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- ¿Planeas decírselo a tus padres? - se aferró al timón del auto con las manos temblorosas, limpié las lágrimas que humedecían mis mejillas y lo miré en un silencio desesperante. Estaba aterrada - ¡Maldita sea, Abigail, habla! - golpeó el volante - ... solo di algo.

- Si se los digo que matarán o peor, querrán que me deshaga de él. - presione mi vientre - Por favor, Ale, no puedes permitir que eso suceda.

- ... ¿sería tan malo? Podemos fingir que esto jamás sucedió, no contarle a nuestros padres y tener más hijos en un futuro, cuando nos casemos - tomó mi mano y la acarició con las yemas de sus dedos, sus ojos se ensañaron en los míos -. Sabes que todos nos juzgarán si decidimos quedarnos con esa cosa, es producto del pecado, linda.

Una bocanada de aire helado entró por mi ventana, separando las puertas y haciendo un gran escándalo al chocar contra la pared. Me senté sobre el colchón de la cama que chillaba con cada movimiento y pasé mis manos por mi rostro, el corazón me latía rápido por el susto y tenía el cabello hecho un enjambre de tanto dar vueltas en la cama toda la noche. Odiaba dormir y también no poder hacerlo, en cuanto cerraba los ojos las pesadillas del pasado me atormentaban, en casa podía ocuparme en otras cosas, pero en el convento tenía órdenes de no salir de mi alcoba pasadas las nueve. Debía hallar otra manera de encontrar paz durante las largas noches.

Me apresuré a cerrar la ventana de nuevo, con esfuerzo logré emparejar las puertas y colocar el trozo de madera que impedía que se abrieran; había llovido toda la madrugada pero incluso después de horas la tormenta seguía en su máximo esplendor. La niebla cubría los bosques y la brisa fría se sentía impactando en cada parte de mi cuerpo.

- Abigail - Marianne abrió mi puerta sin previo aviso, la miré por encima de mi hombro aún arrodillada en la cama de frente a la ventana - ¿Qué haces, niña? Deberías estar aseada y vestida. - se acercó a mi, me ayudó a ponerme en pie y me señaló con su dedo índice - Si no quieres tener problemas con la madre superiora debes ser puntual, de lo contrario tendrá sus ojos puestos sobre ti todo el tiempo y no podrás ni siquiera respirar sin que se dé cuenta. ¿Lo entiendes?

Asentí. La hermana colocó los ojos en blanco, debía hartarle no recibir una respuesta de mi parte. Me empujó hacia un costado indicándome ir al cuarto de baño mientras ella tendía mi cama, seguí sus órdenes y separé la cortina de la puerta del baño, me quité el camisón de lino blanco y entré a la ducha casi de inmediato. El convento no era ostentoso, debía sobrevivir con un jabón de olor neutro y un paste áspero para frotarme la piel, ser novicia conllevaba olvidarme de la vanidad y todo aquello que me impidiera centrarme en lo único que debería importarme: Dios.

- La tormenta no ha parado desde la noche, espero que no sea impedimento para que las personas vengan al comedor - me acercó una toalla blanca, cerré la llave de la ducha y enrollé mi cuerpo en ella -. Todos los días debes levantarte a las cuatro a.m, estar en la cocina a las cinco para comenzar a preparar el desayuno y a las siete en el comedor para servirlo. De 10 a 11 tenemos misa, solo nosotras. Apresúrate. - oí la puerta de la habitación cerrarse.

Marianne debía ser un ángel enviado a mi, un regalo de Dios o mi guardiana, su actitud maternal me hacía sentir segura, querida y protegida, era la única en todo el convento que siempre quiso escucharme en mis momentos de silencio. La hermana Marianne se sentía como los rayos del sol en pleno amanecer, esa sensación que viene cuando al apenas despertar la calidad acaricia el rostro y la mente está vacía; libre de preocupaciones, de angustia, solo de ese momento, justo ahí. Ella era así, pura en paz.

Le eché un vistazo al ultrasonido debajo de mi almohada, lo acaricié suavemente y volví a dejarlo en su lugar. Abandone mi alcoba aún acomodándome el velo y corrí a toda prisa hacia la cocina, baje los escalones sin fijarme y me integré con rapidez con las demás. La hermana Agnes, la más arrugada y anciana de las 13 monjas, se hizo a un lado para brindarme espacio junto a ella para armar bolitas de masa con mis manos, así podríamos meterlas al horno en los moldes bien engrasados y cocinar el pan para el desayuno. La abadesa entró a la cocina con un rosario entre las manos, todas dejamos lo que hacíamos para desearle buenos días y luego continuar. Ella rodeó el mesón para supervisar nuestro desempeño y asegurarse que todo se llevara a cabo de la manera que ella deseaba.

Ruega por los pecadores.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora