12. Uvae

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—¿Estás segura de que no hace falta que os ayude? Me sabe fatal no contribuir.

—Te he dicho mil veces que no, pesado —asegura Aina desde el asiento del copiloto, con la vista clavada en su recién terminada manicura.

—¡Tiene que ser una sorpresa, tito! —exclama Lola desde su sillita, en la parte trasera del coche.

—Tu sobrina, que debe pensar que esta es tu primera Nochevieja, quiere sorprenderte, así que deja de ofrecerte de una vez a trabajar gratis bajo las órdenes de mi tía y vete a la piscina tranquilo.

Con un carraspeo incómodo que termina convirtiéndose en un nuevo ataque de tos, Leo opta por quedarse callado. Lleva varios días luchando contra el recuerdo de aquella noche que compartieron, sin lograr apartarlo de su mente ante cada roce, cada sonrisa y cada susurro de Aina en su oído y, por el sonrojo de Aina, interpreta que ella está en las mismas.

Está manteniéndose firme porque él necesita tener la seguridad de no estar forzándola a algo para lo que no se sienta segura y preparada y además... Está el hecho de que todavía hay cosas que tienen que aclarar antes.

Pero, si ya era difícil contenerse los primeros días, después de aquel momento que compartieron en el coche la noche de Navidad... En la última semana, Aina se lo ha puesto mucho más complicado. El contacto físico entre ellos ha ido en aumento, con roces de manos, abrazos por la espalda, besos peligrosamente cercanos a la comisura de los labios. Siempre cuando Lola no está a la vista, claro. Siempre cuando él tiene la guardia baja.

Se siente como un puñetero adolescente de nuevo y no sabe cuánto más va a poder aguantar. Mucho menos en un día tan señalado como el de hoy. Treinta y uno de diciembre de muchos años después. Ciertamente es buena idea irse a la piscina. Siente que necesita toneladas de litros de agua fría.

—Pues hemos llegado —dicta, tras aparcar en doble fila delante del portal del piso de los tíos de Aina.

—No me había dado cuenta —le sonríe ella en respuesta antes de salir apresurada del coche para ayudar a Lola a bajar.

—¿Te ayudo a descargar?

—Solo es una bolsa y no pesa nada, anda, vete.

—¡Adiós, tito! —se despide su sobrina, corriendo ya hacia el portal bajo la atenta mirada de los dos adultos.

Aún con un ojo puesto en la niña, Aina se acerca hasta la ventanilla del conductor y le indica a Leo que la baje.

—Nos vemos luego, tito Leo. —Se acerca a él y le rodea el cuello con el brazo antes de depositar un beso tan cerca de su boca que a Leo se le paraliza el corazón por unos instantes—. Pórtate bien y no nades demasiado, que esta noche te quiero dándolo todo en la discoteca, y a tu edad no sé yo si esto de trasnochar tanto...

Se ríe de él mientras se encamina también a la puerta de la casa, llaves en mano y con una sonrisa pícara que confunde todavía más al conductor.

¿De dónde puñetas se supone que va a tener que sacar las fuerzas para seguir manteniéndose firme si ella parece disfrutar poniéndole a prueba? ¿Quién tiene ahora la maldita pelota en el tejado? ¿Por qué sigue resistiéndose a dejarse llevar?

Sabe la respuesta, lleva rondándole la cabeza tantas noches como las que hace que comparten techo. Se resiste porque, en el fondo, tiene miedo de dinamitar desde dentro la preciosa familia que están formando y no podría superar que volvieran a distanciarse de él, por más que Aina le prometiera que eso no sucedería. Está demasiado asustado para atreverse a dar el paso.

Aurantiaco: El chico de cristalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora