XVI.- Horribles posibilidades

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_ ¡Brunooo! ¡Brunoooooo! _ Irene entró temblando como una gelatina en el cuarto de Bruno esa madrugada. Se parapetó tras la puerta. El hombre brincó de la cama aterrorizado. No hacía falta mucha imaginación para darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. Se escuchaban ruidos horribles y voces violentas en el resto de la casa. Junto a él, Mariano se levantaba también de un salto y, esquivando a la señorita Arriaga, salía como un demente de la habitación.

_ ¡Mi bebé!! _ gritaba dirigiéndose a, según presumieron Irene y Bruno, el cuarto de Julieta, en donde se resguardaba la cuna de la recién nacida.

_ ¡Están aquí! _ exclamó lo obvio la mujer en un susurro.

_ Rápido, al pasadizo _ indicó Bruno tomándola del brazo y dirigiéndola fuera de la habitación. Se dirigían a la entrada secreta más próxima de una serie de corredores entre los muros de la vivienda. Como en muchas casas del pueblo, en la de los Arriaga había un sistema de escondite para ocultarse durante alguna adversidad. En unas, se trataba de un foso bajo el establo, en otras, como en el caso de Casita o en la casa Arriaga, era un pasadizo detrás de las paredes.

Lo más delicadamente que pudo, entre la prisa y la dificultad de sus meses de embarazo, el vate ayudó a Irene a llegar al destino que la resguardaría. La señorita Arriaga abrió el muro secreto, rematado en un librero de aspecto respetable y trató de hacer entrar a su ex prometido con ella.

_ Tengo que ir buscar a mi hermana y a la bebé, cariño... _ le dijo el hombre, resistiéndose a acompañarla. _ No tardaré. Regresaré por ustedes, lo prometo. _ Dijo descansando su mano sobre el vientre de la mujer. Ésta asintió con angustia, pero confiando en la astucia del hombre del cual se había enamorado.

_Brunito, espera... _ dijo jalándolo de la manga para luego depositar un beso tal vez demasiado intenso en los labios de su antiguo novio. _ No tardes. _ Bruno, que no pudo evitar corresponderle sintiéndose asqueroso y miserable, asintió y se fue en busca de Julieta.

Había demasiado escándalo en la casa y alguien había prendido fuego a la planta inferior. Bruno se preguntó si había sido buena idea ocultar a Irene en el pasadizo; esperaba que tuviera la iniciativa de escapar por la salida secreta, un pasillo que daba al riachuelo vecino, si llegaba a husmear el incendio que ya se extendía escaleras arriba. El mayor problema, en todo caso, era que, para salir por ahí, había que gatear durante un buen trecho; Bruno temía que su avanzado estado fuera un problema para eso. ¿Estaba haciendo lo que debía? Quería ir por su hermana y la bebé, pero ¿no debería confiar en que Mariano lo lograría y él dedicarse a ver por la seguridad de la madre de uno de sus hijos?

Decidió que echaría un vistazo y regresaría a donde Irene, sin embargo, tan sólo un minuto después, se felicitó por haber salido en busca de Julieta. Mariano estaba tendido cuan largo era, sobre el suelo. Muerto o desmayado... desmayado, al parecer, constató Bruno. Trataba de alzarlo pasando un brazo sobre su hombro, arrastrarlo lejos del fuego que ya venía, cuando escuchó el llanto de una criatura en la habitación del fondo. "Pero qué pésimo momento para que Encanto tuviera su auge de natalidad", pensaba, aun sabiendo que él era el responsable del ochenta por ciento de esa explosión de criadero.

Desesperado corrió tras el sonido y encontró la habitación de su hermana casi vacía. No había rastro de Julieta, sólo la bebé de Dolores yacía en la cunita, abandonada, chillando a todo pulmón en medio del cuarto que cada vez más se poblaba de humo negro y asfixiante. Tosiendo, Bruno tomó a la pequeña entre sus brazos y la envolvió a medias en su ruana, tratando de protegerla del ambiente inhóspito. Fuera del cuarto se encontraba el padre de la niña... ¿Cómo carajos llevarlos a los dos?

_ ¡Bruno! _ escuchó un grito a lo lejos, fuera de la casa. Se asomó como pudo por la ventana más próxima y alcanzó a ver cómo un par de hombres arrastraban a Irene hacia un grupo de figuras montadas. Reconoció a uno de los hombres a caballo, que dirigía, erguido sobre su montura, a los demás. Era Ángel Miranda. Frente a él, sobre la montura de su caballo yacía desguanzado el cuerpo de su hermana mayor; desgreñada, su cabeza inerte colgaba entre sus brazos. El perverso hombre pareció divisarlo a él también porque, iluminado por la luz del siniestro y de las antorchas que lo rodeaban, alzó una mano y lo saludó a la distancia. No lo veía sonreír, pero adivinaba la sonrisa malvada que debía estar ostentando al observar cómo se quemaba la casa del profesor Ponciano con Bruno, Mariano y la bebé adentro.

La magia juega con nosotros. (Propuesta indecorosa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora