18. Schola.

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Debería haber empezado a recoger hace muchísimo rato, pero le cuesta mucho dejar los pinceles y las brochas cuando está tan concentrada, cuando logra poner la mente en blanco hasta tal punto que desaparecen todos los problemas y solo quedan los trazos decididos de una idea desarrollada hasta el más mínimo detalle. Poder plasmar su boceto en esa parada concreta de la línea diez, donde todo empezó... Se le eriza la piel y sus labios se curvan en la sonrisa más sincera que ha asomado por su rostro en semanas. Tiene ganas de ver este proyecto acabado y poder enseñarles su obra a sus amigos, que la han inspirado.

Esta mañana se ha dirigido, por primera vez, a su nuevo trabajo. Cargada de pinturas y vestida de la manera más cómoda posible. Ha sentido algo de vértigo, y poco ha tenido que ver con ese andamio al que se ha pasado más de dos horas subida. Ha sido un sentimiento bonito, por fin. Por fin tiene un trabajo que la hace feliz, con el que volver a sentirse ella misma. Y, aunque este tiempo en la cafetería no ha estado mal, ayer sintió alivio cuando se despidió de Sofía, prometiéndole que iría a tomarse un café como clienta alguna tarde que otra.

Pero ahora tiene prisa, y se apresura en guardar todos sus trastos en el cuarto que le han indicado para ello, cierra con la llave que el personal de seguridad le ha confiado y se sube al metro que tiene que llevarla a su destino, al que ya llega irremediablemente tarde.

Tiene apenas una hora y media para ir a buscar a Aitor al hospital, llevarlo a casa y tomar la combinación de metro y autobús para llegar a tiempo al colegio de Lola.

Toma asiento cuando el vagón se despeja mínimamente y comprueba en su teléfono la hora a la que ha quedado con Leo. Cuando entra en su conversación, no puede evitar ampliar su foto de contacto y sonreír con nostalgia. En la imagen, esa que tomó ella misma el día de Nochebuena, Leo y Lola sonríen mirándose el uno al otro, con las manitas de su sobrina rodeando el cuello de su tío. Observa las pequeñas arruguitas que enmarcan los ojos azules de Leo, las que le salen cuando sonríe de verdad. Se le encoge el corazón al comprobar la cantidad de días que hace que no ve aparecer esas arruguitas.

Todo está siendo demasiado duro. Desde la mañana en la que Aitor despertó, hace ya dos semanas, todo ha ido de mal en peor entre Leo y ella. Tuvieron aquella conversación que le infundió la esperanza de que todo se arreglaría entre ellos, pero lo cierto es que la situación es tan complicada y tan delicada, que apenas dispone de tiempo que dedicarles a él y a su sobrina.

Su rutina estas semanas se ha ajustado a la nueva normalidad. Se despierta temprano, viste a Lola y la prepara para ir al colegio mientras Leo se encarga del desayuno, se despide de ellos y se queda en el despacho trabajando en los proyectos artísticos que no han dejado de ir surgiendo desde que reactivó su cuenta de «Los mundos de Aina». Es cierto que, el hecho de que Enzo compartiera alguna de sus publicaciones hizo que sus seguidores aumentaran a un ritmo vertiginoso y que las ofertas se hayan multiplicado.

Al mediodía, se dirige al hospital. Solo pueden visitar a Aitor unas horas por la mañana, así que se adapta a los ratitos que le permiten acompañarlo. Sus tres ex cuñadas han pasado las últimas dos semanas entre Donosti y Madrid, pues no pueden dejar desatendida a su abuela, pero tampoco quieren dejar solo a su hermano pequeño. Da igual la cantidad de veces que Aina haya insistido en que ella no va a moverse de su lado, ni a dejar de acudir religiosamente cada día a verlo.

Hasta ayer mismo, apuraba hasta el último minuto disponible para estar con él antes de irse a la cafetería, de donde salía pasadas las nueve de la noche. Después de eso, rehacía el camino de vuelta al ático de Leo y llegaba con el tiempo justo de darle a Lola un beso de buenas noches y cenar en silencio con Leo.

Las cosas entre ellos están... Tirantes. No hay un motivo en especial, no han discutido, ni se han enfadado, ni ha habido gritos, ni malas palabras. Al contrario. Han seguido durmiendo juntos, ella escabulléndose por las mañanas a la habitación de Lola, como hacía durante las vacaciones, se siguen dando las buenas noches con un beso, el mismo que comparten por las mañanas al despedirse. Pero ya no hay más contacto, más allá de ese fugaz roce de labios dos veces al día, robótico y aséptico.

Aurantiaco: El chico de cristalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora