21. NOCHE. Las cosas se tuercen

17 5 0
                                    

Los policías bajaron del coche. Delante iba Banjo, detrás González; parecían cansados, como si hiciera una semana que no hubieran pillado la cama.
―¿Qué hacemos? ―murmuró Alcor, presa de un pánico instantáneo.
Zanuski lanzó una mirada de soslayo. Los agentes ya avanzaba hacia la puerta del restaurante.
―Nada ―musitó.
―¿Nada?
―Exacto.
―¿No vamos a escapar?
―¿Para qué?
―Van a detenernos.
―A mí no, no he hecho nada y estoy en mi turno.
Alcor frunció el ceño. Empezaba a darse cuenta de que cuando cruzas al otro lado, no puedes contar con nadie; o con casi nadie. Se abalanzó a DC4 y, a toda prisa, le murmuró unas instrucciones en el orificio que hacía de oreja. De pronto, ese pequeño ser artificial le pareció muy próximo.
El robot escuchó pacientemente; luego, se puso en marcha. Pasó por debajo de las mesas y, justo cuando se abría la puerta del local, desapareció por el pasillo que llevaba a la cocina.
Por suerte, Zanuski no trató de detenerlo.
La puerta del restaurante se abrió con un sonoro bang. Quedó claro que a Banjo le importaban un pepino los sensores.
Los dos policías echaron un vistazo al interior para descartar cualquier amenaza y se pusieron en marcha hasta llegar a la mesa en la que seguían Alcor y Zanuski.
―Buenas noches ―dijo Banjo, levantando una sucia mano.
―Buenas noches ―respondió Zanuski―. ¿Hay algún problema? Tengo todos los papeles del negocio en regla. ¿O es que desean un plato de espaguetis?
―No venimos por el restaurante ―dijo González.
―¿Me permiten sus identificaciones? ―añadió Banjo.
Al instante, Zanuski sacó un viejo móvil de su bolsillo y abrió la aplicación identificativa. González alargó una mano y leyó el código con su escáner. El aparatito soltó un bip aprobatorio.
―Todo correcto.
Los policías se giraron hacia Alcor.
Esta se había quedado blanca. El corazón le iba a mil y había empezado a sudar. Tendría que habérselo pensado mejor antes de meterse en ese lío. ¿En qué debía estar pensando?
―Su identificación ―dijo Banjo―. No tenemos toda la noche.
―Tengo un problema... ―tartamudeó Alcor.
―¿Un problema? ¿Qué problema?
―Me he perdido.
Los agentes se miraron.
―Eso me suena a excusa ―dijo Banjo.
―De las malas ―añadió González.
Alcor improvisaba:
―He cometido un error, me quedé dormida y...
―Identificación ―dijo Banjo.
A regañadientes, Alcor sacó su terminal y lo desbloqueó. No serviría de nada mentir. Estaba perdida. 
González escaneó el código de la aplicación identificativa.
Sonó un pitido de alarma.
Banjo puso cara de aburrimiento antes de soltar su letanía:
―Señora, sabe que acaba de violar el Código de Convivencia Temporal, ¿verdad?
Alcor no respondió.
―¿Lo sabe?
―Sí.
―Concretamente ―prosiguió Banjo― la Sección 18, Artículo 4: «Ningún ciudadano del primer turno podrá permanecer en el territorio del turno nocturno sin una autorización previa emitida por la Autoridad de Gestión Temporal».
―Pero no he hecho nada malo.
Banjo se pasó una mano por el mentón.
―Entiendo, pero las leyes están para mantener el orden entre los turnos. Si no, sería un caos. Su presencia aquí, sin autorización, es una violación de esa ley. Levántese.
Alcor obedeció.
―Las manos.
Alcor adelantó la mano derecha y extendió el dedo índice.
Banjo hizo un gesto a González.
―El anillo.
El policía sacó un dispositivo ARCE de una cajita.
―¿Es necesario? ―preguntó Zanuski.
―Nadie le ha dado vela en este entierro ―le cortó González―. Le recuerdo que estaba manteniendo una conversación con una antisistema. Eso le convierte en cómplice.
―Solo si sabía que lo era, y, ¿cómo podía yo saberlo?
Zanuski y Banjo se miraron a los ojos.
―Soy una persona metódica ―dijo el policía. Luego añadió―: Vamos a ir paso por paso. De momento nos llevamos a la señorita. Si, posteriormente, tenemos necesidad de interrogarle a usted, no habrá ningún problema; ¿verdad que estoy en lo cierto?
Zanuski asintió.
―Perfecto. ¿Dónde nos habíamos quedado? Ah, sí. El anillo.
―¿Me va a doler? ―preguntó Alcor.
―No ―dijo Banjo―. Restringirá tu campo de energía, eso es todo.
González activó el anillo y se lo introdujo en el dedo. Estaba frío. En pocos segundos, se ajustó al diámetro del dedo de Alcor. Entonces, sintió que las piernas tenían problemas para sostenerla. Con una mano, se aguantó en el respaldo de la silla.
Banjo sonrió.
―Agentes ―dijo Zanuski―, si no les importa, debería cerrar el restaurante. Se ha hecho tarde.
―Cómo no ―dijo Banjo.
Los policías se pusieron a ambos lados de Alcor. Con una mano en cada hombro condujeron su paso vacilante hacia la salida del restaurante.
Mientras andaban, González comenzó una jaculatoria:
―Le informo que tiene derecho a permanecer en silencio. Cualquier declaración que haga puede ser almacenada y analizada para su uso en su defensa o en su contra. Tiene derecho a un abogado humano, si no puede permitirse uno, se le asignará un abogado sintético por el sistema. Además, su salud mental y física será monitoreada constantemente para asegurar su bienestar durante el proceso de detención. ¿Entiende tus derechos?
Alcor asintió. Cada vez le costaba más pensar. Era como si sus neuronas se hubieran cortocircuitado.
Los policías la llevaron hasta el coche y la hicieron entrar en la parte de atrás, convenientemente blindada. Ellos se situaron en la parte delantera. Banjo desactivó el piloto automático y enchufó la sirena. El coche salió a toda marcha en dirección a comisaría.
Al mismo tiempo, DC4 salía por la puerta trasera del restaurante. Las instrucciones que le había dado Alcor eran muy claras: debía ir al parque y esperar a que llegara Mizar. Ella era la única persona que podía ayudarla, la única que estaba metida hasta el cuello en esta aventura. O que estaba tan loca como para intentarlo. Quizás no hiciera nada, quizás la dejara caer, quizás pensara que era la ocasión perfecta para acabar con ese sinsentido.
Pero también podía ser que quisiera ayudarla.
DC4 caminó sin detenerse ni un solo instante hasta que llegó al parque. Todavía quedaban un par de horas antes de que saliera el sol.
Se escondió detrás de un árbol. Era mejor que no lo viese nadie. Un robot de compañía merodeando solo a esas horas podía levantar sospechas. Y si quería ser de ayuda, lo mejor era pasar desapercibido.

Bajo un cielo artificialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora