Capítulo 15

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By Bill.

El panorama, las circunstancias y la escena me sorprendieron bastante cuando llegué a la puerta de la pastelería, puesto que no era una pastelería en realidad como me lo habían pintado.
Ya me había parecido raro que hubiera una pastelería en los barrios bajos ya que, si la gente no tenía dinero para comprar comida decente, carne o pescado, fruta, menos iba a tener para pasteles.

La pastelería del tío de Andreas era... ¿cómo debía describirla? Multiusos, quizás. El local era grande viéndolo desde fuera, a través de los cristales limpios. Fuera del mismo, a ambos lados de la puerta abierta, una hilera de mesas y sillas formaban un pasillo entre ellas por las que deberían pasar los camareros. Una chica las colocaba en orden con temple concentrado. Vestía un uniforme bastante provocativo, negro y blanco. La falda era corta, a la mitad del muslo, con un bonito vuelo, de color oscuro y encajes claros. Un delantal atado a la cintura adornaba la falda y un lacito azul oscuro decoraba su cuello. El traje era sin mangas ni tirantes, apretado a la parte superior del pecho, cosa que me preocupó bastante. Deseé en silencio que mi uniforme tuviera manga larga.
Finalmente, el pelo de la chica (de un color rubio platino con mechas rosas recogido en dos coletas, bastante divertido), estaba decorado con un pañuelo blanco a modo de felpa. Sus zapatos tenían plataforma, y calcetines altos del mismo color que el pañuelo le llegaban a las rodillas.

Era el típico traje de sirvienta que vendían para carnaval o cosplay atrevido para esas ceremonias de frikis de manga y japonés.

-Andreas... - murmuré. Él me dirigió una mirada feliz.

-¿Sí?

-Yo no tendré que llevar un uniforme como ese ¿verdad? – señalé a la chica y Andy rodó las pupilas por la cuenca de sus ojos.

-¿Quieres el trabajo o no?

-Sí, pero...

-¡Pues aguántate con lo que haya! – me golpeó la espalda con una mano y estuve a punto de vomitar en mitad de la calle. Había conseguido reprimir el vómito sobre aquella moto, pero no me fiaba de poder aguantar mucho más si se me zarandeaba. – Venga, vamos dentro. Deben estar esperando. – se adentró en la pastelería con aire optimista, pero antes, saludó a la chica del traje de sirvienta con una mano. Ella ni se dio cuenta de su presencia.

Entramos, y yo analicé la estancia con ojo crítico. Hum... limpieza. Mesas brillantes y sillas aún más relucientes, de una forma un tanto extraña, originales. El lugar era grande y el estante estaba lleno de pasteles, tartas y chucherías de toda clase y formas. Uff, pasteles de crema. Se me hacía la boca agua. Desgraciadamente, estaban ocultos tras una fina pared de cristal. Sobre la repisa había pan tierno en una cesta, flores que olían a campo, algunos platos recientemente fregados, de cristal y cartas donde venía el menú. Cogí una y me sorprendí al descubrir que no solo preparaban dulces. También vendían pan y a la vez, hacían de las suyas como bar con cerveza, vinos y demás. Tapas variadas, desayunos y almuerzos. Hum...

-¡Andreas! – un grito ronco me sobresaltó. Dejé la carta sobre la repisa de nuevo con rapidez y me volví enseguida.

-Ya estamos aquí, tío. - ¿tío? Observé detenidamente a sobrino y tío. No se parecían en nada y tampoco me hubiera esperado que el dueño de tanto azúcar fuera semejante hombre. Era más bajo que yo, con pelo canoso, mirada exigente y poco tolerante, arrugas alrededor de los ojos y dueño de un cuerpo tan musculoso, que daba grima. Fumaba puros... y era feo. Solo le faltaba el bigote y menos musculatura para encajar con mi imagen mental del jodido Hitler.

-Llegas tarde. – gruñó. - ¡Tres minutos tarde! ¿Es que pretendías hacerme esperar toda la mañana, nenaza?

Hostias... el presidente del Daily Planet.

-Lo siento, tío. Ha habido un... pequeño contratiempo y...

-¡No quiero excusas! – volvió a gritar. Sus pequeños y agudos ojos se clavaron en los míos. - ¿Este es tu amigo?

-Sí, es este. – me analizó de arriba abajo con esos pequeños y feos ojos y volvió a gruñir.

-Demasiado flacucho. - ¡Ja! En eso le daba la razón. – Pero es alto. No me gustan las personas demasiado altas. Parece un palillo, tu amigo. – me callé, poco dispuesto a empezar una pelea con ese enano musculoso. Le dirigí una mirada interrogativa a Andy. ¿En serio tenía que lidiar con ese elemento? - ¿Cuál es tu experiencia, míster anorexia?

-¿Anorex...? ¿Perdón? – ¿Me había insultado?

-¡Tu experiencia en el trabajo! ¿Con quién has trabajo antes, de qué?

-Ehm... - me lo planteé. El tío me estaba poniendo nervioso. Gritaba mucho, como mis profesores de primaria intentando controlar a una jauría de niños alocados. – Una vez vendí papeletas y publicidad como Santa Claus en el centro de Hambur... ¡Ahh! – Andreas me pisó el pie, despiadado y me fulminó con la mirada. – Ehm... he trabajado en bares y tabernas... por la noche.

-¿Por la noche? – preguntó el jefe, alzando una ceja con incredulidad. Yo asentí con la cabeza. - ¿Y de qué te ocupabas?

-Pues... de todo un poco. A veces llevaba pedidos a los clientes, otras veces cobraba y otras veces limpiaba. – me inventé.

-Es un maestro de la limpieza. – añadió Andy.

-¿En serio? ¿Sabes planchar?

-Sí.

-¿Barrer y fregar?

-Sí, claro.

-¿Limpiar cristales y recoger, ordenar, fregar los platos?

-Por supuesto.

-¿Y los baños?

-¡Los deja como los chorros del oro! – gritó Andy. El jefe asintió con la cabeza lentamente, con una mano en la barbilla.

-¿Y eres bueno en matemáticas?

-¡Claro! ¡Siempre he sacado sobresaliente! – sonreí. No. Nunca había sacado sobresaliente en matemáticas. De hecho, había suspendido incontables veces y me habían acabado aprobando por pena. Casi había olvidado cómo se dividía por dos cifras.

-¡Perfecto, te contrato! – asentí con la cabeza, efusivo.

-¡Genial!

-Ocho horas diarias. De lunes a viernes, de nueve a una y por la tarde, de cinco a nueve de la noche.

-¡Sí, sin problemas!

-¡Puntualidad! – añadió y yo asentí, repentinamente feliz. ¡Tenía trabajo! ¡Había encontrado trabajo! ¡Me había hecho independiente! – El sábado harás solo el turno de mañana y por la tarde, después de la una, podrás irte a casa hasta el lunes siguiente.

-¡Me parece bien!

-Las horas extras no se cobran y las propinas, la mitad van para mí. ¡No se te ocurra quedarte con nada ni coger ni un euro de la caja, porque lo sabré y te mandaré a la puta calle! – me gritó, pero yo estaba tan feliz que ni lo tuve en cuenta.

-¡De acuerdo!

-¡Bien! Este chico me gusta, Andreas, aunque sea un palillo. – Andy y yo nos miramos, con una sonrisa de oreja a oreja. Tenía ganas de darle un abrazo de oso allí mismo.
El que a partir de hoy sería mi jefe, anduvo hasta detrás del recibidor, hacia la caja, abriéndola con una llave diminuta que llevaba atada al cuello, sacando papel y bolígrafo. Extendió el papel hasta mí.

-Firma ahí. Es un contrato de prueba de dos semanas. Si me convences, me quedo contigo. Si no haces bien tu trabajo, irás fuera. – cogí el bolígrafo sin rechistar y fui directo a firmar sin leer nada más, mucho menos la letra pequeña. Empecé a firmar cuando de repente, el jefe preguntó:

-Bueno, ¿y cómo te llamas, chaval? – yo alcé la cabeza y le sonreí.

-Bill. Bill Kaulitz.

Y al instante, el ambiente de buen rollo, la sonrisa, al igual que el color de su cara, desapareció.

-¿Perdón? ¿Cómo has dicho que te llamas? – fruncí el ceño y fui a contestar, extrañado por su repentina reacción despreciativa, pero Andy me pellizcó el costado, haciéndome encoger la cara en una mueca de dolor. Le miré de reojo. Negaba con la cabeza fuertemente. "Ni se te ocurra", murmuraba. ¿Qué pasaba ahora? ¿Cuál era el problema? ¿Mi apellido otra vez? La gente se ponía pálida cuando se enteraba de que era el hermano de Tom y muchos, salían corriendo. ¿Qué tendría mi hermano para provocar semejante reacción? Porque por mucho que me hiciera, yo no sentía la necesidad de salir corriendo, como mucho, de evitarlo.

En fin...

-Bill... Bill a secas. – murmuré y el jefe asintió con la cabeza, no muy convencido.

-De acuerdo, Bill a secas. Empiezas a trabajar hoy. – firmé el contrato con rapidez y se lo entregué. - ¿Cuántos años tienes?

-Dentro de unos meses cumpliré veinte.

-Lo suponía. ¿Y tú talla es la...? – ladeé la cabeza y levanté un poco la enorme camiseta de Tom hasta mi cintura. Estiré un poco de los pantalones y miré la talla de mi hermano. ¿Las cuarenta y cinco? No, imposible. Me sobraba mucho de cintura.

-Hum... no estoy seguro. Creo que es una treinta y seis o treinta y siete. – los dos, sobrino y tío, me miraron con una ceja alzada.

-Joder, pues sí que eres delgado, chaval. No quiero a nadie consumido mientras trabaja, no quiero ningún escándalo en este sitio, ¿entiendes? Así que, como primera tarea, mejora tu peso. No sé, come muchos dulces, engorda y luego, apúntate a un gimnasio. – sentenció. Yo asentí. Otra mentira más no haría daño a nadie. – El uniforme de mi sobrino te estará grande de cintura y corto de largo, pero mejor que lo que llevas puesto... quizás tenga algo una talla más pequeña. Miraré por ahí... ¡ADAM! – tronó y el pestazo a puro viajó hasta mi cara. ¡Urgg, qué asco! ¿y durante cuánto tiempo tendría que aguantar semejante vocerío y olor? Por un lado, esperaba que durara y por otro, que no fuera por mucho tiempo. Andreas y el jefe, Habermman, supuse, se giraron hacia la puerta de salida, esperando algo o a alguien, pero nadie apareció. - ¡Maldita sea! ¿Dónde cojones se ha metido este tío?

-Estoy aquí. – otra voz desconocida para mí saltó a mis espaldas. Me volteé y casi choqué de cabeza contra otro tío unos centímetros más bajo que yo. – Oye, ten cuidado. – se quejó.

-Lo siento. – me aparté un poco y pude ver el que supuse sería mi uniforme de trabajo. Lo primero que pensé, fue... ¡Oh, mierda, debía llevar corbata!

-¡Adam! ¿Dónde coño estabas? – gritó mi jefe al chico, Adam. Hum... como la familia Adams.
Le miré a la cara descaradamente, curioseando. Tenía pinta de tener unos veinte y dos por lo menos, bastante alto, teniendo en cuenta que yo lo era demasiado y él se mantenía en una estatura ideal. Delgadito como yo (bueno, no como yo, pero no estaba corpulento desde luego), con el uniforme negro y blanco de la pastelería (no estaba mal salvo por la corbata) y con una musculatura no muy marcada en los brazos. Me recordó a Andy y los miré alternativamente. Tenían un cuerpo muy parecido. Era moreno, con el pelo revuelto, un poco puntiagudo, ojos grandes y de un color azul claro resaltaban en su tez morena. Tenía perilla, poca, pero tenía. Como Sparky antes de que empezáramos a enrollarnos.

Debía llamarle pronto para que no se preocupara. Empezaba a sentirme culpable por haber evitado sus llamadas.

-Estaba fuera, colocando sillas. – murmuró él. Su voz era un poco más aguda de lo que me hubiera esperado, como la de un niño al que aún no le ha cambiado la voz, aunque su tono serio compensaba con creces esa falta.

-¡Mentira! – le gruñó Habermman. - ¡Heidi está colocando las sillas! ¡Tú estás haciendo el vago, como siempre! – él puso los ojos en blanco, sin rechistar. - ¡Venga, haz algo de provecho y lleva a este chico a los vestuarios! Dale un uniforme, vamos. – por primera vez después del estúpido golpe, pareció reparar en mí. Alzó una ceja.

-¿Nuevo? – preguntó.

-¡Sí, es el nuevo! Así que ya sabes lo que quiero. Enséñale el oficio. – Adam asintió, suspirando. Se le notaba molesto. – Bill, quiero que te pegues al culo de este tío todo el día, durante esta semana. No le quites la vista de encima. Te enseñará lo que hay que hacer.

-Hum, vale.

-¡Pues venga, a trabajar! Los clientes deben estar a punto de llegar para desayunar. ¡Vamos! – me gritó y de un empujón, Andy me encaminó hacia el otro lado de la recepción, junto a Adam.

-¡Ánimo, Billy! Paciencia, despacito y con buena letra. ¡Nos vemos luego! Le diré a tu hermano que venga a recogerte después. – añadió y me guiñó un ojo. Yo palidecí. ¡Idiota de mí!

-Sígueme. – me llamó mi nuevo compañero de trabajo y obedecí con sumisión. Abrió la puerta que había detrás del mostrador y nos adentramos por un pasillo largo y ancho, lleno de puertas cerradas a ambos lados del mismo, tabú para un principiante como yo.
El corazón me latía fuerte. Estaba nervioso.

-¿Cómo te llamas? – me preguntó con tono seco.

-Bill Ka... bueno... Bill a secas. – e incomprensiblemente, sonrió con unos dientes cargados de ironía y limpieza.

-Adam... Adam también a secas. – quizás era cortito, pero no entendía dónde estaba la gracia del comentario.


By Tom.

Bourjois... Maybeline... Guyliner... Artistry... Channel... Max Factor... Lancome... hum... nunca hubiera imaginado que elegir un maldito lápiz de ojos y polvos para la cara fuera tan difícil. Había miles de marcas, a cada cual con un nombre cada vez más extravagante. Bourjois... ¿Qué se suponía que significaba esa palabra que, sin duda, sería francesa? ¿Significaría que era la mejor marca? ¿La más destacable de entre todas las demás? ¿Por qué olía tanto a flores y a colonia cara? Me iban a empezar a lagrimear los ojos con tantos olores fuertes.

-Esto... señor... ¿desea algo? – la dependienta de aquella tienda de cosméticos se me acercó con una sonrisa de oreja a oreja. Me daba la extraña sensación de que se estaba burlando de mí.

-Sí. ¿Sabes cuál de estas marcas es la mejor? – la chica observó los siete lápices de ojos que había arrancado de sus respectivos lugares. Agarró uno y lo observó con curiosidad. Hizo lo mismo con los demás.

-Pues son todos muy buenas marcas. No sabría decirle.

-Hum... ¿y el más barato o el más caro?

-Pues... Channel quizás, o Artistry, los más caros. – asentí con la cabeza.

-Yo solo quiero que pinte bien y que dure mucho.

-Pero ¿de qué color lo está buscando? Los que ha cogido son de colores muy diferentes. Este es azul oscuro, por ejemplo.

-¡Hostias, no jodas! ¿También hay de diferente color? – ella sonrió aún más. Parecía orgullosa.

-Tenemos una gama muy completa. ¿De qué color lo quiere?

-Negro, muy negro. Cuanto más negro, mejor.

-Pues mire, éste de Maybeline por ejemplo, pinta muy bien. Además, está en oferta. Con este lápiz, le regalamos el rímel de la misma marca. ¡Muy bueno, por cierto!

-Ah, rímel... ¿y eso qué es? – lo cierto es que no tenía mucha idea de maquillaje, y eso saltaba a la legua. Seguramente, me la colarían por todas partes por tener tan escasa información sobre el tema, pero joder... nunca hubiera pensado que yo algún día, vagando por ahí, acabaría en una puñetera tienda de cosméticos.

Todavía no sabía muy bien qué hacía allí, pero el escaparate lleno de esmalte de uñas de todos los colores, maquillaje con pinta cara, exuberantes carteles de chicas maquilladas perfectamente y ese olor tan dulzón, me había atraído como la miel al oso. También los recuerdos. Nada más ver los pintauñas me había acordado de mí Muñeco, de su cara repleta de concentración mientras se pintaba y se limaba con cuidado sus bonita y largas uñas, las cuales ahora tenía destrozadas y sin ningún color.

Había entrado guiado por la molesta sensación de los pinchazos en la nuca y porque el Muñeco se había detenido justo delante del escaparate, bailando dance. Difícil de creer, ¿no? Pues lo había hecho. Cuando me resigné y entré, tanteando el terreno, arrugando la nariz al pasar por delante de la sección de perfumes y yendo con decisión hasta la de maquillaje, ya era demasiado tarde. El Muñeco se había puesto a mirar lápiz de ojos de tonalidades oscuras y me los señalaba con los brazos descosidos y yo, como un idiota, le había seguido el juego pensando en Bill. Hacía una semana que no se maquillaba ni se arreglaba las uñas porque no tenía maquillaje ni lima. Tampoco se alisaba el pelo y se lo dejaba suelto y ondulado, cosa que sabía que le molestaba y, sin embargo, rememorando momentos pasados, me percaté por primera vez de que no se había quejado de ello todavía y sospechaba que no lo haría.

Vaya... había tenido una noche entera en la calle para pensar en los últimos acontecimientos, en la última pelea y quizás, ignorando el gran cuerno que me crecía en la frente, me había pasado con él. Solo quizás.

Pero eso no quitaba que me molestara mucho, muchísimo, más que ninguna otra cosa que me rechazara. Le odiaba por ello, pero... había tenido sus razones para hacerlo ¿no? Al fin y al cabo, había hecho trizas nuestra tregua.

-Este está bien. ¿Cuánto vale el esmalte?

-¿Cuál, el negro?

-Y el blanco.

-Pues cinco euros cada uno.

-¿Cada uno? – bufé. El puto maquillaje era caro de huevos. - ¿Y la lima?

-Esta de metal, tres.

-Hum... ¿tenéis de eso que se echa en los ojos, lo oscuro, lo que se pinta en los párpados?

-¿Te refieres a sombra de ojos?

-Sí, supongo.

-¡Claro! ¿De qué color lo quieres?

-Oscuro. Del más oscuro que tengas. – la mujer empezó a sacarme sombras y sombras con diferentes tonalidades de oscuro. Esperé en silencio, entre aburrido y cansado a que terminara de soltarme el rollo sobre la amplia gama de colores, del morado, del azul noche, del negro... mis ojos se desviaron, divagando por los alrededores sin prestar mucha atención e inocentemente, acabaron en la sección de utensilios para cocina y baño. Lavavajillas, detergente, pañales para bebés, compresas, champú, espuma de afeitar, jabón...

Jabón...

De repente, sentí la imperiosa necesidad de tragar saliva. Había tirado el jabón con el que Bill me había roto la cabeza a la basura a causa de la rabia y ahora no teníamos jabón para lavarnos. Bueno, yo no lo necesitaba. Utilizaba el gel, pero Bill... por lo visto, Bill prefería disfrutar con el jabón...

Sacudí la cabeza, intentando deshacerme de la erótica y casi pornográfica escena de su cuerpo bajo la ducha, del jabón en su mano siendo paseado y restregado por su torso desnudo, haciendo espuma, acariciando su cuello, sus pezones, su ingle, la entrepierna, su...

-¿Qué te parece ésta?

-¿Eh? – la mujer me plantó en la cara una cajita trasparente y fina, con varios círculos repletos de pintura de diferentes tonos oscuros. No me detuve a mirar ninguno más. – Sí, esa misma.

-De acuerdo. Rímel, lápiz de ojos Maybeline, dos esmaltes de uñas, lima, sombra de ojos... ¿algo más?

-Hum... - suspiré, resignado y un poco tenso. – Y... uno de esos paquetes con pastillas de jabón, de los azules. – y la mujer me los echó, la mar de sonriente. ¡Menuda compra de mierda! ¿Y por qué cojones tenía que comprar el jabón que Bill me tiraba a la cabeza y con el que hacía a saber qué? Luego le olía la entrepierna a limpio... y eso era bueno ¿no? Me imaginé de pasada lo que haría con ese gran trozo duro y azulado, como jugaría con él y solo se me ocurrió una escena posible en el que la dichosa pastilla de jabón acababa entre sus piernas, perforándole el recto, dentro, muy dentro...

"Uhmm... ah... un poco más... más a dentro... quiero estar muy limpio para mi Amo... ¡Ahhh!"

-¿Algo más, señor?

-¡Pañuelos! – grité, con la voz enronquecida. La dependienta se me quedó mirando con una ceja alzada. – Sí, pañuelos... muchos pañuelos. – asentí y ella, encogiéndose de hombros, metió los pañuelos en la bolsa.

-¿Para tu novia? – preguntó de repente.

-¿Qué?

-El maquillaje. ¿Es para tu novia?

-Claro. ¿Para quién iba a ser si no?

-Pues son cuarenta y dos euros con sesenta, señor. - ¡joder, lo que me iba a costar el maquillaje de mi novia! Y mis pañuelos... ¡y el jabón! Agarré la bolsa con una mano y pagué en efectivo con cincuenta euros. Me dirigí hacia la puerta en cuanto me fue devuelto el cambio y eché a andar, con el Muñeco colgándose de la bolsa y balanceándose en ella de atrás hacia delante, sonriente. Parecía un poco más animado.

Bueno, ¿y ahora qué haría? Después de estar toda la noche fuera y haber dormido lo justo en el coche, había acabado comprando maquillaje en los barrios altos. Tenía ganas de fumar algo, me daba igual el qué. Tenía hambre y sueño, así que decidí que volvería a casa, dejaría salir a Bill del baño a regaña dientes y le tendería el maquillaje, a ver si así no me rechistaba por gruñón y aprovechado.

Pero un grito agudo captó toda mi atención y se cargó mis planes, derrumbándolos como un castillo de naipes.

-¡TOM! – me giré. Aquella cabeza rubia platina corría como un rayo hasta mí y se me tiró encima prácticamente, colgándose de mi cuello de improviso y haciéndome perder el equilibrio.

-¡Eh!

-¿Dónde coño estabas? ¡Habíamos quedado! – reconocí a Andy en cuanto mis ojos detectaron su inconfundible pelo. Bufé. Mierda... ¡con las pocas ganas que tenía de marcha!

-Hola, Andy.

-¡Adiós, Tom! ¡No me jodas! ¿Y me saludas así, con esa cara de muerto? ¿Sabes qué hora es? Te llevo esperando horas, tío, ¡horas! ¿qué haces en los barrios altos?

-Paseaba.

-¿Paseabas? ¿Por aquí? – Andy entrecerró los ojos, desconfiado. Su mirada automáticamente viajó hasta mi bolsa, la cual escondí tras mi espalda enseguida. Empezaría a preguntar por el maquillaje, por los pañuelos y también ¡por el jabón! Y yo acabaría soltando que todos y cada uno de esos objetos tenían intenciones obscenas que no le incluían. - ¿Qué es...?

-¿Quieres dar una vuelta conmigo? – le corté y Andreas me observó con detenimiento la cara, intentando captar la mentira o la incomodidad. Mi nuevo Muñeco era un puñetero detector de mentiras andante, pero esa vez pareció pasársele por alto la más importante. Sonrió.

-Claro. – y me dio un breve beso en los labios. Fingí una sonrisa amplia y le rodeé los hombros con un brazo, más amistosamente que de otra manera. Cuando empezamos a andar le dediqué una última mirada al escaparate de la tienda de cosméticos. La mujer que me había atendido se me había quedado mirando con sorpresa y cierta palidez.

¿Maquillaje para mi novia? Sí, claro... ni en mis mejores sueños.

-¿A dónde quieres ir? – me preguntó Andy, caminando por la calle principal repleta de tiendas de ropa, zapatos, bares y sitios así. Todo muy caro, por supuesto. Para algo estábamos en Stuttgart, una de las ciudades más populares de Alemania (hablando de los barrios altos, de los bajos nadie se acordaba).

Me lo pensé. Estaría bien ir a uno de esos moteles de carretera o de los barrios bajos, porque en los altos solo encontrabas hoteles caros. Haríamos guarradas, follaríamos (cosa que no habíamos hecho nunca, al menos no habíamos llegado jamás hasta el final) y luego, podría dormir, echarme una siesta larga y descansar. No había hecho nada la noche anterior, pero por algún motivo inconcreto me sentía desfallecido y cansado. Sí, ese sería un buen plan. No tendría que moverme mucho salvo en la cama y...

Me detuve. Una tienda cara, repleta de ropa cara, complementos caros, zapatos caros, marca, moda... pantalones y camisetas para hombre, oscuras. Zapatillas de deporte. Estilo ingenioso y hasta un poco violento. Cadenas colgando de la ropa...

-Andreas... - lo llamé. Él se había detenido a mi lado y contemplaba con gesto confuso la tienda de ropa. - ¿Crees que aquí venderán ropa de una talla treinta y seis o treinta y siete?

-¿De pantalón? Supongo...

-¿Y la S o M? Cuarenta de pie, tal vez...

-Tom, tú no bajas de la XL. ¿Para qué quieres saberlo? – ladeé la cabeza. Bueno, éramos hermanos gemelos. Tendríamos una talla muy parecida. Al menos tenía mi mismo número de pie.

-Voy a entrar.

-¿Para qué?

-Para comprar, joder, ¿para qué otra cosa iba a entrar? – Andy frunció el ceño, no muy convencido. Le dediqué una mirada complaciente. – Si entras conmigo y me ayudas a buscar, te invitaré a pasar la noche a uno de esos hoteles tan caros que hay por aquí. – los ojos se le encendieron, brillantes como el diamante.

-¡Vale! ¡Voy! – y entró corriendo como un torbellino.

Yo esperé fuera unos segundos, pensativo. Bill siempre se ponía mi ropa desde que había llegado a Stuttgart. Siempre mis camisetas, mis pantalones e incluso ropa interior. No había visto ninguna maleta por la casa y Bill era demasiado coqueto y detallista como para no traerse ni maquillaje ni ropa a sabiendas de que iba a pasar un tiempo fuera de casa. ¿Qué le había pasado a su ropa? ¿Por qué no se lo había preguntado todavía?

Me molestaba no saberlo. Había tenido que esperar a que estuviera drogado para enterarme del acoso sufrido en Hamburgo. ¿Por qué no había insistido en que me lo contara, igual que con la ropa? Me percataba de las cosas, pero las dejaba pasar, como si no me importaran y me importaban, en parte o, al menos, seguro que le importaban a Bill. También me pregunté por qué no me había dicho nada, que necesitaba ropa y maquillaje, algo, y recordé cómo le había quitado el dinero para reparar la vitrocerámica y como le había echado las cosas en cara la mañana anterior, restregándole el secreto de por qué había ido a parar a Stuttgart, utilizando lo que más le dolía en su contra. ¿Cuántas veces había hecho eso desde que lo conocía? Utilizar los secretos que me confiaba en su contra... miles.

Claro... Bill ya no se atrevía a contarme nada estando lúcido porque había traicionado tantas veces su confianza, que ésta ya no existía. Y... ¿Por qué demonios había tardado tanto tiempo en percatarme de ello? Claro. Porque eres idiota, Tom.

Le dirigí una breve mirada al Muñeco, sintiendo sus ojos de botones clavados en mi nuca y éste, sonrió. No sonría con maldad.

Era la primera vez que el Muñeco parecía feliz.


By Bill.

No. No. No... yo no estoy listo para esto. ¡Es estresante! ¿De dónde puñetas habían salido esas veintenas de personas? ¿Y por qué la mayoría estudiantes? ¿No deberían estar en el instituto o trabajando? ¿No deberían los empresarios estar estresados encerrados en su maldita empresa? ¿No debería yo estar en casa limpiando el baño y preparando la comida?

Salí del vestuario, de detrás de la repisa y anduve hasta Adam despacio. Estaba atendiendo a unas adolescentes que parecían no decidirse por el qué tomar. Le di un golpecito en el hombro y se giró enseguida. Fue a hablar, pero se calló repentinamente, como un muerto.

-Bueno, yo ya estoy... ¿qu-qué hago? – murmuré. Él pareció encogerse un poco de hombros, desviando la mirada. Parecía incómodo.

-Atiende a los clientes que te lo pidan. Creo que se te dará... bien. - dijo y me tendió una libreta de papel llena de tachones con un bolígrafo. Pero bueno, ¿eso de apuntar a mano los pedidos de la gente no había pasado a la historia? ¿Dónde estaba la agenda electrónica y todo eso? La cogí a regaña dientes y nuestros dedos se rozaron. Adam apartó el brazo con brusquedad, como si temiera que le contagiara algo. Pero ¡Qué poca educación! – Puedes empezar por esta mesa, te dejo a ti a cargo de ésta sección y... ah... Bill...

-¿Qué?

-El pañuelo de la cabeza... no hace falta que te lo pongas.

-¡Ah, bueno, ya! Pero así me quito un poco el pelo de la cara. La coleta no me recoge el flequillo y eso. – me había recogido el pelo en una coleta alta, ¡con lo que lo odiaba! Pero tampoco podía permitirme llenar de pelos los pasteles de los clientes. Me había puesto la corbata, pero no alrededor del cuello de la camisa, si no del cuello directamente y me había abierto ésta un poco, acalorado. Hacía un calor de mil demonios y yo, con manga larga, aunque fina, por suerte.

Adam se me había quedado mirando.

-Hum... ¿me dejas que tome la cuenta o la tomas tú? – pestañeó, me dio la espalda sin decir nada y anduvo hasta la mesa de al lado. Supuse que me dejaría al cargo de su mesa y di un paso al frente. - ¿Qué vais a tomar? – pregunté a las adolescentes.

-¡Ya era hora! ¡Sois lentos de huevos! – gruñó una que ni siquiera me miró a la cara, rebuscando entre su bolso de Prada. Anda, si las pijas también existían en Stuttgart.

-¡Llevamos esperando más de diez minutos y tenemos que volver al insti! ¡Venga, rápido, quiero un...! – chilló otra con agudeza, pero se detuvo en el momento en que alzó la vista. Me miró. Me miraron. Cuatro. Y silencio.

-¡Eh! ¿¡Dónde está mi batido de cereza!? – la del bolso de Prada encontró por fin su espejo de mano y me lanzó una mirada cargada de cabreo que se esfumo en cuanto pareció percatarse de mi presencia. Eran cinco... y las cinco parecieron quedarse con la boca abierta.

-Bueno... ¿vais a pedir algo o no? – pregunté, extrañado. Parecían tontas de remate.

-¡Ah, sí, sí, ponme un batido de chocolate!

-¡Y a mí un pastelito de crema!

-¡Yo quiero un batido de cereza!

-Yo un helado de vainilla. – lo apunté todo a la velocidad de la luz. Uff, tener las uñas rotas lo hacía todo mucho más fácil.

-¿Algo más? – insistí, dirigiéndome directamente a la chica del bolso. Ella ni se lo pensó. Cruzó las piernas y los brazos, poniendo la espalda recta y sacudiéndose la larga melena rubia, habló.

-¿Puedo pedirte a ti, muñeco?

-...¿Perdona?

Muñeco Encadenado Tercera Temporada - By SaraeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora