51. Cementerio de vivos

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Alcor abrió los ojos, pero no vio nada. Solo oscuridad. Parpadeó varias veces, tratando de ajustar su vista, pero era inútil. Movió ligeramente los brazos y sintió algo frío y rígido que la rodeaba. Quiso estirarse, pero su cuerpo no respondía como esperaba. El espacio era tan reducido que apenas podía mover las manos unos centímetros. Su corazón empezó a latir con más fuerza.

Intentó girar la cabeza, pero un material duro le bloqueaba el movimiento. El frío le calaba en la espalda. Trató de levantar los hombros y un dolor agudo recorrió su brazo derecho al golpearse contra algo sólido. Estaba atrapada. No había espacio para moverse.

—¿Qué... qué es esto? —murmuró.

Su voz apenas resonó en el reducido espacio.

Estiró los dedos y tocó lo que parecía ser metal liso. Su piel temblaba al contacto. Intentó mover los pies, pero tampoco pudo. Estaba completamente inmovilizada. Solo entonces comenzó a entender. Estaba encerrada.

***

Mizar abrió los ojos a la misma oscuridad. Su respiración era rápida y entrecortada. Intentó mover los brazos, pero el frío contacto con el metal la hizo detenerse. Trató de extender los dedos y sintió algo similar a una pared sólida junto a su rostro. El silencio era denso, sofocante. Se concentró en su respiración, tratando de mantenerla en calma.

«¿Dónde...?», pensó. Pero no había respuesta.

Sintió una opresión punzante en el pecho. No podía ser una habitación grande. No podía estar de pie. No podía moverse.

Poco a poco, intentó empujar con los codos hacia los lados, pero el metal estaba tan cerca que apenas pudo flexionar los músculos. Estaba atrapada, como si... como si estuviera en un ataúd.

***

Unos metros más allá, Haldeck golpeó con el codo algo rígido y maldijo entre dientes. El espacio era demasiado estrecho, demasiado pequeño. Intentó forzar las piernas, pero tampoco encontró espacio suficiente para moverse. Se dio cuenta de que apenas podía respirar sin sentir que sus pulmones rozaban contra las paredes del reducido espacio.

—Genial —murmuró para sí—. Nos tienen empaquetados.

Hizo un esfuerzo por girar el cuello, pero solo consiguió hacerse daño. El metal frío le apretaba el pecho y, al igual que los demás, se dio cuenta de que no había forma de moverse.

Dejó escapar un resoplido. Intentó empujar con los pies, pero el espacio seguía igual de reducido.

Estaban atrapados.

***

El tiempo se volvió una cosa líquida, extraña y resbaladiza.

Alcor era incapaz de calcular las horas que llevaba ahí dentro, pero sabía que su cuerpo había empezado a disolverse, a desaparecer en la nada. La idea de morir en ese nicho metálico, hizo que se le contrajeran los labios.

No había luz, no había sonidos más allá de su propia respiración, que se hacía cada vez más pesada. El frío del metal seguía presionando su cuerpo por todos lados. Los pensamientos comenzaban a mezclarse. Trató de concentrarse en cualquier cosa, pero todo era un bucle de silencio y oscuridad.

***

Mizar intentaba no dejarse vencer por el pánico. Cada vez que cerraba los ojos, veía destellos, pero sabía que no era más que su mente jugando trucos. Intentaba recordar detalles del último día fuera, los rostros de quienes había dejado atrás, pero cada imagen se desvanecía tan pronto como llegaba. El dolor en su cuello y hombros ya no era soportable, pero no tenía forma de cambiar de posición. Cada intento de moverse solo la hacía sentir más atrapada. Necesitaba ir al baño, así que gritó. Pero nadie atendió a sus demandas.

***

Haldeck permanecía despierto, sin poder dormir por la incomodidad y el dolor de estar en una postura fija. Pero había algo más que lo mantenía alerta. Había notado una pequeña vibración, casi imperceptible, que se repetía cada cierto tiempo, como si una máquina cercana encendiera y apagara sus motores. Cada vez que la vibración volvía, Haldeck contaba mentalmente. Un ciclo cada veinte segundos, pensó.

—Cuatro ciclos por minuto —murmuró.

Su voz sonó apagada en el reducido espacio, pero le hizo compañía.

—Sesenta minutos... Cuatrocientos ochenta ciclos por hora...

Comenzó a contar. A la fuerza, su mente quedó atrapada en ese mecanismo de cálculo. Contaba los ciclos, uno tras otro, para mantener la cordura. Era su única manera de seguir el tiempo en aquel agujero de metal. Cada ciclo era un latido en su mente. Cuatro horas. Ocho horas. Catorce.

***

Alcor empezó a sentir como su cuerpo flotaba, como si ya no perteneciera del todo a ese espacio. Su pecho se alzaba con dificultad, la sensación de opresión se volvía insoportable. Intentó hablar, pero su voz no era más que un susurro en la oscuridad. El frío le calaba en los huesos, y empezaba a sentir un extraño cosquilleo en las manos, una ligera vibración que le indicaba que algo no estaba bien.

***

Mizar empezó a perder la noción del tiempo. No sabía si habían pasado horas o días. Su respiración se volvió más rápida en algunos momentos, más lenta en otros. Intentaba concentrarse en mantener un ritmo, pero el miedo la invadía. Sin aire fresco, el espacio parecía cerrarse cada vez más. A veces, sentía que iba a desmayarse.

***

Al llegar lo que debía ser el segundo día, Haldeck seguía contando los ciclos. Su cuerpo estaba exhausto, pero no dejaba de seguir el ritmo de las vibraciones. A medida que avanzaban las horas, cada vez era más difícil concentrarse. Los músculos rígidos, el dolor en las extremidades inmóviles, todo se acumulaba.

—Cuatro... mil... ochocientos... —susurró entre dientes.

¿Cuánto tiempo más aguantaría?

Sabía que habían pasado dos días, al menos según su cálculo. Sentía cómo la mente le empezaba a fallar, pero seguía contando. Tenía que mantenerse consciente.

***

La noche del segundo día cayó sobre ellos como una losa invisible. El ciclo de las vibraciones seguía en la cabeza de Haldeck, pero su cuerpo ya no podía resistir más. El agotamiento finalmente lo atrapó, y antes de que pudiera darse cuenta, sus ojos se cerraron. Su respiración se hizo más lenta y su mente se apagó, cayendo en un sueño turbulento.

Mizar, que había estado luchando por mantener la consciencia, se quebró. El dolor en su cuello y espalda eran insoportables. Sintió un leve mareo, sus ojos rodaron hacia atrás, y su cuerpo cedió al desmayo. La oscuridad la tragó por completo.

Alcor llevaba horas notando cómo sus pensamientos se difuminaban. No sabía si era la falta de aire o la creciente sensación de que su cuerpo no era real. Su semitransparencia empeoraba, o al menos eso creía. Al final, sus párpados cayeron pesadamente y la oscuridad en su mente fue total.

Bajo un cielo artificialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora