Capítulo 10

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—¡Claudia!

Esa pronunciación tan marcada solo puede venir de una persona. Me vuelvo hacia Davide, que se acerca a mí con una gran sonrisa. Antes de que pueda preguntarle qué pasa, extiende una carta hacia mí.

—Carta per te —informa

Reconozco el cordoncito con el que la han cerrado. Mi hermano. Le doy las gracias, a lo que él asiente con la cabeza y vuelve rápidamente a su trabajo.

Quizá no sea el mejor día de la historia para leer una carta de Rubén. Después de la conversación de anoche con Blanca y Miki, no me he despertado de muy buen humor. De hecho, al mirarme al espejo he tenido la muy desagradable sensación de haber dormido muy poquito. Y no, he dormido genial, pero supongo que el mal humor provoca ojeras.

La reflexión del día.

A parte de un grupo de treintañeros borrachos en mi turno de playa, el día se pasa sin demasiados dolores de cabeza. Estos me hacen algún que otro comentario, pero, cuando les echo una miradita de advertencia por encima de las gafas de sol, me dejan tranquila. Con los brazos cruzados, espero a que terminen para poder esconder todos los materiales que han usado.

No he visto a Stef en toda la mañana, pero supongo que no me quedará más remedio que hacerlo en cuanto empiece a entrar cosas en la caseta. Después de todo, sus clases de surf ya deben haber terminado. Considero la posibilidad de demorarme a propósito y evitarlo, pero no me parece muy profesional.

Me froto el brazo, frustrada, y dejo de hacerlo al notar el latigazo de dolor. Puede que la piel ya no esté tan roja como ayer, pero duele el doble y jode el triple.

Al final, los treintañeros se marchan y me pongo a recoger las cosas que han dejado por medio de la playa. Tardo menos de lo planeado y, tal y como había sospechado, me encuentro a Stef dentro de la caseta.

Hoy no está limando las tablas —que ya están perfectamente colocadas—, sino que escribe algo en su libreta. Al oírme llegar, me echa un vistazo rápido.

—Hola —murmura.

—Hola —murmuro yo.

Noto que me echa otra ojeada, pero no dice nada más. Como siempre, la conversación depende del esfuerzo que haga yo. Y hoy, precisamente, no me apetece esforzarme demasiado.

Supongo que debe intuir que algún engranaje no funciona, pero no dice nada. Al final, salgo de la caseta sin entablar ninguna conversación.

Los maduros.

Para cuando llego a las cabañas de voluntarios, los demás ya están empezando a prepararse para la fiesta de esta noche. Algunos, ya vestidos, van corriendo a la playa con sus toallas y bolsas llenas de bebidas. Otros tienen pelotas para jugar. Otros, simplemente, se dedican a ir al chiringuito a ver si Fabrizio les da comida gratis.

De Blanca y Miki no hay rastro, pero Yara está sentada en las escaleras de mi cabaña. Por su aspecto, parece que está aburridísima. Se le ilumina la expresión nada más verme.

—¿Qué tal, Yara? —pregunto, aunque no habla mi idioma y no puede responderme—. Déjame adivinar: siempre eres la primera en terminar de arreglarse y te toca esperar.

Yara —que sigue sin entenderme— se encoge de hombros y empieza a soltarme un discurso en su idioma. Intento hacer como que me entero de algo, pero se va haciendo complicado a medida que sigue hablando. Espero que no esté contando nada triste, porque yo no he borrado mi sonrisa educada.

Cartas de veranoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora