27-abril-2012.

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Esa mañana comenzó de manera diferente.

Me desperté abruptamente, como si el peso de la incertidumbre me hubiera arrancado del sueño. El sueño que ni siquiera sabía si existía. Mi celular tenía poca batería, lo tomé de inmediato y, sin pensar, me cambié el pijama. Ni siquiera me detuve a pensar en lo que estaba haciendo. Todo lo que podía pensar era en ella, en Alejandra. Necesitaba verla, necesitaba saber que estaba bien.

Salí corriendo de casa, sin decirle a nadie adónde iba, sin importar el qué ni el por qué. El miedo me había tomado de tal manera que no podía quedarme quieto. Solo podía pensar en su rostro, en cómo me había mirado por última vez, en cómo había sonado su voz, apenas susurrante, llena de dolor.

El viaje fue largo, interminable. Cada segundo que pasaba, mi ansiedad aumentaba. Todo lo que veía fuera del coche era un borrón de colores, sombras, y ruidos. La ciudad se desvaneció en el fondo de mi mente mientras mi corazón solo latía por una razón: encontrarla.

Llegué al hospital después de lo que me pareció una eternidad. El pasillo de emergencias estaba lleno de personas con rostros cansados, derrotados, y por un momento sentí que mi propio sufrimiento no tenía comparación. Pero a pesar de todo, lo único que podía ver era a Alejandra. La idea de no verla me estaba destrozando por dentro.

Llamé al padre de Alejandra tan pronto como llegué, y su voz al otro lado del teléfono me pareció lejana, casi irreconocible. Me dijo dónde estaba, y no perdí tiempo. Corrí hacia allí, mi cuerpo avanzaba sin pensarlo, solo mi mente enfocada en ella.

La vi.

Estaba tendida en la camilla, golpeada, débil. Mis ojos se encontraron con los suyos, apenas abiertos, pero suficientes para reconocer la tristeza que emanaba de ellos. Verla allí, en ese estado, me hizo sentir como si el suelo se desintegrara bajo mis pies. La tristeza que sentí no se comparaba con nada de lo que había experimentado antes. Esa fragilidad, ese dolor tan ajeno, tan lejano a lo que habíamos sido. Ya no estaba la chica fuerte, llena de vida, llena de sueños.

Me acerqué rápidamente. Cuando mis ojos se encontraron con los suyos, todo mi cuerpo tembló. El dolor me recorrió desde la cabeza hasta los pies. No podía respirar.

"Cielo," su voz era débil, como si el simple hecho de hablar le costara más de lo que podía imaginar.

"Aquí estoy." Respondí, con la voz quebrada, sentándome a su lado. Mis ojos se llenaron de lágrimas al verla tan vulnerable, tan diferente a la imagen que siempre había tenido de ella.

"Toma mi mano, por favor," sus palabras me calaron hondo, me paralizaron. Extendí mi mano, y ella la tomó con la suavidad de siempre, pero había algo distinto en su contacto. Era como si cada segundo que pasábamos juntos fuera más frágil que el anterior.

Ella comenzó a hablar de nuevo, casi como un susurro. "Hemos pasado por buenos momentos... Dos meses más y serán dos años."

Mis lágrimas caían sin control. "Lo sé," respondí, intentando sonreír, pero mis palabras sonaban ahogadas, como si mi alma estuviera siendo drenada con cada segundo que pasaba. "Lo sé."

"Cariño..." Murmuró, casi como si tratara de encontrar fuerzas para hablar. "Déjame besarte por última vez."

La última vez. Esas palabras me hicieron sentir como si el mundo se derrumbara sobre mí. "No será la última vez," respondí, acercándome a sus labios. No quería aceptarlo. No podía aceptarlo. Pero al sentir sus labios en los míos, algo dentro de mí se quebró. Sus lágrimas se mezclaron con las mías, y sus respiraciones se volvieron cada vez más débiles. Todo lo que podía pensar era que esta no era la forma en que íbamos a despedirnos.

Pero lo hicimos. Besé sus labios por última vez, y sentí cómo su cuerpo se relajaba, cómo su respiración se volvía más tenue, más débil. Cada segundo me dolía más, y cuando me aparté, vi su rostro demacrado, la fragilidad de su ser.

"Es hora de marchar." Dije, incapaz de encontrar palabras que pudieran expresar todo lo que sentía. Me puse de pie, secándome las lágrimas rápidamente. No quería que nadie viera la tormenta que se libraba dentro de mí. Apretando mi puño, me acerqué a su frente, la besé con dulzura.

Abrazé a sus padres, que estaban igualmente rotos, y me marché como si nada hubiese pasado. Pero por dentro, me sentía como si el mundo entero se hubiera desvanecido. Mi exterior estaba calmado, pero por dentro sentía que lo había perdido todo. Alejandra no era solo alguien con quien compartí momentos felices. Ella había sido el faro que me iluminó cuando la oscuridad me rodeaba. Y ahora, esa luz se apagaba.

Alejandra fue un ángel que llegó a mi vida, me mostró lo que era amar y ser amado, y ahora se estaba yendo. Y todo lo que podía hacer era quedarme ahí, atrapado en el vacío de saber que no la vería más. No era la primera vez que sentía este dolor, pero esta vez era diferente. Esta vez no había nada que pudiera hacer para evitarlo.

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