1. Impulsus.

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Casi seis años después...

—No lo sé.

Es todo lo que consigue responder a la pregunta que le acaba de formular. Y no está mintiendo al decirlo porque no lo recuerda. No recuerda todas las palabras que salieron por su boca y que su cerebro no procesó, ni quiso intentar procesar. Nunca ha llevado demasiado bien la gestión de situaciones límite y, en los últimos tiempos, ha sido protagonista de tantas, que es incapaz de llevar la cuenta.

Limpia sus lágrimas con las palmas de las manos, se desajusta el jersey agarrando las mangas con los dedos y suspira, intentando hacer algo con todo el aire contenido.

—Es importante que tomes conciencia de tus palabras —le indica, aproximando una caja de pañuelos a su lado—, así podremos ir trabajando el controlarlas, trabajar el impulso desde antes, para aminorar los daños.

Se queda callada, no tiene nada que responder a eso. Nada, al menos, que a ella le vaya a gustar. Podría decir que su intención no es aminorar ninguno de los daños que las verdades que suelta por su boca puedan causar, pero no es necesario, porque su psicóloga, tras varias sesiones en este par de meses, empieza a conocerla.

—No te importa el daño que causes en él —asegura. Aina coloca sus brazos sobre el pecho, en una actitud de defensa que hace que la profesional sonría por lo fácil que le resulta leerla—. Sin embargo, la sensación que transmites es totalmente diferente.

—¿A qué te refieres?

—Te has pasado los últimos cuarenta minutos hablando de él. De la adicción que acabas de descubrir, de cómo se presentó en el hospital y le leyó un cuento a tu sobrina... He echado de menos escuchar cuáles son los sentimientos que te genera todo esto, que le pongas nombre, que lo hagas real.

La mención al cuento de «La chica de colores» la pone en alerta. Apenas ha reunido el valor suficiente para hablarle en profundidad de él. Hay tantos temas en los que no quiere profundizar aún... No se siente preparada. Está tan cansada de hablar consigo misma sobre el maldito significado del cuento, que pensar en la interpretación que otra persona pueda darle le genera mayor ansiedad. Mucho mejor omitir que ese cuento hablaba de ellos y de cómo ella ha llenado de colores su vida, por continuar con la metáfora.

Tampoco le dice nada de la noche que se besaron, ni de las ganas que tenía de hacer el amor con él y que no se diluyeron del todo al aparecer en escena su novio.

—Pensaba que con todo lo que te he dicho se entendía lo que me pasa.

—No tienes que ponerte a la defensiva conmigo, Aina —le sonríe dulcemente. La joven muestra el arrepentimiento en su rostro—. Creo que es la forma de actuar que has adoptado cuando se trata de Leo. Te cierras en banda hasta que explotas, se te descontrolan los impulsos y ni siquiera recuerdas las cosas que dices. Es un mecanismo de defensa que activas sin darte cuenta, una manera de protegerte.

—¿Qué sentido tiene que mi forma de protegerme sea recordar solo lo malo?

—Porque solo recuerdas lo «malo» —entrecomilla con los dedos—, o lo que bajo tu juicio es malo, que hacen los demás. No recordar con exactitud lo que tú misma dices es protegerte de tus palabras, de la responsabilidad que tendrías que asumir si lo hicieras. ¿Me explico?

—No lo sé, yo te estoy contando las cosas tal y como pasaron...

—Tal y como tú las viviste, lo cuentas bajo tu prisma, cosa que es lógica y normal. Pero no me estás diciendo cómo las sentiste, Aina. Me interesa más qué es lo que te ocurre, que le pongas palabras a esas emociones, que reconozcas qué es lo que pasa dentro de ti, cuál es el proceso que te hace llegar a ese momento en el que explotas y dices todo lo que se te cruza por la mente, sin ningún filtro.

Aurantiaco: El chico de cristalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora