17. NOCHE. Suave es la noche

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La espera fue larga, pero, afortunadamente, la compañía del pequeño robot hizo la situación más llevadera. Este le propuso acertijos para pasar el tiempo; juntos, cantaron canciones e, incluso, le narró varios cuentos de los hermanos Grimm. Sin duda era un autor cancelado, pero a Alcor, de pequeña, le encantaban esos relatos. Su preferido seguía siendo Hansel y Gretel. Nunca había entendido el papel del padre, la ponía de los nervios. ¿Cómo podía alguien abandonar a sus hijos a petición de su nueva mujer? Seguía sin encontrarle el sentido; pero el cuento la enganchaba, quizás justamente por eso, aunque fuera irracional.

El problema más grave de la espera fueron las ganas de ir al baño que le entraron a partir de sexta hora. Valoró la posibilidad de hacer pis en una esquina, pero le parecía una funesta carta de presentación ante Zanuski. ¿Zanuski limpiando su pis con un mocho? No. Así que hizo lo posible para olvidarse del tema: cantó, hizo estiramientos y caminó por la sala.

Pasadas las 9 horas, DC4 anunció las terribles y esperadas palabras: «Es hora de salir a la noche». El corazón de Alcor empezó a retumbar como un tambor. Iba a ser la primera vez que salía a la noche real, y eso la asustaba. Sabía que todo lo que hiciera a partir de aquel momento iba a ser muy peligroso, pero ya no había marcha atrás.
Se encaminó hacia el túnel por el que habían entrado, seguida de DC4. Cubrieron la distancia mucho más rápido que a la ida, básicamente porque ya sabían a dónde se dirigían y, además, Alcor tenía una necesidad urgente de encontrar un baño. Cuando llegaron a la trampilla, Alcor la empujó suavemente. Cabía la posibilidad de que hubiera alguien en la calle. Le pidió al robot que saliera primero y que emitiera un sonido si era seguro. El robot obedeció. Pasó a través del agujero y, al cabo de un rato, emitió un sonido. Alcor empujó la trampilla y salió a una oscuridad nueva para ella.
Miró a su alrededor, fascinada. Así que la noche era eso: la realidad sin luz. Miró al cielo: la negrura enseñaba sus dientes con forma de estrellas. Suave es la noche.
Entonces, se acordó de sus ganas de hacer pis. A la desesperada, se escondió entre dos coches y se alivió. Mientras meaba le entró la risa. Vaya manera de inaugurar su visita al segundo turno.
Se limpió y volvió donde estaba DC4.
El robot le tiró de los pantalones.
―Deberíamos ponernos en marcha.
―Antes tardaste mucho ―le dijo al robot.
―Había una persona al fondo de la calle ―respondió este―. Un individuo que paró para encenderse un cigarrillo, y luego se fue.
―Tenemos que actuar con normalidad.
―Sí.
―¿Sabes dónde queda el restaurante de Aldo?
―Sí, lo he buscado. Está a dos calles de aquí.
―En marcha.
Alcor y el robot abandonaron el callejón lentamente. Cuando llegaron al extremo, giraron a la derecha y caminaron hasta la siguiente travesía.
―Tenemos que avanzar un poco más ―dijo el robot.
Alcor asintió.
―De acuerdo.
A esas horas de la noche, las calles habían cobrado un aire completamente diferente. Alcor lo observaba todo como si fuera una niña descubriendo un mundo nuevo. Aspiraba el olor de la noche y dejaba que las imágenes penetraran a través de sus pupilas. Lo primero que la sorprendió fue el cambio de temperatura. En las casas, la calefacción central mantenía 20 grados constantes, así que nunca había diferencia. En contraste, la noche le pareció refrescante, de un frío que la ayudaba a aclararse las ideas, de un frío real.
Las luces de los comercios y de los coches que pasaban esporádicamente brillaban y desaparecían como luces estroboscópicas en una discoteca. Le pareció un mundo más agresivo, más hostil, pero a la vez más auténtico.
Caminaron hasta la siguiente travesía, entonces DC4 torció a la derecha. Avanzaron 50 metros más hasta que el robot se detuvo delante de un restaurante. El cartel que había encima de la puerta lo dejaba bien claro: Restaurante de Aldo.
Un coche de la policía enfiló la calle, con sus luces y sus escáneres barría todo el perímetro. Avanzó hasta llegar a la altura de Alcor y DC4. La luz atravesó la pareja con la frialdad de un bisturí. El coche se detuvo por unos instantes, probablemente por falta de cobertura, pero luego reemprendió la marcha sin mayor problema. Alcor respiró aliviada. A partir de ahora, todo lo que hiciera cobraba una importancia vital; no podía cometer ningún desliz. Si la policía le pedía su identificación, descubriría al instante que era una luz y que, en ningún caso, podía estar en el segundo turno.
Puso los dedos en la puerta del restaurante y empujó con suavidad. La puerta se abrió con un sonoro clac. Ella y el robot se deslizaron hasta el interior, donde se encontraron con un comedor que albergaba alrededor de unas diez mesas. Todas estaban preparadas para la llegada de unos posibles comensales que, de momento, no se había producido. Manteles de algodón, servilletas bien dobladas, cestitos con un oloroso pan... El decorador había tratado de imitar el estilo de un viejo restaurante italiano. No había paneles táctiles, ni imágenes en movimiento, ni carritos robotizados. Era una pura delicia para los sentidos.
Un camarero vestido con chaqueta blanca y pantalones negros se acercó a toda prisa.
―¿Desean cenar?
Alcor dudó. Pensó que sería demasiado atreverse a preguntar por Aldo de forma directa, además de que se moría de hambre. Así, movió la cabeza afirmativamente. El camarero hizo un gesto con el dedo y se puso en marcha. Acomodó a Alcor en una de las mesas del fondo, apartada de la amplia vidriera que daba a la calle. Con un dedo, le indicó el código para que se descargara la carta en su terminal.
Alcor echó un vistazo. Sí, se trataba de la típica carta vintage. Sabía de sobras que si entrara en la cocina lo único que encontraría sería un informático y varias impresoras 3D; pero no daba igual. Lo importante no era la realidad, sino la apariencia de realidad. O, al menos, eso es lo que les decían en el instituto. Al final, la repetición de una mentira acaba suplantando la verdad. Algunos preferían ser realistas y eliminaban las cocinas de sus casas, pero ella seguía comprando falsas berenjenas, falsos tomates y pretendiendo que las cosas eran de otra manera.
El camarero apareció de nuevo con una libretita con espiral y un bolígrafo de tinta.
―Macarrones con salsa de tomate y una milanesa. Para beber, una botella de agua.
El camarero anotó el pedido y se retiró.
A Alcor le hubiese apetecido probar uno de los vinos tintos, pero pensó que sería mejor mantener la cabeza lo más clara posible. Todavía no sabía qué iba a suceder.
Los macarrones llegaron, humeantes. Alcor los inundó de queso y se los comió.
Luego le tocó el turno a la milanesa. Le pareció bien. Nunca había probado la carne verdadera, así que tampoco podía comparar.
Cuando el camarero lo hubo retirado todo, le pidió un café.
Al poco, por el fondo del local, apareció un tipo extraño. Llevaba una perilla sujetada con un anillo dorado, gafas de sol marrones y un sombrero de detective. Se acercó a la mesa de Alcor y se sentó delante de ella, al lado de DC4.
―Buenas noches ―dijo―. Supongo que tú debes ser Alcor.
―Sí.
El tipo extendió una mano.
―Encantado, soy Zanuski.

Bajo un cielo artificialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora