Capítulo 12

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Puñeteros niños.

En serio, otro día podría fingir que me gustan o que, por lo menos, los soporto. Hoy no. La cabeza ha estado martilleándome desde que me he levantado. El sol brillante tampoco ayuda. Me siento como un vampiro.

En estos momentos, que controlo el partido de voleibol que están jugando los siete niños turistas que tengo delante, no puedo hacer otra cosa que querer morirme. Y es que soy la viva imagen de la resaca: gorrito, gafas de sol, labios secos y mueca de hastío. Davide, al verme esta mañana, le ha pedido una pastillita efervescente a Fabrizio. Tengo un aspecto tan lamentable que le doy pena incluso a mis jefes.

Miro la hora por tercera vez consecutiva. Ah, por fin.

—¡Hora de cerrar! —anuncio, un poco más alegre de lo que debería.

Los niños no me hacen ni puñetero caso, así que me meto en el partido para coger la pelota antes de que puedan seguir jugando. Sueltan lo que supongo que serán palabrotas en sus idiomas respectivos, pero no puede darme más igual.

—Sí, oh, ¡qué pena! A molestar a vuestros padres, venga.

Veo que estamos de buen humor.

Me preocuparía de su opinión sobre el resort, pero sus padres son los que cuentan y ellos parecen bastante contentos, en el chiringuito con Fabrizio. Así que los veo marcharse y, cuando los niños me lanzan miraditas de reproche, le sonrío ampliamente.

—Yo también os adoro —aseguro con retintín—. ¡Hasta mañana, queridos niños!

Una vez a solas, me tomo mi tiempo para desarmar la red y empezar a plegarla. Se ha hecho tan rutinario que ya lo hago sin pensar. Qué raro se me hace pensar que el primer día me pareció un trabajo tan tedioso.

Ya estoy con la última parte de la red cuando noto que me vibran las tetas.

Preocupante.

Es el móvil.

Menos preocupante.

Me extraña un poco ver la videollamada entrante de mi mejor amigo. Supongo que es la mejor forma de comunicarnos mientras yo solo tenga internet y no línea para llamarle. Respondo con un suspiro.

—Hola, Arni...

Él, que está sentado en nuestro sillón de concha, parpadea varias veces.

—Joder, vaya cara.

—Tengo resaca.

—¡¡¡Uuuuuh!!! ¡Alguien se lo está pasando genial con los italianos!

Con otro suspiro, me dejo caer en la arena. También aprovecho para quitarme las gafas de sol. Ahora que el sol no es tan fuerte, no me molesta tanto.

—No hay muchos italianos —explico—. La mayoría son de otros países.

—Lástima. Tenía la esperanza de que volvieras del bracito de alguien interesante y que me enseñara italiano.

Esbozo media sonrisa un poco amarga.

Me acuerdo de lo de anoche, ¿vale? De la persecución. Del casi beso. No estoy pretendiendo que no pasó. Es que... mi autoestima se resquebraja por momentos. Me acuerdo de la expresión de Stef después de que recuperar su caja de tabaco. Lo fácil que habría sido besarnos. O besarle yo a él. Iba a hacerlo, pero se apartó. Sé que es porque iba borracha y todo eso, pero aun así... es difícil no llevarse un golpe en todo el amor propio. Nunca me habían negado un beso.

Cartas de veranoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora