Décimo Séptimo Acto

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Hola a todos, perdón por la tardanza pero me surgieron –y siguen saliendo- problemas que en su mayoría eran de salud. Pero aquí estoy –o eso intento, tengo Salmonella en estos momentos y solo Raava sabe cómo estoy escribiendo esto- y al fin, después de una razonable tardanza, les traigo el décimo séptimo acto que espero les guste.

Por favor, les pido que se pasen un momento por la sección de "Deliraciones de la Autora", pues ahí hay un anuncio importante que los lectores que poseen mi Facebook ya saben. El fin, les dejo leer.

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Horror. Eso era lo que le recorría el cuerpo en ese instante. ¿Cómo alguien podría tener los escrúpulos requeridos y la sangre tan fría como el mismo hielo de su tierra natal para poder hacer algo así y sonreír de esa forma tan cínica como esa chica lo estaba haciendo mientras sostenía victoriosa las cabezas degolladas de un alto funcionario de gobierno y su esposa? Era simplemente repugnantes, su estómago se lo hizo saber al sentir las inminentes arcadas. No podía moverse, su cuerpo estaba totalmente petrificando por la escena que estaba viendo delante de sus ojos, no sentía ya el calor del fuego que la rodeaba, el dulce tacto de su esposa sosteniendo su mano se percibía tan lejana como la brisa o el mismo viento helado, los gritos enmudecieron, las órdenes dadas desaparecieron de su mente, era incapaz de tan siquiera recordar su propio nombre. Había viajado por el mundo, vio a personas morir, matarse entre si, pero jamás, en todos sus treinta y cinco años de vida, fue testigo de un acto tan barbárico. Antes pensaba que los métodos utilizados en la guerra de los cien años eran inhumanos, pero, al parecer, estaba más que errada, su realidad se lo estaba confirmando, la mujer que tenía enfrente se lo estrujaba en la cara.

«Esto es... horrible», pensaba Asami sosteniendo la mano de Korra, era un hábito que había adquirido con el paso de los años y de sus aventuras que, a veces, se podían poner un poco feas, pero no tanto como lo que se estaba desarrollando en esos momentos. Había querido ver a Yuko muerta, enterrada bajo toneladas de tierra y que los gusanos se comieran cada parte de ella. Pero eso. Ese cartel destino que la vida le había preparado no era justo, nadie, absolutamente nadie, tenía el derecho de quitarle la vida a otra persona. Esa lección se le había quedado profundamente gradaba desde su pequeño incidente con Kuvira hacia tantos años atrás. ¿Qué demonios pasaba? ¿Quién era esa joven de apariencia tan extraña? Estaba tan metida en sus pensamientos la mecánica que, solo hasta que escuchó un pequeño gritito sonar detrás de ella, pudo regresar a la realidad y, lo que pudo observar con sus ojos verdes terminó destrozando cada pequeña y miserable fragmento de su moralidad. La extraña mujer rubia sonreía y, con lentitud, bebió de aquel líquido carmín que destilaba como si de una llave abierta se tratasen cabeza de Kazuki. Eso rozaba en lo pútrido, enfermo y desquiciado. Era un nuevo nivel de morbosidad y perversión, algo que jamás había visto y, esperaba, jamás ver de nuevo.

Todos estaban en shock y la chica de ojos dorados lo notó, eso era lo que ella quería, causar caos y confusión. Tantos años de planeación, tanto esperar había valido al fin la pena. Sus planes se encubaron por diez años y, ahora, todo se estaba dando de acuerdo a lo que ella había predicho.

— Es un gusto conocer a la Avatar Korra y a su esposa. — Habló por fin la rubia, su voz era lenta y hablaba entre suspiros.

No hubo respuesta de parte del ser que dominaba los cuatro elementos, sus ojos seguían fijos en las cabezas que aquella mujer misteriosa cargaba como si de un accesorio de moda se tratase y ésta lo notó y no pudo estar más contenta de lo que ya estaba.

— ¿Te gustan mis adornos? Son lindos, ¿verdad? Pero no es mi estilo. — Y, sin más, la mujer rubia de pelo ondulado lanzó las cabezas de Yuko y Kazuki como si fueran un envoltorio de algún caramelo. — El color chocolate me va bastante bien.

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