Capítulo 3: El héroe y la flor (Parte 2)

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El viento soplaba desde el este, agitando los collares del viejo Tom.

- ¿Qué quieres decir con que no es una planta? - preguntó Trevor intrigado - ¿Estás diciendo que es algún tipo de animal?

- No, ni siquiera lo considero un ser vivo - respondió.

- Bien, hemos terminado - interrumpió la criada - vámonos, mi señor.

- Una cosa antes de irnos - los detuvo - en la guarida de los lobos siempre se encuentran pequeñas madrigueras donde habitan las culebras; salen, envenenan y maldicen al lobo alfa y a sus descendientes.

Poco después se alejaron del hombre sin preguntar el significado o la razón detrás de sus palabras.

- Ese hombre está loco, Señor Trevor. Le sugiero no ir más allá.

Trevor se quedó en silencio.

Mientras tanto, un carruaje blanco con bordados dorados, tirado por caballos blancos, pasó a gran velocidad junto a ellos.

- ¿La Santa Hermandad? - dijo la criada al ver una insignia de dos leones en la puerta del carruaje.

- Se dirigen a la mansión.

- Parece ser así - contestó - debemos apresurarnos en regresar.

Comenzaron a correr.

- Matilda, una cosa.

- ¿Sí?

- ¿Por qué intentaste matar al hombre que nos atacó?

- ¿Por qué esa pregunta, mi Señor? - le miró de reojo.

- Solo responde.

- En primer lugar, mi intención no era matarlo, solo quería asustarlo. En segundo lugar, mi deber es protegerlo.

- Esos ojos que mostraste al intentar acabar con él no parecían reflejar la intención de proteger a alguien.

Mantuvieron el silencio hasta llegar a la mansión. Vieron el carruaje de la Santa Hermandad junto a la entrada. Al entrar, se encontraron de inmediato con un hombre de gran estatura y semblante malhumorado, que fácilmente sobrepasaba los dos metros. Vestía una armadura blanca con bordados dorados y un león dorado dibujado en el pecho. También llevaba una espada en la espalda.

Estaba escoltado por cinco hombres con armaduras y cascos blancos.

- ¿Quiénes eran esos? - preguntó Trevor.

- Son miembros de la Santa Hermandad - respondió alguien en la habitación.

Trevor y sus acompañantes entraron al comedor donde se encontraban todos los miembros de su familia. Su madre, con una melena de tono marrón oscuro que se enroscaba en rizos naturales, mostraba unos ojos marrones que destilaban melancolía y tristeza. Sus labios estaban teñidos con un tono rojo intenso y ardiente, mientras lucía un vestido granate y azul que resaltaba su presencia.

Junto a ella se encontraba Percival, de pelo oscuro y un rostro cuadrado e inexpresivo que carecía de cualquier indicio de humanidad.

Frente a ellos se situaba Elric, un contraste absoluto con un tono de piel más oscuro, pelo rubio y una cara triangular que reflejaba una risa alocada y desenfrenada.

En el centro de la mesa se hallaba el padre de los tres, Leonard Windsor, un hombre cuyas enormes orejas resaltaban, luciendo una barba desaliñada y descuidada que le otorgaba la apariencia de alguien que llevaba años sin descansar ni dormir. A su lado permanecían dos mujeres que parecían ser las madres de Elric y Percival, ya que compartían rasgos característicos con sus hijos.

- ¡Señores, nos vamos a la guerra! - gritó Leonard.

Los criados presentes no hicieron más que aplaudir ante tan decisivo anuncio.

- Percival, Elric, mis queridos e únicos hijos, espero un gran desempeño de vosotros de aquí en adelante - comenzó a reír.

- Sí, padre - contestaron al unísono.

- Por fin podré mostrar al mundo mi creación.

El mundo estaba dividido en diferentes facciones: la facción humana, gobernada por el emperador Arthur Wing; la facción de las bestias, liderada por el rey león Orz; la facción demonoide, regida por el rey demonio Draimond; la facción dragonoide, gobernada por tres dragones legendarios: el dragón perezoso Reginald, el dragón furioso Renild y el dragón de la penumbre Reser; y la última facción de elfos y hadas, la facción Fairy, que vivía oculta del exterior.

Los días transcurrieron desde esa declaración hasta que llegó el mes en el que la tercera esposa, Amelia Windsor, madre de Trevor, murió a causa de una enfermedad. Nunca se supo qué enfermedad fue o qué la causó. Pero el corazón del niño fue herido de tal manera que pasó siete noches sin dormir y comiendo migas de pan. Un dolor que la única persona que tenía a su favor se fuera de este mundo sin previo aviso.

Hasta que, en el octavo día, una criatura rechoncha, de color verde fosforescente y luminoso, del tamaño de un hámster, se encontró el niño sentado en la maceta donde se encontraba aquella flor que tanto admiraba.

- ¿Cómo estás, amo? - habló la criatura con voz aguda.






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