Extra 07: Estar allí

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Maxwell

—No puedo permitir un comportamiento así en mi escuela, señor Werthein.

Oí la voz del hombre detrás del escritorio, pero solo podía ver a mis niñas. Lizzie estaba sentada en una silla roja, con los ojos rojos e hinchados. Tenías las mejillas sonrojadas mientras intentaba limpiar sus cachetes. Apreté la mandíbula al ver los rasguños que tenía en la frente, al costado de su cabeza y los raspones en sus rodillas.

Julie estaba a su lado, con el ceño profundamente hundido y la mirada perdida en la pared. Podía ver la rabia en los ojos azules de mi fuerte hija. Yo también sentía rabia al ver los raspones en sus brazos y rasguños en los antebrazos. Mucho más al ver que tenía una línea de sangre en su cuello, como si se hubiera limpiado la sangre que le salía de la boca.

Hacía unos minutos me había llamado de la escuela de mis niñas. Ellas, especialmente Julie, se habían ensartado en una disputa que escaló rápidamente a los golpes con un niño mayor. En cuanto tuve esa información, corrí a la escuela al escuchar que mis hijas tenían raspones en las piernas y rasguños en las mejillas.

Rojo de la ira, había bajado por las escaleras de la empresa, negado a esperar al ascensor. Todavía no entendía cómo es que había llegado al establecimiento. Seguramente, mañana tendría muchas multas de tránsito. A penas podía tenerme en pie debido a que la rabia me invadía una y otra vez. Tampoco podía comprender cómo es que el hombre detrás del escritorio seguía respirando.

—¿Me está escuchando, señor Werthein? —preguntó el hombre mientras se levantaba de su sillón.

—Fue Jordy quien empezó, papá —lloró Lizzie. Sus pequeños hombros se agitaron y mi corazón se agitó de rabia—. Él empujó a Mikaela.

Miré a la niña delgada y baja que estaba sentada a la derecha de Lizzie. La tal Mikaela tenía un ojo morado y todo el cabello negro alborotado. No parecía mayor a mis hijas. Debía tener la misma edad.

—No hablé ahora, señorita Werthein —dijo el hombre de enorme barriga, con un tono severo y una postura agria.

—No le hables a mi hija con ese tono y manera porque juro que le voy a cortar el cuello —espeté con un tono mordaz. El hombre calvo retrocedió hasta que cayó en el sillón—. ¿Dónde está el pequeño bastardo que lastimó a mis niñas?

—Mm —vaciló y miró a todos lados—. Está esperando afuera con sus padres.

—Llámelos —ordené mientras me levantaba de la silla. El hombre no se movió y me miró absorto—. ¿No me escucho? ¿Está sordo? ¿Es idiota? —pregunté agrio. Él parpadeó y se encaminó a zancadas hacia la puerta. Me pare frente a mis niñas—. ¿Están bien, pequeñas? —les pregunté con suavidad.

Lizzie me miró en silencio antes de dejar escapar un grito y echarse a llorar. Hinque una rodilla en el suelo y la abracé con fuerza. Lizzie temblaba con fuerza entre mis brazos.

—Lo siento —sollozó mi niña—. Lo siento, lo siento.

—No es tu culpa, cariño —dije. Qué pequeña la sentía entre los brazos, y aquel sentimiento solo hacía que quisiera arrancarle la cabeza a quien le hizo daño—. ¿Estás bien?

—Sí. —Tenía la carita sucia y lastimada. Las lágrimas dejaban un rastro rosado al
correrle por las mejillas—. Julie me ayudó mucho, papá —susurró—. No te enojes con ella. 

El contrato de mi vida ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora