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74 días antes del juicio

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74 días antes del juicio.

28 de noviembre de 2011


Aquel amanecer, Sebastián sintió algo extraño cuando abrió los ojos: Salvador no estaba a sus espaldas, sus cuerpos no se estrechaban con apremio, la respiración de su compañero de desgracias no chocaba contra su cuello.

Se enderezó deprisa, sobresaltado. Los primeros rayos del sol se infiltraban por los pequeños agujeros en las paredes de la prisión, las pulsaciones de Sebastián se aceleraron y el instinto de salir de la celda para buscar a Salvador lo obligó a enderezarse sobre el colchón, estuvo a punto de darse un tope en la litera de arriba ante su efusividad, sin embargo, la adrenalina ante la desesperación e incertidumbre que experimentaba, bajó de golpe como una montaña rusa cuando se encontró frente a él a sus tres compañeros de celda.

«Estas son las mañanitas que cantaba el rey David a los muchachos bonitos se las cantamos aquí. Despierta, Sebas despierta, mira que ya amaneció, ya los pajarillos cantan la luna ya se metió», cantaron los tres al unísono. Salvador le regaló una de sus características sonrisas chuecas, luego, se sacó de la bolsa del pantalón el encendedor con el que solía darle vida a los cigarrillos que se fumaba y encendió las dos velas colocadas sobre los pingüinos, unos pastelillos de chocolate que podían sacarse de las máquinas expendedoras de papas fritas y galletas.

Sebastián no pudo evitar sonreír, experimentó un sentimiento de felicidad que hace tiempo no invadía su cuerpo, terminó de ponerse de pie y abrazó a Salvador, su ramalazo de amor casi ocasionó que los pastelillos se cayesen al suelo, pero Emiliano terminó salvándolos.

—Felices veinticinco, mi fresita —le susurró Salvador al oído al tiempo que correspondía al abrazo con el mismo entusiasmo.

El apretón se prolongó durante un par de minutos hasta que fueron interrumpidos.

—Creo que tienes que soplarle a las velas y pedir un deseo antes de que se apaguen —dijo Emiliano después de carraspear.

Los compañeros de desgracias se desprendieron y Sebastián se tomó unos segundos para pensar en aquello que más anhelaba, cuando lo tuvo bien presente, cerró los ojos y sopló con fuerza; las velas se apagaron una después de la otra y los presentes dentro de la celda aplaudieron. Como forma de agradecimiento, Sebastián también abrazó a Emiliano y a Abel y estos se pronunciaron con sus felicitaciones y buenos deseos.

—Bueno, tienen que comer conmigo de estos pastelillos para celebrar. —Sebastián tomó uno y se lo dio a Emiliano, el otro se lo quedó él—. Uno para ti y para Abel, el otro para Salvador y para mí.

De un solo bocado, cada uno se comió su respectiva mitad y sonrieron, se permitieron sonreír a pesar de las circunstancias, a pesar de lo poco que podían dormir por las guardias que tenían que montar para cuidarse, a pesar de que tenían que ducharse con los otros tres a las espaldas y en menos de dos minutos, a pesar de que en el comedor tenían que ingerir los alimentos con el cuchillo bien empuñado. La guerra no solía dar treguas, así que cuando las había, por más mínimas que estas fueran, tenían que aprovecharlas y vivir esos minutos con la naturalidad que tanto anhelaban.

Trilogía Amor y Muerte lll: Los Hijos RedimidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora