17. Expergere.

436 27 0
                                    


—¿Qué técnicas estás empleando para controlar la ansiedad?

Sus viejas Converse, esas que se compró en algún país europeo hace más de tres o cuatro años, repiquetean en el suelo mientras juguetea con un hilo suelto de su jersey oversize.

Es difícil contestar a esa pregunta. Es difícil porque no siente que esté haciendo nada en particular, o nada en lo que se pare a pensar para paliarla. Desde que Aitor ingresó por sobredosis en el hospital, lleva tres días envuelta en una monotonía de la que necesita escapar.

Se levanta temprano, prepara la cafetera y, mientras hace su función, se prepara en silencio en el baño. Se lava la cara con agua bien fría, se hace una coleta alta, de esas que te aprietan la sien y te hacen recordar que la llevas, y usa algo de corrector bajo los ojos para no parecer un zombie.

Tiene el tiempo tan cronometrado que siempre llega a tiempo para apagar la vitrocerámica antes de que empiece a bullir el café y se queme. Le relaja el olor que deja en toda la estancia y le gusta sentir que tiene un pequeño detalle con él al dejar su taza preparada y la cafetera recién hecha.

Después, llena su termo con más leche de avena y azúcar moreno que café. El último paso es ponerse algo de ropa cómoda, de la que normalmente utiliza para pintar. Su ropa sigue en el cuarto de su sobrina. Otro ritual estos días es dejar un beso en sus rizos desordenados y decirle algo al oído, aunque solo consiga como respuesta que ella se revuelva en la cama.

Apenas coincide con Leo por las mañanas, mucho menos con Lola. A ella no la ve en todo el día.

Esta mañana ha tenido suerte. Leo ha aparecido tras ella, la ha abrazado por detrás y le ha susurrado al oído:

—Ayer no te escuché llegar.

—No quería despertarte.

—Ya...

Se ha deshecho del gesto y Aina se ha preguntado si sabría que se encerró en el baño a llorar cuando llegó del hospital.

—Llorar —responde a la pregunta de Nuria.

—Bien, es una buena manera de controlar la tensión acumulada.

—No tengo ni tiempo para pensar en lo que estoy haciendo —le confiesa—. Me despierto temprano, voy al hospital, adelanto algo de trabajo en los ratos muertos, voy a la cafetería, vuelvo al hospital y llego a casa cuando Lola y Leo ya están dormidos. Menos mal que él se está encargando de la niña, yo...

—¿Has podido hablar con él?

—Apenas —reconoce—. Después de que... De todo lo que pasó, de todo lo que nos dijimos, volví a casa y nos sentamos a hablar más tranquilos. Entendí por qué no me lo dijo. Me contó la conversación que tuvo con Aitor cuando lo pilló, pero él no quiso escucharle. Le hice ver cómo me sentía y que, por mucho que él pensara que yo podía esperar unos días, no necesito que me meta en una burbuja. Que nos meta a los dos. Porque creo que él solo nos estaba protegiendo del caos del exterior hasta que nos sentásemos a aclarar las cosas... Y sé que yo se lo pedí, pero, joder, no es lo mismo.

—¿Lo entendió?

—Sí —sonríe. Se alegra de haber hecho caso a la razón y no al cansancio y haber ido a su cita de hoy—. Siempre nos entendemos cuando nos paramos a hablar, el problema es que a veces no escuchamos al otro... Yo, especialmente.

—Pero lo estás haciendo —apunta Nuria—. Lo estás intentando.

—Sí, eso creo.

—¿Estás enfadada con él?

Aurantiaco: El chico de cristalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora