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86 días antes del juicio

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86 días antes del juicio.

16 de noviembre de 2011


Desde el ataque de Manuel ocurrido en el patio de la prisión, Salvador se había vuelto todavía más sobreprotector respecto a Sebastián. Eran contados los minutos en los que se separaba de él, solo lo hacía cuando un guardia mandaba llamar a uno u al otro para atender temas referentes a su proceso legal. Por más contradictorio que fuera, en sus adentros, Sebastián agradecía estar encerrado en esa prisión, y es que el que Salvador estuviese junto a él cambió en definitiva los panoramas, los sentimientos y los dilemas implícitos en el hecho de ser privado de la libertad.

A pesar de las circunstancias, Sebastián disfrutaba de poder tener a Salvador a su lado las veinticuatro horas del día y los siete días de la semana. En el pasado, la guerra los obligó a distanciarse, a tener que conformarse con los recuerdos y las añoranzas; la primera vez cuando tuvieron que abandonar las playas en las que lo que el uno sentía por el otro se avivó como una chispa en medio de un bosque, esa chispa que ocasionó el incendio que ya ninguno pretendía apagar; la segunda cuando Salvador decidió mentirle y se fue hasta el otro lado del mundo con la intención de ganar esa guerra que los hizo coincidir, esa guerra en la que aún luchaban por sobrevivir; estuvo a punto a haber una tercera ocasión, cuando Sebastián fue capturado y procesado por el asesinato de Alexander, sin embargo, Salvador honró su promesa y no permitió que las circunstancias los volviesen a separar.

El estar dentro de la prisión no cambió el hecho de estar en medio de una guerra llena de peligros, por el contrario, los intensificó. No obstante, durante las horas que tenía el privilegio de perderse en sus sueños, Sebastián no recordaba el haber podido dormir en mucho tiempo con la tranquilidad que lo hacía en la pequeña celda en la que pasaba sus noches de cautiverio. Los últimos recuerdos de calma se remontaban a las noches en las playas de Mazatlán, con el brazo de Salvador que rodeaba su abdomen y su respiración, la del hombre que convirtió en su aliado y en su amante, que chocaba contra su cuello. Ahora, sus amaneceres en la prisión eran igual a los de aquellos días en los que estuvieron muertos pero vivos, muertos pero juntos. Ambos se las habían ingeniado para caber y poder dormir acurrucados en el colchón de la pequeña litera inferior, Sebastián amaba el dormir en ese espacio reducido, el estrechar su cuerpo contra el de Salvador, el volver a sentir esa respiración contra su cuello que le confirmaba que el hombre que amaba se encontraba vivo, vivo y junto a él, vivo y honrando su promesa.

Aquel amanecer Sebastián despertó antes que los demás, pero no emitió palabra alguna ni tampoco se esforzó por moverse, en medio de la oscuridad, logró distinguir que Emiliano, que era al que en ese momento le correspondía montar la guardia, fumaba en silencio; lo vio terminarse dos cigarrillos hasta que se puso de pie para despertar a Abel con la intención de que lo sustituyera con la guardia, luego lo vio acostarse una vez más en el colchón y algunos minutos después quedarse dormido para aprovechar la última hora que quedaba antes de que el día iniciara de manera oficial en la prisión. La luz de una linterna que se encendió en la cama superior a la que dormía Emiliano dejaba claro que Abel había despertado y leía, para distraerse durante el tiempo de su guardia, una de esas novelas rusas que tanto le encantaban.

Trilogía Amor y Muerte lll: Los Hijos RedimidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora