4. Cognoscere

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—Ni siquiera sé por dónde empezar, porque no sabría identificar cuál es el principio —confiesa.

—No todas las historias se empiezan a contar por el principio, puedes empezar por donde te sientas más cómoda.

—Estos últimos días me he acercado algo más a Leo.

—Y, ¿cómo te has sentido?

—Mal.

—¿Sabes identificar el motivo?

—Sí —reconoce.

—Bien, es un buen paso.

—No me gusta la relación que tenemos ahora. Es tan raro... Y no lo entiendo. Leo y yo no hemos compartido tanto tiempo. Quiero decir, momentos sí, muchos, pero ¿tiempo? Joder, antes de la muerte de mi hermano llevaba más de cinco años sin verle y, antes de eso, otros siete u ocho. ¡No me puede molestar tanto verle sentado en la cafetería pasando tiempo con Lola mientras siento que me ignora! No tiene sentido —se reprende a sí misma—. Y luego está Aitor... Me debato todo el tiempo entre lo que debería hacer y lo que hago, lo que debería sentir y lo que siento... No me gusta la persona en la que me convierto cuando me superan los problemas. Odio no saber controlarla, odio pensar después de actuar y no antes.

—Identificarlo es el primer paso, reconocerlo en voz alta, el segundo.

Aina juguetea con la manga de su jersey, perdiendo la mirada en el bolígrafo de color amarillo con la figurita de un cáctus que sostiene Nuria en su mano izquierda.

—Hay cosas que no te he contado —suspira. Si decir las cosas en voz alta es el segundo paso para el cambio, debería comenzar a ser sincera con la persona que le está ayudando a progresar consigo misma.

—¿Por qué no lo has hecho? —pregunta su psicóloga, comedida, en lugar de aventurarse a preguntar cuáles. Ella va poco a poco, paso a paso, ganándose la envidia de Aina por eso. Porque no va de cero a cien, de la nada al todo. Del blanco al negro; y la toma de conciencia de que hay una inmesa escala de colores entre medias le propicia una punzada en el pecho que no sabe de dónde proviene.

—¿Qué crees que significa ser una chica de colores? —Nuria no responde, a la espera de que su paciente se explique. Ya le mencionó el cuento por encima, pero no quiso hablar del tema en profundidad y así se respetó—. Porque para mí los colores siempre han sido libertad, trabajo, amor en un sentido genérico de la palabra... Vida. Y, cuando he perdido todo eso, he dejado de sentirlos, de hacerlos míos. Pero el otro día volví a sentirlos. Cada uno de ellos. Me sentí un tanto intrusa porque... No sé, porque esa figura no era mía, no me correspondía dibujarla, pero lo hice y me sentí bien. Me sentí muy bien. Sí la sentí mía. Me sentí yo. Me sentí representada. ¿Me explico?

—¿Por qué no me pones en antecedentes?

Aina toma aire. No todas las historias se tienen que contar por el principio, así que se va directa al nudo de esta, ese que ha obviado en cada sesión.

—Me lié con Leo hace unas semanas, paramos antes de llegar a más porque Aitor llegó a casa. —La expresión de Nuria no varía, se mantiene intacta y a Aina le gustaría gritarle un «Te has enterado de que te he dicho que casi me lo tiro, ¿no? ¡Reacciona!», pero entonces recuerda que tiene delante a una profesional y no a una colega con la que comentar sus conquistas, así que continúa hablando—. Supongo que la culpa está haciendo estragos también, porque Aitor es una de las personas que más quiero, de las pocas que me quedan, y no se merece lo que hice. No me pude controlar. Y, ¿sabes? Es extraño porque... Joder, yo siempre he estado pillada de Leo, desde que era una cría y él el hijo mayor estirado de los amigos de mis padres. Cuando nos acostamos aquella Nochevieja seguía siendo eso. Mi amor platónico. Sin embargo, ese día, antes de que llegara Aitor...

Aurantiaco: El chico de cristalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora