11. Nativitatis.

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—Tía, de verdad que no hace falta, tienes mil cosas que hacer —insiste Aina, abriendo la puerta de la entrada de la casa que, durante estos últimos meses, ha sido suya—. Es Nochebuena.

—Cualquier cosa mejor que soportar a mi suegra, Aina, cualquier cosa, de verdad.

—¿Tan malo está siendo?

—Peor, pero mejor nos ponemos manos a la obra.

Se quitan los abrigos, dejándolos sobre una de las sillas del comedor y Aina pone los brazos en jarras, pensando por dónde empezar.

Sus tíos le han hecho una videollamada después de comer, pidiéndole perdón antes de nada por no haberla avisado con tiempo y haber comprado unos billetes para el veinticinco de diciembre Hamburgo-Madrid. Tienen reservada una habitación, lo que le ha ofendido porque, tal como les ha recordado, tienen su casa disponible, ella solo es una inquilina y no va a permitir que paguen un hotel. Además, les ha hecho saber que estos días ella no está ahí, que la han secuestrado para pasar unas navidades de galletas, muérdago y, por hacer la gracia, un hilo musical de villancicos. Se ha pasado un rato poniéndose al día con ellos de todo lo que ha vivido en las últimas semanas.

Ha colgado la llamada con una sensación bonita en el pecho. Vienen mañana. Echaba de menos a sus tíos. Echa de menos no tener que ser ella la adulta de cada situación porque ellos, por muchos años que cumpla, siempre van a ser sus figuras de apego.

Y ahora está aquí, con la intención de acondicionar la casa para que sus tíos no se la encuentren hecha un desastre.

Con una banda sonora que invita a bailar cada nota, limpian la casa durante la siguiente hora y media, sin apenas intercambiar palabra. Cada una se dedica a una estancia hasta tenerlo todo reluciente.

—Dame algo de beber, que me tienes seca —se lamenta su amiga, entrando en la cocina.

Aina le ofrece lo único que tiene. Un vaso de agua fría de la botella que siempre guarda en la nevera.

—Tú y yo antes perreábamos hasta el suelo y bebíamos como condenadas con el tardeo de Nochebuena —cometa Cande, con una mirada nostálgica—. Y ahora estamos aquí, como dos señoras, limpiando el polvo y bebiendo agüita. Qué cansada me tiene la vida adulta.

—Parece que queda lejísimos, ¿verdad?

—Dime que al menos tienes limón o algo. Así engaño al cerebro y puede imaginar que me estoy tomando un copazo.

—Hostia, Cande, qué turra me vas a dar —protesta—. Tira al salón y espérame en el sofá, anda. Que nos hemos ganado un descanso.

Rebusca en la nevera y los armarios hasta dar con algo con lo que callar a la otra. Abre un bote de aceitunas, patatas y, a falta de limón, echa un par de fresas en sus vasos, como si bebieran ginebra rosa. Salió tan rápido después de que Aitor la dejara, que la fruta se le está poniendo mala.

—Esto es otra cosa. —Le da un sorbito a su agua, removiendo con el dedo las fresas. Aina piensa que, si Leo viera eso, le parecería una guarrada. Sonríe e imita a su amiga. Permanecen en silencio unos minutos, recuperando la energía consumida limpiando suelos y frotando entre las esquinas más recónditas de ese piso—. Hmmm, si no fuera por estos ratitos.

—Qué de señora octogenaria te ha quedado eso.

—¿Ves? Si es que yo me lo noto. ¿Los treinta son los nuevos veinte? Y una mierda.

—Estás fatal —opina, moviendo la cabeza—. Y nos quedan un par de años para los treinta, no me jodas.

—Un par a ti. Yo ya tengo veintinueve y de ahí ya la decadencia.

Aurantiaco: El chico de cristalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora