XVII.- Adiós a los Miranda

23 2 7
                                    

Como ruido de fondo para los malos augurios del señor Madrigal, otro tronido ensordecedor, precedido de un fogonazo celeste, retumbó en Encanto. Los segundos fueron eternos. No los segundos, ¡los instantes! Bruno no quería que pasaran, no quería decidir. No quería que fuera decisión suya. ¿O sí? ¿Es que se atrevía a aceptar conscientemente si prefería pasar por un suplicio o por otro? ¡Qué crueldad que sus reacciones, sus sentimientos o su terror sirvieran para condenar a una horrenda muerte a otros! Si sólo pudiera explotarle la cabeza, quizá morir él a cambio de la vida de los demás... Pero no, eso sería demasiado fácil. En cualquier momento, Irene; pobre, bella y dulce Irene, se rompería y ya no habría marcha atrás. La reacción del vate desencadenaría las posibilidades. Se preguntó qué pasaría si, llegado el momento, no hacía nada y se quedaba de pie en su lugar, esperando otro resultado no mostrado. O, ¿qué pasaría si en lugar de ir en busca de ninguna de las dos se dedicara a matar a Ángel aprovechando que Regino caería por la ventana? ¿Cuánto aguantaría Mirabel colgada del balcón? ¿Los guaruras que tenían a Irene reaccionarían igualmente huyendo si él variaba milimétricamente esa posibilidad? ¿Siquiera le daría tiempo y forma de hacer eso? Cada acto, el mínimo reflejo podía desenredar el nudo de diversas maneras... ¿debía él decidir? ¿quería decidir? ¿tenía alternativa? Apenas y pudo pensar todo esto gracias a la agilidad de las ideas, pero el tiempo no deja de pasar por mucho que uno lo quiera. Los instantes por fin dieron de sí.

_ ¡Aaaaaaahhhhh! _ se escuchó un gemido desgarrador y esforzado. Bruno giró tan sólo los ojos hacia Irene sabiendo que era ella, pugnando por moverse lo menos posible, aterrado por las consecuencias. Había roto aguas, quién sabe desde qué momento, porque el ruido de la tormenta cada vez más estrepitosa no lo dejó escuchar más que el grito posterior de su ex prometida.

No hubo tiempo de otra reacción, tuvo que ceñirse a la elección que se le había planteado. Supo por qué no había más que dos posibilidades: no controló su primer impulso de acercarse a Irene en cuanto la escuchó, entonces supo que, ineludiblemente, había pasado a las eliminatorias del destino. Por eso era que no habría más que dos salidas y tenía que elegir y ser cruel con alguien.

En cuanto dio un paso hacia su ex novia oyó a sus espaldas el aullido de angustia de Mirabel. Sabía lo que pasaría si lo ignoraba, sabía lo que vendría si lo seguía. Fue ése el instante en el que tomó la más dura y cruel, y vil y terrible decisión de su vida. Y el miserable no tenía ni tiempo para meditarla o maldecirla. Todo estaba puesto, la suerte estaba echada.

Giró, maldiciéndose sí, a él mismo, hacia su sobrina. Imaginando, sintiendo, llorando la desolación de Irene que quedaba tras de sí a merced de los hados. Deshaciéndose en medio del parto de su hijo, del hijo de ella y de él. Se movió hacia su sobrina sabiendo que atrás le esperaba la muerte a una mujer maravillosa y a su propio primogénito y se odió eternamente por eso. Una vez más elegía lo que le parecía menos doloroso... una vez más era egoísta.

Pero ni siendo egoísta se sentía menos desgraciado, perdía, perdía y perdía. Perdía a una mujer amada, perdía a su primogénito. Se sintió el verdugo del Tiempo. Él condenaba a muerte a dos seres sin tener verdadero derecho, sólo porque algo, su condición de vate, quizá, le había dado la posibilidad de hacerlo.

Las cosas sucedieron como las auguró la magia. Bruno giró, los Miranda se asustaron al ver cómo se les iba encima e intentaron arrojar a Mirabel por el balcón. Ella jaló a Regino ayudada por el impulso y la gravedad y el viejo se estrelló contra el suelo al tiempo que ella quedaba colgada del barandal. Bruno, en milésimas de segundo pensó en qué pasaría si confiara en que su sobrina se sostuviera de los barrotes con sus propias fuerzas mientras él trataba de acabar con Ángel, pero pronto se dio cuenta de que le sería imposible sacar fuerzas para eso. Simplemente no aguantó verla colgar y, con los berridos de la pobre, querida, pobre y dulce Irene, retumbándole en los oídos, fue a sujetar a Mirabel de los brazos para ayudarla a subir.

La magia juega con nosotros. (Propuesta indecorosa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora