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Intentando aguantar el vapuleo de los baches que el carromato no se molestaba en esquivar, Harper echaba cada vez más de menos a Eli, y mucho más a su vehículo motorizado. Sin embargo, las cosas se estaban poniendo cada vez más extrañas, y su brazo le avisaba que también más peligrosas. Desde que salió de Owlshill no le ha dejado de doler el muñón, avisándole de la amenaza inminente y, a pesar de todo, seguía sin tener rumbo claro. Solo tenía una letra —la F— y un posible rastro. Por eso estaba allí en...

El relinchar nervioso de los caballos y un frenazo súbito que casi le lanza al asiento de enfrente le lanzó fuera de sus pensamientos.

—¡Ya hemos llegado al puerto de Crabclaw! —gritó el cochero desde fuera, luchando por controlar los nerviosos caballos, que no dejaban de relinchar y cocear.

Extrañado, Harper se asomó por la ventanilla. Una bofetada de podrido le golpeó las fosas nasales con tanta fuerza que necesitó volver a dentro y subir el cristal. Quiso hablar, pero ese nauseabundo olor se le había metido en la boca y pegado al paladar y la lengua.

—¡¿Me has traído a un vertedero?! —criticó molesto, tratando de ver el paisaje exterior sin necesidad de salir.

—¡Se puede decir que sí! —Harper no se esperó su respuesta sincera—. ¡Desde hace más de una década, Crabclaw se ha convertido en uno de los lugares más nauseabundos de Londres!

«Parece que muchos distritos luchan por conseguir ese título», pensó Harper, mientras se planteaba si merecía la pena poner en riesgo su salud olfativa por seguir una pista que podría ser falsa, estudiando el exterior... Un discreto resplandor le llamó la atención, lo suficiente para tomar una decisión de la que esperaría no arrepentirse.

Llenando los pulmones del último aire limpio que iba a poder disfrutar, encendió dos cigarros y abrió la puerta. El ambiente era tan denso que sentía tener que empujarlo para poder avanzar. Con una densa nube de humo, se giró para mirar al cochero en lo alto de su asiento, con el rostro cubierto a conciencia.

—¡Tome! —Le lanzó una bolsa llena de monedas—. ¡Gracias por el viaje! —Sentía que necesitaba gritar por encima de los chillidos de las gaviotas y la pesadez del aire.

—¡Le diría que ha sido un placer, pero le mentiría! —Tiró de las riendas para hacer girar a los caballos y cambiar de rumbo—. ¡Sea lo que sea lo que le ha traído, o está muerto o no quiere ser encontrado! ¡O ambas!

El detective permaneció varios segundos sopesando sus palabras mientras observaba rodearle para marcharse. Tal vez tuviera razón, y que estaba buscando una pista estúpida en otro de los vertederos de Londres, pero allí estaba una pista que le llamó la atención. Una viscosa capa negra hacía que las suelas de sus botas se pegaran al suelo, dejando claras huellas en la dirección del objeto brillante que le hizo cambiar de opinión.

Intentó sacarlo por la fuerza, pero estaba tan hundido en aquella masa negra que apenas pudo sacarlo. Entonces recordó lo que pasó en la biblioteca de Silentdoor. Abrió su petaca llena de alcohol y la vertió en la sustancia oscura. Apenas hizo contacto que se retractó más que deshacerse. Incluso tuvo la sensación de que poseía vida propia y se alejaba del líquido graduado. Una vez liberada, cogió la botella de refresco. Otra vez la misma botella de aquel espantoso refresco y esa asquerosa sustancia que todo el mundo adoraba beber.

La guardó en su gabardina, junto a la petaca, y volvió su atención al desolador paisaje. La gran calle adoquinada que llevaba a Crabclaw estaba llena de calvas con la piedra levantada, y de charcos negros que supuso se trataba de aquella ponzoña. Los edificios a ambos lados habían sufrido el paso de un huracán, tras un maremoto que habría hundido el puerto, y un terremoto que destrozó los muros. No un solo tejado quedaba en pie, y las paredes apenas eran un par de piedras amontonadas, que en el mejor de los casos llegaban a medio metro.

EL CUERVO NEGRODonde viven las historias. Descúbrelo ahora