5. Malentendido

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Habían pasado casi dos años desde que inició su entrenamiento, el ritmo que Sanemi Shinazugawa le impuso fue sumamente agotador, desgastante y exigente. Y para peor, como había advertido su mentor, incrementó la intensidad del entrenamiento, llevó su cuerpo y su mente al límite.

Sanemi no se conformaba con menos que la perfección y exigía a Saori sin piedad, pero los frutos de su trabajo eran claramente visibles, y satisfactorios.
Sin embargo, para llegar a ese punto la chica había perdido la cuenta de cuántas veces se había desmayado en el último tiempo. O cuántas veces había vomitado.
Había entrenado bajo la lluvia, bajo el sol abrasador, bajo la nieve cruel. Con el cuerpo cubierto de moretones. Con los músculos agotados.

También había enfermado, más de una vez.
Cuando eso pasó, Sanemi fue quien se encargó de buscar la medicina, de monitorear su fiebre y de llevarle la comida a la habitación.

Y cuando Saori estaba con la regla, le daba el día libre y le permitía dormir hasta tarde.
Incluso había hablado con Shinobu, (muy a su pesar y con una vergüenza que no recordaba haber pasado en su vida) para conseguirle algo para los cólicos, que a veces la mantenían en posición fetal durante horas.

Sanemi poco a poco fue tomándole afecto, a su manera. La dejaba curar sus heridas, le había enseñado a realizar suturas simples conjuntamente con otras curaciones. Y era ella quien se encargaba de tener siempre bien surtido el botiquín de primeros auxilios de la casa.

A esta altura ya habían aprendido a funcionar como equipo y no solamente en el entrenamiento, sino en la cotidianeidad de la rutina.
Saori se sentía protegida, y aunque él era implacable en cuánto a su entrenamiento, ella supo ver las sutiles señales de aprecio, y le pareció irreal que alguien con el aspecto y el carácter de Shinazugawa pudiera ser tan cuidadoso y atento cuando se lo proponía. Era un contraste sorpresivo, algo que Saori consideró un privilegio conocer.
El Pilar del Viento cuidaba de ella y en retribución, la chica solía esperarlo por las mañanas con el desayuno cuando llegaba de las misiones.

La casa de Sanemi nunca se sintió tan acogedora, y él sabia muy bien que era por ella.
Desde que Saori había llegado, su casa se sentía una casa: luminosa, limpia, cómoda.
Cálida.

Pero eso empezó a preocuparlo.
Porque de repente notó que las charlas con Saori se volvieron necesarias. Al punto que, no solamente ansiaba llegar a su casa para descansar, sino para pasar tiempo con ella, para contarle sobre su noche. Para entrenar juntos, para comer juntos.

Y descubrió que ella lo miraba diferente. Que le sostenía más la mirada, o que quizá sonreía más. La había pescado mirándolo cuando él cocinaba o cuando se sentaba a cuidar de sus escarabajos cuando tenía un momento libre. Buscaba el contacto, porque ahora de vez en vez ella apoyaba su cabeza en su hombro cuando estaban sentados mirando el atardecer, hablando, descansando. O se recostaba a su lado y le colocaba la cabeza en el regazo cuando descansaban del entrenamiento.
Pero lo más preocupante era que él era incapaz de frenar eso. Porque por dentro, ese contacto le aceleraba las pulsaciones de una manera muy agradable.

Entonces para horror de Sanemi, se dio cuenta de que si él notaba todo eso era porque también la miraba más. Y eso era innegable.
También cayó en la cuenta que se había aprendido ya los gestos que ella hacía, cómo cuando se olvidaba de algo. O el leve mohín que aparecía cuando sentía asco, como por ejemplo, con las cucarachas o los gusanos. O sus escarabajos. Se dio cuenta que le maravillaba ver cómo su mirada se encendía cuando el entrenamiento llegaba a su pico máximo.
Había notado que Saori tenía un lunar pequeño en el lóbulo de la oreja derecha y que cuando sonreía se le dibujaban hoyuelos en las comisuras de los labios. Que el cabello le había crecido más allá de la cadera.
Que tenía los pechos pequeños. Que tenía una marca de nacimiento en forma de medialuna en el omóplato izquierdo.

El Maldito Amor Donde viven las historias. Descúbrelo ahora