Frutos

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El sol sobre el cabello húmedo, las manos caídas, intentando mantenerse a flote, la ropa holgada danzando en el aire, los labios secándose. Una carrera gigante por el contorno de toda la aldea. Sed. Un entrenamiento, algo menester. Una carga sobre la espalda. Una reconciliación con el sol, con el mundo, consigo misma. Con todo. Serenidad. Alegría. Ahí estaba. A tres meses del nuevo examen.

Lo lograría. El fuego interno que se había guardado en ese tiempo explotaría. Aprendió a utilizar todo de sí, desde las habilidades que conocía hasta sus desventajas o los perjuicios del pasado.

***

El ciervo se desesperó y comenzó a agitar a las plantas del lugar. Nuevamente explosiones desde el interior del suelo. Prácticamente todas las raíces estaban en el exterior sintiendo el aire. Sentían la temperatura como miles de caleidoscopios divagantes. Algunos tallos perdieron su soporte completo y comenzaron a caer como si vivieran un terremoto.

Las paredes de cristal comenzaron a reventar por los múltiples impactos. Melissa se deslizó por debajo de tallos, bocas y hojas. La intentaban envolver. Su vista no estaba en un estado perfecto; de vez en cuando aparecían algunas manchas, luces fosforescentes u objetos borrosos. Tenía que hacer premoniciones para sobrevivir. Las vigas metálicas fueron rodeadas por las raíces.

Raquel y Aaron se vieron en la necesidad de separarse. El ciervo fue tras Aaron. Consideró que era más sencillo deshacerse de él. Por otro lado, Raquel fue abrumada por las raíces. Aparecían de cualquier dirección. Un ecosistema que se desmoronaba. Una boca desde la derecha. Una planta carnívora se acercaba, depredante. El suelo se movió. Raquel perdió el equilibrio. Los dientes verdes cerca de su nariz. Tan cerca. Casi tocándola. Estiró su pierna y cayó. Evitó la mordida. Con la daga cortó el cuello. Sergio llegó a su lado con aire faltante, agobiado, con la ropa rasgada y arco en mano.

—Ustedes no pueden incendiar el lugar.

—Sí, claro que podemos.

Aaron esquivó con un poco de suerte las embestidas. Perdió el sentido de la orientación debido a los cambios de su derredor. Los movimientos circulares lo marearon. Se perdió en un espacio reducido. Sus pasos se volvieron desconcertados. La luz de la luna le tocó la piel. El sonido se apagó un segundo. Enfrente suyo apareció nuevamente la cornamenta, no se detenía. A sus laterales se crearon espontáneamente paredes derruidas que no persistirían más que lo suficiente para que Aaron fuera golpeado. Él tuvo que correr hacia atrás. Tenía que intentar ganarle al ciervo. Tenía que llegar a la esquina de las paredes y salvarse. Lo estaban encerrando. Otra pared se estaba creando, como una ramificación de uno de los muros ya existentes hechos irónicamente de raíces que se distraían con el calor emanado de los cuerpos.

Sí, se distraían. Se distraían. Ahí estaba la solución. Aaron aceleró contra las raíces, como si hubiera aceptado su muerte. Pero no; era todo lo contrario. Las raíces fueron contra él y no culminaron su muro. La mitad era un hueco por el que podía salir. Solo debía acercarse mucho y girar, escapar. Ser libre. Sobrevivir. Comprender la luna, sus dos partes, lo que vive en el lado oscuro. Sus sueños, sus cultivos, ahí estaban, respirando en una cúpula artificial, en el lado oscuro. El mar, su sonido lejano, su arena calcinante y sus palmeras renacían en la frontera. Iba a llegar hasta ahí. Al último momento frenó y tiró su cuerpo al suelo para rodar.

Escapó por el hueco libre con las raíces que viraron en espiral para intentar atraparlo. La bestia creó una rampa improvisada y trató de alcanzarlo. No obstante, Melissa llegó a donde estaban y se interpuso. Golpeó la cornamenta. Lo hizo retroceder.

—¡Raquel, ¿cómo hacemos ese incendio?! —gritó.

—Utilizaremos la electricidad para crear una chispa. El polvo de la otra vez se encargará de lo demás.

Espora MoradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora