Fabula.

298 19 5
                                    


—Al día siguiente tampoco vimos ninguna aurora boreal, pero supongo que ganamos mucho más.

—Pero, ¿qué putada, no? Si hicisteis el viaje solo para eso.

El primero en responder es el pequeño de los tres chicos que la acompañan a la mesa, como les gusta a los otros dos recordarle continuamente. Ese trío calavera tiene grandes anécdotas juntos en sus pocos años de vida y está convencida de que prefiere ser ignorante en cuanto a la mayoría.

—Tú no te has enterado de nada de la historia si piensas que eso es lo más importante, eh —le responde a su hermano el chico que está a su derecha. A veces agradece que vistan diferente, como ahora, que lleva una camiseta negra que le facilita el trabajo.

—Si es que a quién se le ocurre ir en mayo a Islandia cuando la temporada acaba para abril... —dice el tercer chico sentado en la mesa. Se ha cortado el pelo esta mañana y sus rizos negros se han quedado en la peluquería.

Lola los mira a los tres, negando con la cabeza. Si es que no sabe para qué les cuenta nada. O sí, sí lo sabe: porque la historia de amor de sus tíos siempre le ha parecido preciosa. Y, no es que sea una gran oradora como su tío Leo, pero ha logrado engancharlos. Le encanta contarla, y no veía el momento de poder contársela a ellos.

Hubo momentos duros, claro, aunque ha intentado suavizarlos.

Casi veinte años después, hay noches en las que aún tiene pesadillas con aquel maldito accidente. Ve esas luces cegadoras de frente y la oscuridad más absoluta segundos después. Muy a su pesar, no puede devolver a sus padres a la vida, pero hablar de ellos, de cierta forma, los hace estar presentes.

Sus tíos han ayudado en eso, siempre. No quería que sintieran que le faltaba algo a su lado, pero sí le faltaba. Le faltaban sus padres. Cada puñetero día. Y ellos nunca han dejado que su recuerdo muriera. Les está tremendamente agradecida por eso. Porque gracias a ellos tiene sus caras, sus voces y hasta su olor grabados en cada uno de sus sentidos. Los días malos, sigue echando el perfume de su madre sobre la almohada para sentirse un poquito mejor.

—¿Queréis algo más u os vais a pasar toda la tarde ocupando una mesa con una consumición cada uno? —pregunta el camarero, hasta las narices de verlos charlar toda la santa tarde mientras algunos tienen que trabajar.

—Una cervecita fría sí que me tomaba.

—Yo otra.

El par de hermanos siempre se prueba, aún sabiendo que no va a haber suerte cuando se trata de ella. Lo hace más para molestarlos que por otra cosa, pero la experiencia familiar también habla por sí sola y, si puede evitar el consumo normalizado de alcohol en estos tres pirados que tiene delante antes de los dieciocho, lo seguirá haciendo.

—Ni de coña les vas a poner alcohol.

—Joder, pareces mi padre.

—Qué corta-rollos eres, Lolita.

—No me llames, Lolita, enano.

—¿Entonces qué os pongo?

—Pues otra ronda de lo mismo, supongo, si aquí la sargento Torres no nos deja disfrutar de nuestra juventud.

—Qué dramas que sois los tres, señor —suspira.

—Oye, ¿pero no nos vas a contar cómo sigue la historia? —pregunta el hermano pequeño, vestido de rojo.

—Eso, joder, cuéntanos al menos la parte de Rai y Cande —responde el otro—. Porque no sé cómo tuvo que ser Rai viviendo con...

—Buah, ya me los estoy imaginando, una bomba —termina por él el moreno. Se dirige a Lola antes de seguir—. ¿Y a Aitor? ¿Cómo le fue en el centro?

Aurantiaco: El chico de cristalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora