Capítulo 19

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No puedo desperdiciar mi primera noche como huésped; lo primero que hago es ducharme y plantarme en la puerta de Yara. La encuentro sentada en su cama, con las piernas cruzadas y un libro de mandalas. Le gusta colorearlos.

—¿Te apetece ir a cenar gratis?

Como de costumbre, no tengo claro que me esté entendiendo. Aun así, sonríe y asiente con fervor.

—¿Nos vemos en el salón en veinte minutos?

De nuevo, asiente.

Bueno, esperemos que lo haya entendido.

La mayor ventaja de no llevar el uniforme es que puedo elegir lo que me pongo. La mayor desventaja es... bueno, esa misma. ¿Cómo voy a saber qué ponerme? ¡Ahora tengo demasiada libertad!

Al volver de la playa, me he dedicado a ordenar un poco mi nueva habitación. Cuenta con una cama doble, un armario gigante, un espejo de cuerpo entero y una cómoda con otro espejo más pequeñito. La decoración es de la misma gama de colores que el resto de la casa. Lo único que ha cambiado desde mi llegada es que ahora hay zapatos por todos lados, una maleta gigante en medio de la alfombra y el armario repleto de todo tipo de ropa. El uniforme es lo único que he metido en la cómoda. Está un poco abandonado.

Ah, y la lupa, que descansa junto al espejito. Y los chocolates gratis.

Finalmente, me decido por unos pantalones cortos y verdes, una blusa blanca y unas sandalias que son preciosas, aunque no tanto como las de la tienda. Tendré que convencer a Stef de que vuelva a acompañarme al centro. No creo que sea fácil.

Yara me espera en el salón, tal y como ha dicho. Se ha puesto unos pantalones de deporte y una blusa con transparencias. No es lo que yo me pondría para ir a cenar, pero en ella queda exactamente bien. Además, seguro que camina mejor que yo por las puñeteras piedras del caminito hacia la playa.

—¿Lista? —le pregunto alegremente.

Ella asiente y se levanta del sofá de un salto.

El chiringuito, como esta tarde, está lleno de gente. Turistas con la piel quemada, otros un poco borrachillos y otros que se pelean para que sus hijos se queden quietos en sus asientos. Decidimos ir directas a una de las últimas mesas más cercanas a la playa. Desde aquí, podemos ver a los demás voluntarios pasar el rato en la arena. Algunos nos saludan, mientras que otros se limitan a contemplarnos con sorpresa. Supongo que vernos aquí es un cambio bastante grande.

Mauro se acerca a nosotras con cara de circunstancias. Hay otros camareros en el resort, pero creo que ya tiene asumido que él es a quien le pediré absolutamente todo.

—Hola —masculla, todo felicidad—. Las cartas.

Y, tras soltarlas sobre la mesa, se marcha con los hombros tensos. Lo sigo con la mirada con media sonrisita.

—Creo que el camarero se está ganando una buena propina, Yara.

Ella no me oye porque ya está revisando el menú de arriba a abajo.

Para cuando Mauro vuelve a la mesa, llevamos un rato con los menús cerrados y haciéndole señas. Bueno, la verdad es que solo las hacía Yara, que cuando tiene hambre no conoce amigos. En cuanto Mario exótico se detiene junto a nosotras, ella empieza a señalar cosas del menú sin darle margen para decir nada.

—Son muchas cosas —observa Mauro—. ¿No será mucho para dos personas?

—No —decreto—. Apunta, Mario exótico.

Cartas de veranoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora