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La morgue Silentdoor siempre tenía movimiento, a pesar de la paradoja. Y siempre iban y venían personas encapuchadas, entrando y saliendo con los recipientes más variopintos que nadie pudiera imaginarse: pasando de las propias tumbas, hasta pequeñas cajas y joyeros. Por supuesto, había una norma en ese lugar: nunca interrumpas a nadie allí, y mucho menos pidas revisar la mercancía.

Una de las pocas zonas sin ley que los cuerpos de seguridad de Londres aceptan —y apoyan para su beneficio— nunca muestra ningún tipo de altercado. Nadie sabe quién entra, a quién lleva, ni qué o a quién saca. Los civiles podrían escandalizarse, pero ellos también obtienen ganancias que, para ser sinceros, nunca se espera: el abrigo de aquella anciana más mayor que el sol de pronto viste el maniquí de un escaparate o el hijo del panadero aparece con un brillante anillo en el meñique. Extraños sucesos que todos conocen pero nadie preguntan.

Un par de calles al fondo, en una de las no tan abandonadas casas de ventanas tapiadas, la puerta estaba marcada por dos grandes aros negros entrelazados en el centro. Nunca le gustó ese símbolo, pero servía para que nadie le molestara. Caminando hasta un lateral, Harper apartó con exactitud un par de ladrillos para acceder a una puerta fusionada a la pared. Atravesando un pasillo oscuro, se dirigieron a la única sala con la luz encendida.

El olor a formol era mucho más intenso que en la calle, y el sonido de una sierra cortando algo que no era madera resonaba por encima de las ratas curiosas que observaban la grotesca escena. Consciente de su intrusismo, Harper llamó al propietario para evitar malentendidos y algún disparo indeseado.

—Doctor Zac Pound —llamó asomando por la puerta, procurando no mirar en exceso aquello que no fuera el moreno de dos metros y cabeza rapada en el centro de la sala—. Te veo bien.

—Solo una rata manca como tú vendría a verme. —Se estiró todo lo alto que era y se giró con lentitud, limpiando en su delantal negro la sierra que acababa de usar—. Vaya, si has traído compañía.

—Ni te preocupes por ella. —Harper señaló con un movimiento de cabeza a Elisa, royendo la todavía humeante empanada de carne que les había entregado el cazador.

—Tiene estómago para comer en un lugar como este —bromeó Zac con tono burlón, sorprendido por la chica.

—Las personas son máquinas con cubierta de piel, pistones musculares, estructura de hueso y gasolina roja. No es más diferente a lo que me dedico a cortar —terminó dándole otra mordida a su empanada.

Los dos se quedaron sorprendidos ante la respuesta. Harper sabía que, por comentarios como ese, Elisa Watts era digna hija de su padre, el creador del autómata que le aterrorizó la ciudad y le arrancó el brazo.

—Me imagino que no habéis venido solo a saludarme —dijo con una brillante sonrisa, apoyando su peso en la camilla ya ocupada.

—Vengo en busca de información... —Harper no pudo terminar la frase cuando Zac levantó la mano negando con la cabeza.

—Sabes que yo ya dejé ese mundo.

El detective soltó una pequeña carcajada, dirigiendo su mirada —esta vez sí— al resto de la sala.

—Me parece que estás mintiendo.

El enorme doctor levantó su mano para señalar los restos desperdigados por la sala.

—Ya no me dedico al tráfico de órganos. Un par de compañeros licenciados me han pedido que les consiga algunos componentes, como diría nuestra amiga, —Se dirigió a Elisa, que asintió con la cabeza—, para conseguir un dinero extra.

Harper rio a la vez que buscó un cigarrillo en su gabardina y se lo puso en la boca.

—Primero, no eres licenciado. —En cuando levantó el mechero, Zac se lo quitó, recordándole que allí no podía fumar. Decepcionado, se limitó a mantener el cigarro en la boca mientras hablaba—. Segundo, estás haciendo lo mismo de antes para gente con más dinero y, tercero, sabes cosas.

Casi soy licenciado, así que cuenta. De lo otro, puede, pero mi memoria a veces falla...

De pronto, Elisa sacó una nueva empanada humeante de la bolsa de papel y la levantó. Zac iba a quejarse, pero un rugido de estómago habló por él. Con una divertida sonrisa, aceptó de buena gana.

—Nunca antes me habían sobornado con comida.

—Eso significa que recordarás los datos de la muerte del cervecero Josh Milligan en los campos de Grainwell.

—Una avioneta negra atacó su zepelín y se estrelló, no hay más...

Justo cuando iba a pegarle un mordisco a la empanada, Harper se la quitó, dejándole con la boca abierta y el ceño fruncido.

—No me...

—Para que me digas lo mismo que la prensa no te pienso sobornar. ¿Desde cuándo lees el periódico?

—Me aseguro de que yo no aparezca... Eso es mío. —Harper la apartó más. Zac, si hubiera querido usar la fuerza, le hubiera ganado sin problemas, pero, para su desgracia, apreciaba a su cliente manco—. Llegaron tres cadáveres a Slientdoor.

Elisa se quedó con la boca abierta y Harper le miró sorprendido.

—¿Tres? ¿Cómo que tres? En la prensa no dijeron nada de eso. —Le devolvió la empanada, conforme con su información.

—Bueno, en realidad solo encontraron el cadáver de Milligan, el único destrozado cuerpo que lograron identificar. De los otros dos, uno se trataba de un cuerpo carbonizado, y el otro era una masa bastante extraña. —Asestó un mordisco a la empanada, que degustó con satisfacción, antes de seguir hablando con la boca llena—. No sé si los siguen estudiando o lo han dejado como dos animales inocentes que fueron aplastados por un zepelín en llamas.

Harper sopesó sus palabras, y la zona que habían visitado aquella madrugada. En esa época del año, Grainwell no era zona de pastoreo, así que el único que frecuentaba el lugar era el cazador con sus perros. Estaba seguro de que los dos cuerpos que se encontraron con Miligan se trataban de personas. ¿Quiénes eran?

—¿Siguen en Silentdoor?

Zac no respondió, levantando los hombros mientras degustaba la humeante empanadilla. Con un gruñido molesto, Harper sacó su soborno definitivo del interior de su gabardina y lo levantó hasta los ojos. El doctor soltó una pequeña carcajada.

—¿Pretender sobornarme con una botella de ese asqueroso refresco? —preguntó curioso ante la extraña ocurrencia del detective.

De pronto, como si le acabara de llamar, el líquido negro de su interior se lanzó a por él, haciéndole dar un respingo hacia atrás. Si no fuera por el cristal, le hubiera saltado a la cara.

—Creo que esto te interesa.

Zac terminó de comerse la empanada de dos bocados y, tras chuparse los dedos, cogió la botella con el líquido vivo de su amigo.

—Tercera planta, ochocientos cincuenta y siete. Allí están los tres.

EL CUERVO NEGRODonde viven las historias. Descúbrelo ahora