Capítulo 3

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Cabalgaba a toda prisa, lloraba, mi padre, un hacendado del siglo XIX, me había vendido a un hombre que ni siquiera conocía y, según los rumores de la comarca, Damián Lexington era un hombre cruel y despiadado, ¡y me había vendido a él! Para evitar esa desgracia, decidí huir. Al atardecer, subí a mi caballo y eché a correr, debía escapar lo antes posible; al día siguiente, Damián Lexington iría a casa a ver "la mercancía", o sea, yo.

De pronto, el disparo que asusta a mi caballo. Ahora las escenas de mi sueño no están cortadas. Veo caminar al Benjamín de mis sueños, con sus botas altas, gruesas, con incrustaciones plateadas. Trae una capa larga, no un abrigo, como pensé al principio. Me agarra del brazo y me levanta alumbrándome con su antorcha, la pone tan cerca de mí que creo, por un momento, que piensa quemar mi cara.

— ¿Quién eres? —Grita muy cerca de mi rostro.

Yo no puedo contestar, estoy aterrada, jamás había salido sola de casa y me encontraba con esto.

— ¡Habla! —Vuelve a gritar, pero yo no logró responder, aunque lo intento.

Me tira del brazo y me lleva a toda prisa, casi corriendo; yo tastabillé varias veces y, cuando me lanza adentro del calabozo, termino por caer. Él vuelve a levantarme con brusquedad. Mi vestido se enreda en mis pies y se hace jirones. ¡Son tan incómodos esos vestidos! Yo no sé cómo lo hacían esas mujeres. Se sale la mitad de la falda con el jalón.

— ¡¿Qué haces aquí?! —vuelve a gritarme en la cara.

— Por favor, no me lastime —logro articular.

— ¡Dime qué haces aquí!

— Yo... yo... estaba huyendo...

— ¡Mientes! —Puso la antorcha en la pared y tomó la escopeta, me apuntó al corazón.

— ¿Quién te envió?

— Nadie, por favor... por favor.

— ¡Contesta!

— Por favor —yo lloraba sin control.

— ¡Dime lo que quiero saber!

— Por favor —yo no sabía qué decir, si ya le había dicho la verdad y él no me creyó.

Me miró con sus ojos llenos de rabia y desdén. Me apuntó con el arma justo en la frente.

— No —rogué.

— Morirás —dijo con voz grave.

Desperté con mi grito. Como siempre, estaba empapada en llanto y sudor. Benjamín Roldán me apuntaba con un arma. Debo confesarlo: tenía miedo, más que eso, estaba aterrada.

Miré la hora: seis de la mañana. Ya no volvería a dormir, me levanté y aproveché el tiempo para arreglar mi departamento y cocinar algo antes de irme a trabajar.

Llegué cinco minutos antes de mi hora de entrada, Benjamín ya estaba en la oficina, según me dijo, al llegar, Marcela.

Entré; cohibida y temerosa. La conversación del sábado y la imagen de la escopeta en mi cabeza me hacían sentir aterrada. Aunque, si lo pensaba bien, Benjamín no sería capaz de apuntarme con un arma, ¿o sí?

— Buenos días —me saludó fríamente, mirando su reloj de oro- eres puntual.

— Así es —contesté más seca de lo que pretendía. Me puse a la defensiva.

Él hizo un gesto de desagrado, era obvio que no le gustaba verme allí. De todos modos, se acercó y, después de mirarme brevemente con ironía, se fue al escritorio que, bien había supuesto, era mío. Lo encendió, ingresó la clave y me hizo sentar.

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