33. Dos madres y un nombre

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La despertó una mano que la zarandeaba. Mizar abrió un ojo y vio un cielo plagado de estrellas. Tenían un brillo diferente, más tenue, más real. Parpadeó: era la primera vez que no estaba bajo un cielo artificial.

La mano volvió a zarandearla.

Mizar pegó un bote y aterrizó de culo. Delante, tenía a Haldeck.

―La próxima vez, te subes a un árbol. Joder.

―Lo siento.

―Estábamos muy preocupados.

―Por... ¿mí?

―Claro.

Haldeck se sentó a su lado.

―¿A dónde pensabas ir?

―No lo sé. ―Mizar hizo una pausa―. De lo que estoy segura, es de que pienso volver.

―Eso es una tontería.

―Soy vuestra enemiga.

―Eras.

―Es lo mismo.

―No. No es lo mismo. Todo el mundo tiene derecho a cambiar.

―Pero...

―Mizar, no naciste libre. Naciste en una sociedad que programa a sus individuos para realizar tareas concretas.

―Pero yo podría haber decidido...

―No ―la interrumpió Haldeck―. No hay libre albedrío, solo la apariencia de eso. El estado genera esclavos, no seres humanos.

Dos grandes lágrimas azules y transparentes empezaron a rodar por las mejillas de Mizar.

―Soy un monstruo ―sollozó.

―No. ―Haldeck le puso las manos en los hombros―. En ese momento no te dabas cuenta. Lo hacías, te tomabas la pastilla de premio y basta.

―Pero...

Haldeck le levantó la barbilla.

―No te tortures. Ahora eres una persona herida. Tendrás que vivir con eso. Bienvenida al club.

Mizar se agarró de la mano que le ofrecía el mercenario y se levantó. Su última frase la había hecho sonreír.

Caminaron codo con codo hasta que llegaron a la cabaña.

En el interior, Elara había reavivado la lumbre. Un agradable fuego crepitaba. Encima, una olla humeante.

Alcor y Señor se le echaron encima con los brazos abiertos.

―Esto es un nuevo inicio ―dijo Alcor―, ¿vale? Nadie te juzga aquí.

―Eres buena, señora ―dijo Señor.

―Gracias, Hans.

Se sentaron a la mesa.

Haldeck se hizo con la olla y la puso en un extremo. Uno a uno fue sirviendo los platos. DC4 repartió unas toscas cucharas de madera.

Mizar cogió una cucharada y sopló. El contenido era oscuro. Acercó la punta de los labios y sorbió. Estaba delicioso.

―Adelante ―dijo Elara―. Es una antigua receta. Potaje de verduras.

Devoraron como si hiciera una semana que no comían.

―Entonces, ¿nos ayudarás con los trajes? ―preguntó Alcor.

―Sí ―gruñó Haldeck―, pero quiero que entendáis que es una cosa peligrosa. No quiero ser responsable de nada de lo que pueda pasar. ¿Lo entendéis?

Las chicas asintieron.

―Tengo que decirlo: podéis morir. Y no sería una muerte agradable, ¿lo entendéis? ¿Habéis espachurrado alguna vez una mosca?

―No hay moscas en la ciudad.

―Es nuestra decisión ―dijo Alcor.

―Muy bien ―dijo Haldeck―, no podréis decir que no os advertí. ―Hizo una pausa―. Empezaremos mañana. Nos levantaremos antes de que salga el sol. Iremos arriba de una montaña que queda cerca. Es un lugar apartado. Allí os enseñaré las nociones básicas, ya veremos cómo se os da. ―Hizo otra pausa―. Ahora lo mejor será que vayamos a descansar. Mañana necesitaremos todas las fuerzas que tengamos y más.

Se levantaron y recogieron la mesa.

Elara puso un colchón inflable delante de la chimenea y les dio mantas. Les indicó donde estaba el baño. Estaba equipado con todo lo necesario.

―El agua es de un flujo subterráneo, así que no tenéis que preocuparos por malgastarla. Aquí hay jabón. Y aquí la pasta de dientes.

Alcor y Mizar se miraron.

―¿Pasta de dientes?

―¿No tenéis dientes naturales? ―preguntó Elara.

―No ―dijo Alcor―. En la ciudad ya nadie las tiene.

―Qué práctico ―murmuró Elara―. ¿Creéis que vais a necesitar algo más?

―Vamos a estar perfectas ―dijo Mizar―. Muchas gracias por todo.

Haldeck y Elara desaparecieron escaleras arriba.

Mizar, Alcor y Señor se arremolinaron encima del colchón. El niño se puso en medio.

―Es un sueño ―murmuró.

―¿Qué quieres decir? ―dijo Mizar.

―He dormido toda mi vida solo, y ahora tengo dos madres. Siempre rezaba para encontrar una madre, cada noche; para eso y para tener suerte; para que no me pillara ningún Orión ni ningún hombre malo; para no morir en un rincón y que echaran mis huesos a la basura. Y ahora mira, señor. Dos madres.

Las chicas rieron.

―Dos madres y un nombre ―dijo Alcor, guiñándole un ojo.

―Sí: Hans. Eso es más de lo que yo hubiera soñado nunca.

El niño cerró los ojos y se quedó dormido al instante.

Mizar observó como el fuego se extinguía poco a poco. Al otro lado de la cama, Alcor también se había quedado dormida. Podía ver como la manta subía y bajaba al compás de su respiración.

Habían pasado muchas cosas en las últimas horas, quizás demasiadas.

Cuando la última llama del fuego se extinguió, Mizar esbozó una sonrisa. Era la primera vez que estaba en la cama con alguien. Le pareció extraño compartir tanta intimidad, aunque también tenía algo muy natural. El calor de los cuerpos, la confianza, la sensación de formar parte de un clan. De pequeña le habían inculcado la idea del individualismo y la independencia por encima de todo. El contacto físico estaba mal visto. Era otra concepción que ahora se rompía como una figurita de cristal al caer al suelo.

Bajo un cielo artificialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora