XVIII

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23 de febrero de 1890


Al salir de las catacumbas perdemos definitivamente de vista a Ominis. Está frustrado, y lo mejor es darle espacio para pensar. Las palabras de Sebastian aún retumban en mis oídos. Es increíble que esté dispuesto a pelear así con su mejor amigo por la reliquia. Eso me hace ver lo mucho que quiere salvar a su hermana.

A estas alturas sé que nada de esto es buena idea, pero ya no hay marcha atrás. Hemos llegado demasiado lejos, ahora debemos continuar. Soy yo la que va delante en todo momento de la caminata, Seb va arrastrando los pies detrás de mí, quejándose en todo momento.

—Cuando vayamos a Feldcroft, prefiero que Anne no sepa lo que hemos hecho para conseguir la reliquia —murmura en voz baja—. Ella es igual que Ominis. No se lo tomaría bien.



Ruedo los ojos. Estoy un tanto cansada de ser la única que se toma bien las locuras que comete Sebastian. Pero me acabo mordiendo el labio, culpable. El resto siempre han intentado deternerle, si ha habido alguien que lo animó desde el principio a luchar por lo que él quería fui yo. Esto es tan culpa suya como mía.

—¿Qué es eso?


Veo que Sebastian se adelanta, y entonces me fijo en lo que está señalando. A lo lejos se vislumbra Feldcroft, envuelto en humo. Aligero el paso cuando veo que echa a correr hacia allí. Subo las escaleras del camino lo más rápido que puedo, y puedo escuchar tremendos ruidos provenientes del centro de la aldea.

En cuanto llegamos observamos el caos que reina allí. Duendes, por todas partes. Están luchando contra los aldeanos. Vemos a Anne y Solomon cerca de su casa, y no tardamos en apresurarnos en ir a defenderlos. En cuanto llegamos Sebastian y yo sacamos nuestras varitas y nos ponemos manos a la obra.

Varios duendes vuelan por los aires entre hechizo y hechizo. Con paciencia nos deshacemos de la mayoría en cuanto podemos. Veo a la pobre Anne agitando su varita todo lo enérgica que puede, así que intento cubrirla para que se proteja detrás de mí. Escucho a un duende a mis espaldas intentar pillar por sorpresa a Solomon Sallow, lo que me hace rodar hasta allí y mandarlo de nuevo por donde ha venido con un Depulso.

Al girarme veo claramente cómo Anne cae al suelo y grita de dolor. Observo horrorizada cómo le está dando un ataque de su maldición, y me siento impotente por no poder hacer nada. Cuando quiero acercarme, veo cómo un duende mucho más cerca de ella que yo aprovecha para avalanzarse hacia su cuerpo con una daga. No puedo evitar cerrar los ojos, no queriendo ver lo que está a punto de acontecer. Es entonces cuando escucho:

—¡Imperio!



Abriendo los ojos poco a poco, veo cómo el duende se clava a sí mismo el cuchillo en las tripas, y después cae al suelo sangrando. Está muerto. Miro rápidamente a Sebastian, que ya está al lado de Anne, ofreciéndole su mano para que se levante del suelo. Lo que acaba de pasar... no sé cómo describirlo.

—Chico, ¿qué has hecho? —se acerca su tío Solomon a ellos, y en su mirada puedo ver cómo juzga a Sebastian, pero también un miedo atroz.

—¡Salvar a mi hermana! —protesta Sebastian, harto.

—Con una maldición imperdonable, ¡y de ese maldito libro! Tu padre estaría avergonzado —escupe mientras ayuda a Anne a levantarse—. Has ido demasiado lejos. Aléjate, Sebastian. De todos nosotros.



Ellos se retiran, y yo me apresuro a ir a su lado en seguida. Poso mi mano en su hombro, aún temblando, y él me la acaricia bajando la cabeza con pesar. Después me mira, y veo la decepción en sus ojos.

—¿Qué esperaba mi tío que hiciera? —solloza—. La maldición Imperius salvó la vida a Anne. Ese duende iba a matarla.



Suena casi desesperado. Está intentando buscar cualquier excusa para no sentir que ha cometido un grave error. Yo me muerdo el labio. No sé qué decir exactamente. Sé que espera encontrar consuelo en mis palabras, pero no sé si puedo dárselo.

Antichrist || Sebastian SallowDonde viven las historias. Descúbrelo ahora