Capítulo 2

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 Me senté, tímida, en una de las sillas frente a su escritorio. Me arrepentía en el alma haber aceptado llegar a este punto. Quería correr y escapar. Una cosa era trabajar con un hombre engreído y  otra, muy distinta, tener que ver, cada día, la cara del hombre que, noche a noche, atormentaba mis sueños. Verlo allí, enojado, molesto, me asustaba.

Benjamín Roldán me miró fijamente, yo me cohibí y bajé la mirada.

— Me gusta que me miren a los ojos —dijo secamente.

Yo volví a mirarlo, tenía ganas de llorar, ¿duraría, por lo menos, una semana trabajando para él? Lo dudaba.

— Supongo que ya le hablaron de mí.

¡Claro que lo hicieron! Pero de todo lo que pudieron decirme de él, era un eufemismo en comparación a lo que realmente era. Aunque no estaba segura si pensaba así por él mismo o por el Benjamín Roldán de mis sueños.

— ¿Lo hicieron? —me urgió.

— Sí - contesté en un hilo de voz.

— No la oigo.

— Pensé que exageraban —contesté levantando la voz.

El sonrió.

— Tal vez no quisieron asustarla.

— Y yo creí lo contrario.

— Se equivocó.

— Totalmente —contesté sin pensar.

— ¿Tan malo soy?

— Peor —contesté pensando en el hombre de mis pesadillas, estaba metiendo la pata.

— Me parece que no quiere este trabajo, como me habían dicho.

— No lo quiero, lo necesito —dije suplicante.

— Si no fuera así...

— Me hubiese ido... —“en cuanto lo vi”, agregué en mi mente.

— Puede irse ahora.

— ¿Quiere que me vaya?

— No quiero ver llorar a una mujer en mi oficina.

— ¡No voy a llorar!

— Yo diría que está a punto —él parecía divertirse conmigo y no lo dejaría, yo no era la señorita puritana del siglo XIX, a la que él torturaba.

— Miré, Señor Roldán, el que usted tenga dinero, no le da ningún derecho a pisotear a los demás.

— Si no le gusta, puede irse.

Lo miré enojada, sí, estaba a punto de llorar.

— Necesito el trabajo —dije bajando la voz.

— Entonces debes aceptar mis condiciones.

— ¿Qué condiciones?

— Debes aguantar mi carácter, por ejemplo.

— Sus humillaciones, querrá decir.

— Yo no he querido humillarla, Srta. Vargas —me miró realmente sorprendido.

—  Lo hizo.

— ¿Cuándo?

“Cada noche”, pensé.

— Primero me cita a las cinco de la tarde y… —no sabía muy bien qué decir.

— Yo no la cité a las cinco, le dije a Verónica que la atendería a las seis, ella insistió en las cinco y lo olvidé. Agradezca que la atendiera antes.

Extraño DestinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora