20. DÍA. Haldeck

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Mizar se había quedado paralizada. A su alrededor, una fauna que parecía salida de una cloaca bebía y fumaba como si fuera el día del juicio final. No se veía ninguna mesa libre.
Alguien soltó un gruñido a su derecha. Con un sobresalto, Mizar y Señor se giraron. Era un tipo con la cara llena de cicatrices. A su lado, otro hombre al que le faltaban dos dedos, los estaba señalando con un meñique mugriento. Tomaban un líquido oscuro en dos sucios vasos.
Mizar cogió a Señor de la mano y avanzaron unos pasos en dirección a la barra, pero también estaba atestada. Una mujer con un vestido rojo ajustado que le marcaba los michelines les lanzó un beso. Tenía el maquillaje corrido y estaba borracha. A su lado, un tipo cadavérico con una gorra de lana intentaba tocarle el culo.
Mizar dio un paso atrás. Miró a su izquierda. El panorama no era mejor. Todas las mesas estaban repletas de borrachos con aspecto de acabar de matar a alguien.
Mizar miró a Señor.
―¿Dónde nos has metido? ―murmuró―. No tenía planeado morir hoy.
En silencio, Señor alargó un dedo en dirección a una mesa lejana, arrinconada en el fondo. Allí, había un tipo medio oculto por la penumbra. Con sorpresa, Mizar observó que les hacía un gesto con la mano para que se aproximaran. No había ningún otro sitio libre, así que se acercaron con cautela.
Cuando llegaron a la altura de la mesa, Mizar vio que el tipo era más joven de lo que le había parecido desde la distancia. Tendría unos treinta años, el pelo largo, desordenado, le tapaba uno de los ojos. Llevaba un abrigo de cuello alto que le llegaba hasta la mitad del muslo. Tenía los ojos verdes y la nariz respingona.
―Sentaos ―ordenó―, por favor ―añadió luego para suavizar.
Mizar y Señor se acomodaron delante del tipo en dos sillas metálicas.
―¿Estáis locos? ―dijo este.
―¿Por qué?
―La única posibilidad de que salgáis vivos de aquí es que haya colado que estáis conmigo. De hecho, os acabo de salvar la vida; pero eso os va a costar una pasta, claro.
―Claro ―dijo Mizar.
―¿Es tu hijo?
―No.
―Señor no tiene padres ―dijo el niño―. Pero ella es mi amiga.
―Ya. ¿Cuántos años tienes niño?
―No lo sé.
―¿No tienes documentos?
―Estoy fichado, pero mi edad es desconocida.
De golpe, sintieron un gruñido a sus espaldas. Se giraron. Era Gant Orlock.
―No se admiten menores aquí.
―Están conmigo ―dijo el desconocido.
―Eso no cambia la regla.
―Señor Orlock, no le causaremos ningún problema ―dijo el niño.
Gant soltó una risotada.
―¿Cuánto tiempo hacía que nadie me llamaba «señor», Haldeck?
El desconocido respondió:
―No te traigo cualquier cosa, ya ves, viejo.
―¿Qué vais a tomar?
―Una cerveza para mí, un vaso de leche para el niño ―respondió Mizar.
―¿Leche? No tenemos. ¿Qué te crees, que esto es una guardería?
―¿Tienes algo sin alcohol?
―Agua.
―Pues un vaso de agua.
Orlock soltó otro gruñido y desapareció.
El tipo sacó un cigarrillo, se lo puso en los labios y se lo encendió.
―Así que, Haldeck, ¿no?
―Sí. ¿Y tú?
―Mizar.
Haldeck soltó una bocanada de humo. Mizar y el niño tosieron.
―Muy bien, Mizar, y ¿qué se supone que hacéis aquí?
―Buscamos a un mercenario ―respondió Señor.
Haldeck sonrió.
―¿Ah sí? ¿Y para qué lo necesitáis? ¿Acaso queréis borrar a alguien?
―No ―dijo Mizar.
―Necesitamos protección.
―¿Protección para qué?
―Vamos a hacer una pequeña incursión en el sector abandonado. Digamos que el niño y yo hemos hecho una apuesta.
―¿Una apuesta? Me gustan las apuestas.
―Él afirma que los Oriones existen. Digamos que yo no estoy de acuerdo. Vamos a comprobarlo.
Haldeck pegó un trago de su cerveza. Justo en ese momento llegó Gant con las bebidas. Esperaron a que las dejara encima de la mesa y se largara de nuevo.
―Parece la típica tontería de niño. ¿No podías darle un cachete y mandarlo a la cama?
―Ella no manda, es solo mi amiga.
Haldeck levantó una ceja.
―Ya lo ves ―dijo Mizar―, es muy maduro para su edad.
―Ya.
Haldeck tamborileó los dedos encima de la mesa.
―Ya veo, así que, aparte de lo que ya me debéis por haberos cubierto las espaldas aquí dentro, ¿ahora queréis contratar mis servicios?
―Nadie ha dicho que estemos pensando en ti.
Haldeck hizo una panorámica con la cabeza acompañada de un gesto descriptivo.
―Adelante, podéis escoger, si encontráis algo que os plazca más.
Mizar no se tomó la molestia ni de mirar.
―Está bien, te necesitamos.
―Eso me gusta más, nena.
Mizar desencajó la mandíbula.
―¿Qué has dicho?
―Lo has oído perfectamente.
―Solo porque te necesitemos eso no te da derecho a usar un lenguaje sexista, ¿de dónde has salido, de una máquina del tiempo?
―Esa es la ventaja de ser un antisistema, puedes pensar, hacer o decir lo que te dé la gana.
―¿Y no te parece un poco idiota usar esa libertad de una manera tan imbécil?
―Dos insultos en una frase, no está nada mal. Y respondiendo a tu pregunta, no, no me lo parece. Cualquier cosa con no seguir el libro de estilo del gobierno.
―¿Cuánto vales? ―dijo, de pronto, Señor.
Mizar y Haldeck lo miraron.
―El crío es listo ―dijo el segundo―. Diría que no ha salido a la madre.
―Ya te he dicho que no soy su madre.
―Cuatro mil. Te lo dejo en tres mil quinientos solo porque tienes los labios bonitos.
―Prefiero pagar cuatro mil, gilipollas.
―Oh, vamos, ese es un insulto cancelado.
―Me da igual.
―Aceptamos tres mil quinientos ―dijo Señor.
Se miraron los tres. Luego Haldeck dio un trago de su cerveza.
―Está bien. El pago es por adelantado.
―¿Y cómo vamos a hacerlo? ¿No dices que eres un antisistema?
―Nena, el fin de los billetes no significó la muerte del mercado negro. ¿O no sale eso en los periódicos? ―Haldeck sacó su terminal―. Te mando el número. Te saldrá como una donación a una entidad benéfica. Hasta podrás desgravártelo en la declaración de la renta. No hace falta que me des un beso.
―No le gustan los hombres ―dijo Señor.
―¿Y tú qué sabes? ―espetó Mizar.
―Vaya, así que eres bollera.
―Esa palabra es horrenda.
―¿Por qué?
―Déjalo.
Mizar sacó su terminal y la colocó al lado de la de Haldeck. Accedió a la señal de entrada e hizo la transferencia. Tres mil quinientos zeriums que acababan de volar de sus ahorros. Maldita sea, y ni siquiera tenía la seguridad de que el tal Haldeck no fuera un farsante.
―Perfecto ―dijo este con una sonrisa de oreja a oreja.
Señor se levantó.
―¿Vamos?
Haldeck apuró su cerveza.
―Vamos.
El tipo se puso de pie. Mizar pudo ver que debajo del largo abrigo llevaba dos pistolas, una en cada lado.

Bajo un cielo artificialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora