Capítulo 18

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18


—¿Alguna vez has pensado en qué raza de perro serías?

Hay unos instantes de silencio. Contemplo a Stef, esperando una respuesta. Él sigue con la mirada clavada en la carretera. Debería sonreír porque soy la persona más entretenida del mundo, pero sigue con su cara de moai de siempre.

—¿Qué? —pregunta al final.

—¿Alguna vez has pens...?

—He entendido la pregunta, lo que me cuestionaba es tu cordura.

—Ya, ya. Pero ¿cuál serías?

—No lo sé.

—Oh, venga, inténtalo.

Stef suspira y se ajusta mis gafas de sol. No ha dicho mucha cosa desde que hemos salido de la joyería, así que quería darle un poco de conversación. Después de todo, Bruno se ha quedado dormido en el asiento trasero.

—Si quieres —insisto—, te digo el que creo que serías.

—¿Por qué siento que esto va a ser ofensivo?

—Eres un dóberman.

Stef lo considera unos instantes. Luego, me echa una miradita juzgadora por encima de mis gafas.

—Pensé que sería peor —admite.

—¿Por qué iba a decirte algo ofensivo?

—Porque no haces otra cosa.

—Con los demás, amore. Tú eres especial.

—Qué alegría.

—Era tu oportunidad perfecta para decir algo romántico, pero vale.

—Tú serías un corgi.

Tardo unos instantes en relacionar qué raza es. Casi desearía no hacerlo.

—¡No soy un corgi! —exclamo, ofendida.

—Sí que lo eres. Hiperactivos, patas cortas, cotillas...

—¡No soy... nada de todo eso! Se suponía que tenías que decir algo guay, como un dálmata o un pastor alemán.

—Se suponía que tenía que ser honesto, corgi.

Quiero seguir discutiendo, pero, por su media sonrisita, deduzco que esto no va a mejorar demasiado. Con los brazos cruzados, vuelvo a dejarme caer en el asiento y contemplo el paisaje. Deben quedar diez minutos de trayecto y no me apetece pasarlos en completo silencio. Cómo odio los silencios. Quizá debería sacar un tema que le moleste y dejar que explote solo.

Sin embargo, al contemplar la bolsa de chocolate que tengo a mis pies, que también tiene la lupa, no puedo hacer otra cosa que esbozar una pequeña sonrisa. Sigue sorprendiéndome que no me haya pedido explicaciones sobre nada de lo que hemos hecho hoy; simplemente, ha accedido a todo y me ha echado una mano.

—Gracias por ayudarme —me oigo murmurar.

Stef, por una vez, no esboza una sonrisita petulante. Tampoco hace ningún comentario irónico. Siento que me dirige una mirada breve, pero no se la devuelvo. Por algún motivo, ahora mismo me da un poco de vergüenza.

—De nada, amore.

—Si terminan por echarme... —continúo, aunque no sé dónde quiero llegar—, podrías venir alguna vez a Barcelona. En mi piso hay una habitación libre. Seguro que a mi mejor amigo no le importaría.

Cartas de veranoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora