21. Cura ut ualeas.

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Ha tenido una pesadilla de las feas esta noche.
Esta vez no la perseguían monstruos verdes ni lobos malos, esta vez ha sido mucho peor. En el sueño, su mamá seguía acostada en esa cama del hospital, con muchos cables rodeándola. Lola ya era mayor, casi tanto como su nana, pero su mamá todavía no se había despertado. Y, por mucho que se esfuerce, mientras da vueltas a su tostada con jamón del desayuno, no logra apartar de su cabeza esa imagen de su mamá, tan quieta y tan callada, con todas esas máquinas que hacen ruido alrededor.
—¿Prefieres unas galletas de las tuyas, patito? —le pregunta su tito Leo, que ya se ha puesto el traje del trabajo y está encendiendo la cafetera. Lola niega con la cabeza. No tiene apetito—. ¿Estás malita? ¿Te duele algo?
—No tengo hambre. —Se encoge de hombros y no le da más explicaciones. No quiere hablar de su mamá con el tito. Hace tiempo que intenta no hacerlo, desde que se dio cuenta de que, cada vez que le preguntaba por ella, se ponía triste. Lola odia ver a sus tíos tristes.
—¿Estás segura de que estás bien? —insiste—. ¿Has vuelto a tener otra pesadilla esta noche, cariño?
De nuevo, se encoge de hombros. No quiere contarle la verdad, pero sus papás siempre le decían que mentir está muy mal y no quiere decirle ninguna mentira al tito Leo. Simplemente, le gustaría que dejara de preguntar.
Se sienta frente a ella en la mesa, con la taza repleta de ese café oscuro que huele tan fuerte. Le roba una de las tostadas y le da un mordisco, sin apartar de su rostro esos ojos azules que siempre parecen saberlo todo. Entrecierra un poco los párpados, con ese gesto que su mamá también hacía cuando intentaba sonsacarle algo, arrugando un poquito la nariz. Le gusta mucho jugar a encontrar esas semejanzas, porque, a pesar de lo distinto que es el tito Leo de su mamá, muchas veces hace y dice cosas muy parecidas. Ese gesto es uno de los más recurrentes.
—¿Con qué has soñado esta vez? —pregunta, de nuevo.
Lola toma aire y arruga la barbilla, en un mohín que tira por tierra todos sus argumentos de que no le pasa nada.
—Patito, puedes contármelo, solo quiero ayudarte, ¿vale?
—Es que no quiero que estés triste —reconoce.
—¿Por qué iba a estar triste?
—Porque... Pues porque he soñado con mi mamá.
—Pero eso está muy bien...
—Pues no —zanja—. Porque yo ya era muy mayor, pero ella todavía seguía dormida.
Y ahí está de nuevo esa tristeza profunda reflejada en los rasgos de su tío. Lo odia, odia verle así de triste. Por eso no quería contarle nada del sueño.
—Lola, tu madre... —Una tos de las suyas le interrumpe y necesita levantarse a por un vaso de agua.
—¿Cuándo va a despertarse y ponerse bien? —pregunta, con ese nudo tan apretado que provoca que le duela el estómago—. Ya lleva muchos días en el hospital, ¿por qué los médicos no la han curado todavía?
—Patito, no es tan fácil —le dice su tío, derrotado—. Mamá no está bien y no... No sé si se pondrá bien algún día.
—¿Se va a morir como mi papá? —Llegados a este punto, las lágrimas ya corren por sus mejillas libremente.
Su tío, incapaz de verla sufrir de ese modo, se levanta y la toma en brazos. Se abrazan muy, muy fuerte y le acaricia el pelo.
—No lo sé, cariño. No lo sé. Pero, si eso pasa, la nana y yo vamos a estar siempre aquí para ti. No vas a estar sola nunca.
Transmite la desazón que siente por lo fuerte que se aferra al torso de su tío con piernas y brazos. Con la cara escondida en el hueco de su cuello, llora todo lo que necesita hasta que consigue moderar su reparación y, agradecida con que las caricias que él deja en su espalda no hayan cesado, se anima a plantear algo que lleva ocupando sus preocupaciones desde hace un tiempo.
—¿Eso duele? —pregunta temerosa por la posible respuesta.
—¿El qué, patito? ¿Morirse?
—No... Bueno, eso también, ¿duele morirse? —se apresura a preguntar, incrementando más si cabe su inquietud.
—Pues... Es que esa es una de las cosas que no se pueden saber, cariño —confiesa, haciendo de tripas corazón. Sinceridad ante todo—. A mí me gusta pensar que.... La verdad, patito, es que no sé bien qué decirte. Creo que a mí me da tranquilidad pensar que cuando se acaba la vida, lo que nosotros conocemos, tenemos la oportunidad de descansar. No sabemos de qué forma pero... Eso. Yo espero, de verdad, que no duela.
—Yo también... —musita Lola, reflexionando sobre esas palabras—. ¿Y a mamá? ¿A mamá le duele estar malita?
—Eso tampoco lo sé a ciencia cierta —admite, apurado. Una gota de sudor cae por su espalda—. Lo único que sabemos es que está muy malita y tenemos que estar preparados para lo que pueda pasar, patito.... Se ha hecho todo lo se ha podido. Los médicos y enfermeros, cuidando de ella cada día para que siga lo mejor que pueda y también tu mamá, que ha luchado todo lo que ha podido para intentar mejorar.
—¿Y eso no es un poco cansado? —observa, provocando una triste sonrisa a su tío.
—Debe serlo, sí.
—Mamá siempre riñe a papá cuando él está super cansado porque es igual de importante esforsarse como saber cuándo parar.
Leo intenta obviar que ese recuerdo, relatado en presente por un lapsus de la pequeña, le ha provocado un escalofrío en la espina dorsal.
La besa repetidamente y vuelve a dejarla en el suelo. No es que haya conseguido animarla demasiado pero, al menos, le consuela pensar que ese momento de brutal sinceridad dará sus frutos en un futuro cuando quieran que, una más mayor y desobediente Lola, les tenga la suficiente confianza para explicarles lo que haga falta.
Gracias a una conversación más amena y unas pocas bromas tontas consigue mantenerla entretenida en lo que resta de la rutina matutina que tienen establecida antes de salir de casa.
Con el bluetooth de su teléfono conectado al coche, el disco infantil más monótono y chirriante sonando a todo trapo y el tiempo justo para llegar antes de que cierren las puertas de la escuela, recorren el trayecto a una velocidad prudente, pero superior a la habitual.
—¿Esta tarde podremos llamar a la nana cuando salga del cole?
—Claro, patito.
—¿Cuántos días faltan ahora para que vuelva? —Es la misma pregunta de cada día desde que Aina se fue. Lo peor de todo, es que Leo contabiliza las horas que quedan para volver a verla, así que tiene la respuesta más que aprendida.
—Su vuelo aterriza mañana a las siete de la tarde, así que nos dará tiempo de jugar un ratito en el parque antes de ir a buscarla, comprar la pizza que más te guste y repantigarnos en el sofá a ver la peli que más te apetezca.
Ella sonríe y asiente, encantada, antes de volver a centrarse en el hilo musical. La melodía de una llamada entrante interrumpe otra de las canciones en alemán que su sobrina se empeña en escuchar. A pesar de que él no entiende ni lo más mínimo lo que dicen, Lola la canta a pleno pulmón, y la llamada en cuestión la corta en la estrofa más álgida.
—Dime, Mar —la saluda Leo, con una sonrisa en la cara ante el mohín de una Lola indignada por la interrupción.
—Leo... —Por el quejido que escapa de su boca cuando pronuncia su nombre, enseguida presiente que algo no anda nada bien.
—¿Qué te pasa?
—Perdona que te moleste, supongo que estarás en el cole de Lola... —Su voz suena apagada y parece que le cuesta hablar.
—Mar, ¿qué te pasa? —pregunta, agobiado—. ¿Estás bien?
—No.
—¿Dónde estás?
—En mi casa, tenía que ir a trabajar hace una hora pero m-me encuentro fatal, me duele un montón...
—¿Qué te duele?
—No lo sé —farfulla a toda prisa—. Todo. La espalda, los ovarios, el estómago. No sé qué me duele exactamente.
—Mar envíame ahora mismo la dirección, llamo a una ambulancia y...
—No, por Dios, no —se niega, alterada—. No vas a llamar a una ambulancia por un dolor de ovarios, Leonardo, no me jodas.
—¿Y si es algo grave? En tu estado...
—Mira, déjalo, ¿vale? Ya me apaño sola. Si ya empiezo a saber cómo eres, de verdad, si es que soy tonta, no sé para qué te llamo.
—Mar.
—Que no vas a llamar a una puta ambulancia, Leo. Que no.
—Pues envíame la dirección y voy a por ti en cuanto deje a Lola en el cole.
Cortan la llamada y Leo tiene que aguantar el aluvión de preguntas de su sobrina, sin oportunidad a pararse a pensar siquiera en qué demonios habrá hecho él en otra vida para que en esta no dejen de sucederse las desgracias.

Aurantiaco: El chico de cristalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora