quedé como una estatua afuera de su habitación mirando amanecer siendo consciente de que todo colgaba de un hilo. No pude hacer más que rezarle a Dios implorando que la cuidara y no se la llevara aún, porque si bien mi trato no había sido bueno al principio, mis ganas de arreglar las cosas eran puras.

Me sobresalté cuando la puerta detrás de mí se abrió dejando ver al médico que se acomodaba el uniforme con unas ojeras oscuras como las mías y unos ojos que gritaban necesitar dos tazas de café bien cargado.

—¿Cómo está?—pregunté aún con el temblor en mis manos. La voz me sonó desesperada.

El hombre suspiró y se limpió la frente mostrando su cansancio.

—Ya despertó, milord. Ella y el bebé estarán bien, no fue tan grave como esperabamos.

Me congelé.

Ahí de pie a mitad del pasillo con el alma en una mano y el corazón en la otra, supe que al morir me iría al infierno, y no sería solo.

—¿Bebé?—Tenía la mandíbula desencajada.

El doctor asintió.

—Si, milord. La señora debe tener un mes o quizás menos, los cuidados son necesarios en esta situación, y más tomando en cuenta lo ocurrido anoche. Debe pensar que...

No le contesté.

Mi mente se fue pensando cómo mi esposa estaba embarazada si ella y yo teníamos meses sin compartir la cama.

Apreté las manos con rabia.

Sentía el cuerpo hervir con coraje.

Que me perdonara Dios por lo que estaba a punto de hacer.

Mandé al carajo al médico y entré en la habitación. Beth estaba sentada en la cama y frente a ella una doncella le aplicaba ungüento en el contorno de la boca, donde se le había llenado de erupciones.

—Déjennos solos—ordené. Mi voz sonó más dura de lo que pensé. Estaba hirviendo en coraje. Cada centímetro de mi piel tenía el potencial de quemar a quien tuviera el atrevimiento de acercarse.

Las mujeres tomaron sus cosas, hicieron una reverencia y se marcharon.

Beth tenía la mirada seria, parecía una niña pequeña con dolor de estómago. Jamás la había visto vulnerable y sabía que ella jamás permitiría que la viera con la guardia baja, pero suponía que debía haberse sentido tan mal que el hecho de estar sentada era su manera de indicar que era fuerte y aún seguía aquí.

Y no esperaba menos de ella.

Era la mujer más fuerte que conocía.

Apreté los puños aún más. Sentía que las uñas se me enterraban en las palmas de las manos haciendo herida.

—¿Cómo te sientes?—pregunté relajando un poco la mandíbula.

Ella alzó la vista y me miró. Se veía relajada como si en mí hubiera encontrado un lugar seguro, y eso me dio pena.

Prohibido ser tuyaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora