Capítulo 42: Un pedido

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Nataly

En la pelea por el amor.

-Querido yo, dejemos de pelear por alguien que no nos ama -dijo Samantha, mi profesora, mientras sostenía en sus manos el amor puro e inocente: un ramo de claveles blancos-. Ese es mi mantra para esta vida. -Cuando esbozó una sonrisa, pequeñas arrugas se presentaron en las comisuras de sus ojos. Era una mujer mayor, pero tenía la vitalidad de una persona joven-. ¿Cuál es el tuyo, Nataly?

Ella se paró frente a su escritorio, con el ventanal detrás y la mirada de lo vacío detrás de mí. El sol golpeaba su espalda, haciendo relucir su cabello blanco como la nieve; pero haciendo sombra a su rostro bañado de alegría.

-Amar es autodestruirse -contesté desde mi lugar.

Ella se rio. Yo parpadeé.

-Si no amas, no vives, Nataly -dijo con afecto.

-No quiero lidiar con la agonía de un corazón roto -mencioné.

La madera crujió debajo de mis pies.

-A veces llegamos a vivir sin sufrir por uno -comentó enérgica.

-Mi padre fue el primer hombre y primera persona en romperme el corazón -confesé comedida.

Ella aspiró y volteó la mirada hacia su derecha. Examinó con intensidad el florero que se encontraba en su escritorio. El contenedor presentaba una estructura circular, las paredes eran sujetas y poseía una amplia boca de la que se sobresalían dos protuberancias. La base anular también estaba ornada con un pedestal. La zona externa de las paredes se encontraba ornamentada con flores y evocaciones de rocalla, entre dos bandas lisas de oro. La parte posterior de la boca también estaba compuesta por una banda de oro de alta calidad. Fue allí donde Samantha Amstrong decidió que pondría el amor más puro.

-El amor con excesivas discrepancias puede dar como resultado un riesgo de progreso, al punto de solo querer marchar hacia delante y nunca volver la mirada. No obstante, nuestros pies se funden en el suelo debido a que el amor, en ocasiones, es tan intenso, duro y puro, que, a pesar de que nos cause daño, nos humille y nos quiebre, no podemos expulsarlo de nuestro corazón. Sí, Nataly, hemos adquirido nuestra dignidad en el corazón, deseamos arrancar esta dictadura afectiva con el propósito de expresar con valentía «te dejo por mí»; sin embargo, en ocasiones, se encuentra tan arraigado en tu corazón que resulta, sencillamente, difícil.

-No quiero ese amor.

-Pero entonces está el amor libre. -Sonrió y me miró con un fulgor jubiloso en los ojos-. Ese amor que no se vuelve cruel, no se vuelve destructivo. Es el que te brinda libertad y no te impide brillar. El amor más puro de todos. ¿No deseas ese amor, Nataly?

-Nataly.

La noche tenía un atípico viento frío y la opacidad que me rodeaba tenía una tonalidad que me erizaba los vellos de los brazos. Llevaba más de una década sentándome en la oscuridad de mi jardín, frente a un fuego crepitante, con el susurro de los árboles a mi alrededor y las habladurías del agua que llevaba el arroyo. Samantha solía decir que eran estas las noches que traían malos presagios, y esa de esa manera como me sentía: como si algo malo estuviera por pasar.

Entonces decidí mirar hacia la persona que se encontraba sentado frente a mí. Las líneas de las heridas que le recorrían su rostro eran estremecedoras. Una le atravesaba desde la sien hasta el carrillo, pasando por el ojo derecho; otra le atravesaba desde la frente hasta el párpado, como si le hubieran cortado con un vidrio, y finalmente la última de ellas iba desde la cuenca del ojo derecho hasta su mejilla izquierda.

El contrato de mi vida ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora