La caja de Pandora parte I

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Entre el caos, el arquero rubio y el herrero misterioso entraron al Edén caminando. Otro hombre iba con ellos portando una antorcha que no iluminaba su camino. Las personas seguían corriendo. Ellos no se molestaban, no tenían prisa.

―El fuego era innecesario, Daniel ―dijo el herrero con la mirada gacha bajo la careta.

―¿Innecesario? Siempre dices eso.

El arquero preparó una flecha y le prendió fuego con la antorcha de su colega. La apuntó al cielo y disparó. Cayó sobre el techo de una casa.

―¿Qué es la vida sin un poco de caos? ―prosiguió el arquero cerrando los ojos como si disfrutara del sonido de los gritos o el sonido producido cuando el fuego consume lo que toca.

―Yo no vine a divertirme. Apaga eso.

―Siempre tan aburrido, Arkil.

Daniel hizo una seña al hombre que sostenía la antorcha, este se retiró del lugar para apagarla además de solicitar a los demás arqueros que dejaran de arrojar fuego.

―Se llaman principios. Disparar fuego dañara la vida de las personas, puede que algunas mueran.

―¿Y eso qué? ¿Esa no es la razón por la que vinimos?

―No, vinimos por Marcos. Los otros no merecen ser víctimas. Si tenemos prohibido ayudar a las personas cuando no hay una misión de por medio, tenemos prohibido dañarlas.

―Sea Marcos o no, este pueblo es de cobardes, se retuercen como sanguijuelas sin sangre por el suelo. Marcos ha creado inútiles y ¿debemos mantenerlos vivos?

―La vida es las cenizas de lo que llamamos justicia. Somos regidos por justicia e injusticia. Nos convertiremos en ceniza. La inocencia se debe respetar. Encontremos a Marcos para irnos pronto.

El herrero, de nombre Arkil, apretó la punta de las cadenas que rodean sus brazos con sus puños a manera de calmar el enojo que le provocaba su compañero.

***

Una mirada se encontraba perdida, era la mirada de Marisa. Pequeñas gotas se formaban bajo los párpados a manera de sensaciones invisibles. Esas gotas las podía sentir por todo su cuerpo, como un impulso nervioso que le demandaba su supervivencia. Su agitada respiración hizo que los lentes bajaran un poco por la pendiente de su nariz.

Deseaba que esas gotas no fueran producidas por su organismo, sino que fueran externas, que fueran de las nubes de lluvia que rodeaban el lugar desde la mañana. Ojalá la lluvia cayera y extinguiera todo el conocimiento que la dañaba.

Sus movimientos estaban pausados, se decía a sí misma "muévete", pero su cuerpo no respondía. Su cabello ondeaba en el aire igual que las llamas en la lejanía que quemaban sus deseos. Las púas de la rosa de su tatuaje trataban de volverse reales para hacerle creer que la belleza era un mito cuando el dolor no lo era.

―¡Marisa, hay que salir de aquí! ―dijo Aaron tomándola del brazo justo como ella lo tomó a él hace unos minutos.

Una pequeña mota de luz la hizo volver en sí lo suficiente como para seguir a Aaron entre las casas para escapar de los invasores. Marisa miró el derredor. Ese paradisíaco lugar era ingente, jamás lo recorrió en su totalidad. Las caras de horror y preocupación estaban presentes en cualquier lugar al que mirara, lo que la hizo preguntarse qué tan diferente lucía la suya.

No quería ver eso en las caras, entonces bajó la mirada al suelo, notó que en los pasos agitados estaban pisando manchas de sangre, eran similares a las de una alfombra que vio en una tienda años atrás, cuando todavía vivía en una ciudad, la misma ciudad de Carlos.

Espora MoradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora