22. Funeralis.

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El día ha amanecido gris, acompañando a los sentimientos generalizados de los habitantes de ese ático de lujo que se han despertado en el sofá después de la noche de tradición de viernes más triste de la historia.

María Jara falleció la madrugada del jueves al viernes, siete de febrero de dos mil veinticinco, a los treinta años, después de haber pasado cuatro meses y medio en coma a causa de un accidente en el que perdió al gran amor de su vida y un hijo nonato al que jamás llegaron a conocer. Dejando atrás a una hija de cinco años, un hermano y una cuñada a quienes su partida destrozó por completo.

Leo logró llegar a su casa esa misma madrugada, después de pasar una hora llorando sobre el hombro de su mejor amigo. A su llegada, se encontró a Aina y Lola todavía despiertas en su cama, la única lo suficientemente grande para acogerles a los tres. No hicieron falta palabras, el simple hecho de verle llegar, con los ojos húmedos y los hombros hundidos, les proporcionó la suficiente información.

Mamá había muerto.

María, esa cuñada metomentodo, mandona, que llevaba a su hermano de cabeza en todos los sentidos, y a la que quería como una hermana, se había ido para siempre.

Patito, esa niña que creció junto a él hasta convertirse en la mujer más especial sobre la faz de la Tierra, no llegaría nunca a pronunciar ese «te perdono por todo lo que pasó entre nosotros», que tanto necesitaba oír.

Los tres lloraron su pérdida abrazados, con Lola en medio, hasta que el agotamiento les superó. No durmieron demasiado.

El viernes fue un día horrible. Gestiones, trámites, papeleos y muchas llamadas. Organizar un funeral civil se le antojó extraño a Leo, que creció bajo el ala de una familia tan tradicional. Sin embargo, su padre parecía tan ido cuando le comunicó cómo iría todo, que ni siquiera protestó. Quién diría que incluso Rodrigo Jara tenía sentimientos.

Aina le ayudó en todo pues, muy a su pesar, tenía de su lado la experiencia de haber pasado por lo mismo hacía demasiado poco tiempo.

Lloraron. Lloraron mucho. Lo hicieron en el baño, nada más despertar. También se les escapó alguna lágrima fugaz mientras trataban de desayunar con normalidad, a pesar de tener el estómago cerrado. Lola necesitaba que el mundo no se parara a su alrededor. Necesitaba que dieran la mejor versión de ellos. Necesitaba estabilidad. Así que se esforzaron por ella. Pero lloraron cuando tuvieron que escoger unas flores, porque era muy injusto tener que decidirse por los girasoles que a ella tanto le gustaban y que ya nunca podría volver a disfrutar. Lloraron cuando se decantaron por el ataúd en el que incinerarían su cuerpo. Y lloraron cuando decidieron el tipo de ceremonia que ella escogería. Algo íntimo, discreto y sencillo.

Por eso, cuando llegaron a casa, donde Cande se había quedado al cuidado de Lola, decidieron que lo mejor que podían hacer era mantener viva esa tradición que para María significaba tanto.

La pizza se quedó fría, ninguno de los tres tenía apetito. Se apretujaron más de lo habitual en el sofá, porque la niña no quería separarse de ellos ni lo más mínimo. No le hicieron mucho caso a la película. Lloraron un poco más y, cuando Lola se durmió, sus tíos aprovecharon para entrelazar sus dedos y hacer sentir al otro que, a pesar de la dificultad y el inmenso dolor, iban a hacer frente a todo lo que estuviera por llegar, juntos. La promesa pintada en sus ojos humedecidos, sin necesidad de pronunciarlo a viva voz.

El día ha amanecido gris, sí, piensa Aina mientras termina de secarse el pelo frente al espejo del cuarto de baño de la habitación de Leo. Un sábado triste, marcado en negro en el calendario de un año que recordarán con tristeza el resto de sus vidas. Una mañana oscura para un recuerdo sombrío.

Aurantiaco: El chico de cristalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora