Capítulo 25: Aplastante, sobrecogedor y temeroso

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Ebba

Me apoltroné en la silla, observé la cama de dos plazas desordenada y después deslicé la mirada a mi alrededor. La habitación era normal, ni grande ni pequeña. En una esquina había un armario antiguo grande, llena de la ropa que había comprado con el dinero de Maxwell; en el otro extremo se encontraba una mesa de plástico blanca, con una patada sujetada por alambre; junto a la cama había dos mesas de luz, una más deteriorada que la otra, y finalmente la silla de plástico donde me encontraba sentada, a la que le faltaba un brazo de descanso.

-Esto es una mierda -mascullé mientras tiraba la cabeza hacia atrás.

No tenía muchas cosas que hacer en este lugar. Sin embargo, tenía que soportar unos días más a que la atención saliera de las estaciones de trenes, los aeropuertos e incluso la terminal de autobuses de larga distancia. No era idiota, sabía que aquellos lugares serían los primeros en cerrar o flanquear para atraparme.

-Atrapar -resoplé con burla.

¿En qué me había convertido? ¿Una prófuga que había cometido el peor de los delitos? Era consciente de que no estaba siendo madura, que no estaba razonando, ¿pero cuándo me ayudó a ser racional o pensar todo con claridad? Lo único que quería era tratar de aclarar mi mente.

Por otra parte, no podía abandonar el pensamiento de que estaba alejando a mis hijos de la fortuna de tener un padre. Sí, sabía que había padres que eran una mierda, pero asimismo sabía que había otros que darían la vida por sus hijos. Y Maxwell era de estos últimos. Lo había visto el día en el que me hice la ecografía. Las lágrimas en sus ojos y el agradecimiento en sus palabras: él estaba enamorado de nuestros hijos.

-Nuestros -susurré y descendí la mirada.

Con lentitud, elevé las manos y las puse delicadamente sobre mi vientre. No los estaban cuidando, no les estaba dando lo que necesitaban. Me estaba desatendiendo mucho. Tenía que mantenerlos seguros, ¿pero cómo podía hacerlo con el egoísmo con el que estaba actuando? Eran mi vida.

Aspiré y subí mi camiseta blanca con lenidad. Contemplé aquella cicatriz que el cuchillo dejó en mí. Era rosada, con un relieve estriado, pues hace solo unos pocos días me había sacado los puntos; sin embargo, aunque quisiera concentrarme en ello, no pude evitar notar que había una estrecha inflamación junto a la cicatriz. Siempre tuve el vientre plano, pero ahora había un relieve notable que me decía que estaban allí, esperando por verme.

-Esto...

Tragué saliva y arrastré un dedo hacia allí. Mi barbilla tembló cuando pinché con suavidad el bulto. Era como si tuviera una pelota atorada. Tan pequeño. Sonreí. Eran mis pequeños, mi luz, aquellos seres por los que daría la vida. La sensación de reconocerlo fue aplastante, sobrecogedora y temerosa.

Iba a ser madre.

¿Sería una buena madre?

-Tú eres la mejor madre del mundo -dije mientras me sentaba frente a ella.

Mi madre terminó de atarse las zapatillas de ballet y me miró. Una sonrisa radiante creció en su rostro. Apoyé las manos en mis rodillas a la vez que me inclinaba hacia delante.

-¿Lo soy? -preguntó contenta.

-Sí -asentí y tracé una sonrisa feliz. Ella se abrazó a las piernas mientras ladeaba la cabeza-. Me dejas comer chocolate.

-¿Solo por eso? -preguntó con los ojos grandes y echó la cabeza hacia atrás.

-Bueno -vacilé y cabeceé. Cerré un ojo cuando la cortina de la ventana ondeó y el rayo de sol golpeó contra mis ojos. Mi madre se deslizó hasta ponerse frente a mí-. Me dejas quedarme despierta hasta tarde los fines de semana, me llevas al parque todas las tardes y me das muchos besos.

El contrato de mi vida ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora