Capítulo 19

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By Bill.

-¡TÚ! – gritó. El torrente de voz casi hizo eco entre las paredes de la galería y yo me sobrecogí. Aaron se incorporó del suelo (a saber, qué coño estaba haciendo tirado en el suelo) y señalándome con un dedo y la cara roja de ira, se me acercó. Me dio auténtico miedo. - ¿¡Dónde coño estabas!? ¡Anémico, siendo mi paciente y paseándote por los barrios bajos! ¿¡Qué te dije que no hicieras!? ¡TENÍAS QUE QUEDARTE EN LA CAMA Y NO MOVER NI UN MÚSCULO! – estaba tan enfadado, que sin darse cuenta se alzó de puntillas gritándome a la cara, casi alcanzando mayor altura que yo, que acongojado por la magnitud de su vozarrón, reculé.

-Lo... lo sien...

-¡NO LO SIENTAS! – se le estaban inyectando los ojos en sangre. Esa reacción no era normal. - ¿¡Y si te hubiera pasado algo!? ¿¡Eh!? ¡QUÉ COÑO LE HUBIERA DICHO A TU HERMANO SI TE HUBIERA PASADO ALGO!

-Absolutamente nada, porque te habría estrangulado. – Tom entró por la puerta entonces, justo detrás de mí y Aaron se quedó callado. Si no fuera porque mi humor no estaba como para aguantar muchas bromas y situaciones embarazosas, me hubiera reído por la repentina cara atolondrada de "Ricitos de oro".

-Tom...

-Le has dejado escapar. Nunca más confiaré en ti como médico. – soltó él, con una mueca burlona. Sin embargo, el Príncipe pareció tomárselo en serio y me lanzó una mirada fulminante. – Venga, Príncipe, no te cortes, suéltale todo lo que le tengas que soltar. Se lo merece por idiota y quizás a ti te haga más caso que a mí. – Tom me revolvió el pelo melosamente y pegó su cabeza a la mía. Hacía días hubiera sido la persona más feliz del mundo por esa muestra de cariño, pero ahora el miedo de estar volviendo a vivir una mentira me paralizaba la alegría.

Aaron se dio cuenta de lo que ocurría y frunció el ceño aún más.

-¿Te duele la oreja? ¿Eres capaz de oír algo? – le preguntó a mi hermano, ignorándome. Tom se quedó callado, con una ceja alzada. Luego sonrió, malicioso.

-Por supuesto. Ya está curada. Me he pasado la mañana en el médico. No es nada importante. – le miré, extrañado, recordando que a mí me había dicho que la biblioteca había sido su establecimiento hasta pasadas las una. Él notó mi mirada y me sonrió aún más. Estaba mintiendo y no supe si eso significaba que volvía a oír o simplemente, que al que había mentido era a mí.

-Entonces, yo me largo. – decidió él. Con un nerviosismo irracional creciendo en mi pecho, observé como abría la puerta del cuarto para coger el maletín. Scotty salió fuera y corrió hasta mí, ladrando y pegando un salto tan grande, que casi consigue tirarme al suelo. Luego, se giró hacia Tom, pero en cuanto detectó el olor de Kasimir entre sus brazos, gruñó y retrocedió. El gatito también vio a Scotty y se le erizó el vello del lomo. Se acurrucó contra el pecho de mi hermano.

-Ehh... ¡Aaron! – lo llamé. No quería quedarme a solas con Tom. Me sentía tan incómodo y tenía tanto miedo... - ¿Por qué no te quedas a cenar? – pregunté. Cómo única respuesta, ni se despidió. Anduvo con el maletín en la mano hasta la puerta de la calle, pasando por mi lado, momento en el cual me mutiló repetidas veces con los ojos. Abrió.

-Os daré los resultados dentro de tres días y os diré las vitaminas que Bill necesita, para que las compréis. Os las recetaré yo mismo.

-Pero... tú no puedes recetar. Todavía no eres médi... - Aaron cerró la puerta de un portazo, sin dejarme termina la frase.

-Vaya... Está cabreado. ¿Qué le has hecho para ponerle tan furioso, Muñeco? – me soltó Tom y yo me quedé tieso.

-¿Perdón? ¿Yo?

-No. El fantasma de un mafioso que sepulté entre la tierra y los azulejos de la casa hace siete años ¿Tú qué crees?

-¡Ja! ¡No he sido yo el que se lo ha follado precisamente! – me crucé de brazos, indignado, y Tom suspiró de alivio.

-¿No? Menos mal. Estaba realmente preocupado por eso. Me preguntaba cómo conseguiría superarle en la cama, porque está claro que, siendo Príncipe, debe ser de armas tomar. - ¡Mierda, esa tarde le había dado por ponerse sarcástico!

-Y tú eso lo sabes muy bien ¿verdad?

-Sí, bueno... eso de ser el machito del pueblo tiene sus ventajas.

-Vete a la mierda, machito. – no estaba de humor para tonterías. Quería encerrarme en algún lugar y pensar toda la noche, darle vueltas a la cabeza sobre qué debía hacer. Estaba a punto de tropezar con la misma piedra, otra vez, y no quería caerme al suelo y no ser capaz de incorporarme de nuevo. Así que le di la espalda. Me regocijé al ver como la sonrisa desaparecía de su rostro al hacerle tragar con su propia frialdad y me dirigí al baño.

-Espera, Muñeco. – me agarró el brazo. Kasimir estuvo a punto de caérsele al suelo, pero se aferró bien a su cuerpo.

-Quiero darme una ducha. Apesto a alcantarilla.

-Déjame enseñarte una cosa. – suspiré, de mal humor.

-¿Qué es? ¿No puede esperar? No estoy para gilipolleces, Tom. Hoy no. – noté como tensaba los dedos y como dejaba escapar un bufido de decepción.

-Es un regalo. Para ti. – lo miré. Nos observamos.

Recordé que Tom siempre tenía detallazos y siempre decía las palabras adecuadas en el momento adecuado. Esa era una de sus cualidades, una de las que lo hacían tan especial.

Sin saber por qué y sin ni siquiera desearlo, dejé que me condujera hasta el salón agarrándome de la mano. Me senté en el sofá cuando él me soltó, mojado e incómodo por la humedad y suciedad de la ropa interior.

-Cógelo. – me dijo, depositando con suavidad a Kasimir en mi regazo. El gato se arrulló contra mi estómago, huyendo de la mirada desafiante de Scotty, que parecía tantear la situación con frío desdén.

-¡Ja! ¡Un sucio gato callejero no hará que el marica deje de darme comida dos veces al día! – parecía pensar. Me encantaba la personalidad arrogante de mi perro, siempre con la cabeza alta y la mirada altanera con todo aquel que no era yo. Incluso a veces también le dedicaba esas miradas a Tom. Eso era muy divertido.

Cuando mi hermano volvió del cuarto con todas aquellas bolsas con diseños y nombres de tiendas de ropa que conocía o me sonaban, sentí cierta calidez en las mejillas. Se me aceleró el corazón cuando las soltó en el sofá, a mi lado y se acuclilló en el suelo, mirándome.

-¿Qué es todo esto? – pregunté. Tom se encogió de hombros, sonriente.

-Lo encontré en el basurero municipal y pensé que quizás podría gustarte. Les he intentado quitar la mierda frotando y frotando con estropajo, pero la colada no se me da bien, así que han quedado horribles. – más le valía que no fuera del basurero y estuviera bromeando, porque si no era así, se lo tiraría a la cara. Cogí una bolsa cualquiera y la situé en mis rodillas, cuidando de que no aplastara a Kasimir con ella. Introduje la mano y saqué una pesada caja envuelta en papel de regalo azul con estrellas plateadas. – El papel es una mariconada. No lo escogí yo. Me lo envolvió la dependienta. – me explicó, casi indignado y yo, curioseando, empecé a romperlo sin más. Lo abrí.

Una caja de color rojo y negro apareció entre mis manos.

SUPERHOT... CERAMIC

Leí, y sentí un pequeño escalofrío en los brazos.

-Una plancha... para el pelo. – murmuré. Era diferente a mi plancha de Hamburgo, pero ésta también era de cerámica y de un color muy parecido. Recordé el instrumento que usaba todas las mañanas para salir a la calle e ir a la uni, mi mirada clavada en el espejo y mi cabeza ladeada, buscando la forma más cómoda de tirar de mi cabello sin dejarme atrás un par de mechones difíciles.
Apreté las manos sobre la caja. Ahora, podría alisarme el pelo igual que en casa y no tener que soportar esas ondulaciones revoltosas. Podría... miré el resto de las bolsas y luego a mi hermano, que me observaba con una ceja alzada. Daba leves golpecitos sobre el sofá. Parecía impaciente.

-¿Y bien? ¿Te gusta la planchita o no? – preguntó. Yo no contesté y exaltado, me precipité a por el resto de las bolsas. Kasimir tuvo que saltar de mi regazo al sofá para no caerse al suelo cuando me doblé para sacar las cosas envueltas en aquel trozo de plástico tan molesto. Cuando el tacto de mi mano se encontró con aquellas telas suaves y frescas, sentí que me mareaba. Cogí lo primero que sentí y lo saqué para que le diera la luz y mis ojos disfrutaran de su visión. Era una camiseta oscura, pegada y con chulos trazos de color rojo dibujando la cabeza de un lobo encadenado. Los trazos llegaban hasta la espalda, donde formaban una carabela. Era de mi estilo. Y al fijarme en la etiqueta, descubrí que también era de mi talla. Suspiré fuertemente y me lancé a por más ropa. – Eh, tranquilo, que nadie va a quitártela. – se rió mi hermano, pero yo seguí escarbando entre las bolsas. Saqué tres pares de pantalones. Uno de ellos era de cuero negro y otro, de chándal cómodo. Los otros eran unos vaqueros con grandes cremalleras que daban la vuelta a mis piernas delgadas. Encontré cinco camisetas más del mismo estilo que la primera y una chaqueta de cuero oscuro, muy pegada. Preciosa.

-Es fantástica. – se me escapó y Tom suspiró.

-Es una chaqueta de macarra. Parecerás un tipo duro con ella, justo lo que te hace falta.

-Ooohh... - encontré un par de zapatillas de bambas, negras y blancas de la talla cuarenta. - ¿Cómo sabías que tengo una cuarenta? – Tom se encogió de hombros.

-Tienes los pies realmente pequeños para tu edad y tu sexo, Muñeco. – sonreí. El malhumor se había esfumado y de repente, Tom me pareció la persona en la que más confianza podía depositar.

-Es genial, Tom. Yo... gracias... - de repente, descubrí que me había quedado sin palabras. - ¿Cómo sabías que no tenía ropa?

-Bueno, cuando empezaste a ponerte la mía a todas horas cuando se supone que odias mi estilo, empecé a sospechar algo. Lo que no sé es qué ha pasado con ella. ¿Saliste a la aventura así, como ibas vestido, sin más? Aunque teniendo en cuenta que te has escapado de casa y has venido a parar precisamente a la mía, no me sorprende tanto.

-¡No iba solo con esto! ¡Un gordo camionero me la robó y me soltó aquí, en Stuttgart! Verás, después de coger el bus para ir a Hannover y acabar en la parada de autobuses, cogí otro hacia el sur que me dejó en un pueblecito horrible. ¡Parecía de esos pueblos tan típicos que salen en las películas de vaqueros! Yo iba con mi maleta y con Scotty, y también con mi mochila y después de comer algo, hice autostop durante cinco minutos. Se ofrecieron para llevarme más de ocho personas, pero ninguna quería cargar también con Scotty, así que los rechacé hasta que apareció esa treinta añera tan guapa, pero ninfómana total. Luego, me dejó en una gasolinera. Ella quería que fuera a su piso, a hacer ya sabes qué. ¡Me tiró los tejos de una forma tan descarada! Pero por suerte, conseguí escapar y en la gasolinera conocí a ese Hank. Un camionero gordo que dijo que me llevaría a Numberg en su camino hacia Stuttgart, pero me quedé dormido en el asiento y cuando desperté, me estaba meando. Salí fuera para mear y dejé las cosas dentro del camión y entonces, ¡Hank se fue con mis cosas y me dejó tirado en mitad de la carretera, a tres kilómetros de Stuttgart! Llegué aquí andando y buscando la sede de los camioneros o algo así. Luego, me perdí y pedí indicaciones a unos que hacían botellón. Me dijeron que bajara al sur, donde los barrios bajos y entonces, me perdí todavía más. Un grupo de tíos me siguió, ¡pensando que era una tía! Luego me enteré que el que me perseguía había sido Kam, pero claro, no lo supe hasta que tú me lo presentaste después. Y luego, luego... ¿qué pasó luego? – Tom me miraba con los ojos muy abiertos, además de la boca. Ni siquiera pestañeaba, pero yo seguí con mi relato, hablando apresurado. Sentía que iba a estallar. Antes hablaba hasta por los codos, pero como ahora estaba solo en casa y Tom no me hacía caso... - ¡Ah, ya me acuerdo! – grité. - ¡Me escondí en un callejón y tú me mandaste mensajes! Entonces, apareció papá y me recogió. Me llevó a casa y dormí con tu ropa y al día siguiente desperté y tú me estabas mirando con cara de idiota. Luego nos besamos y yo me tiré encima de ti y empezamos a tocarnos y yo casi me corro de gusto y me derrito y... - me callé y tras unos segundos de silencio, reparé en lo que estaba diciendo y a quién exactamente se lo estaba diciendo. Sentía las mejillas repentinamente calientes.

-Sigue, sigue, que me he picado al relato. – Tom y yo nos miramos. Luego me mordí el labio. Haciéndome el tonto empecé a rebuscar en el resto de las bolsas.

-A ver qué hay aquí...

-¡Oye, que yo quiero saber cómo acaba la historia! – se río.

-La historia acaba con un rastafari idiota que no aprecia lo que tiene y dándoselas de chulito, pasa de su hermano y le hace la vida imposible.

-¡Urg! Es un final muy pesimista ¿no crees? ¿Por qué no le das un final más alegre? – me lo pensé durante un segundo, pero cuando descubrí el estuche de maquillaje, el eyerline, el rímel y las sombras, me sentí dichoso.

-Vale. Un final feliz. Los hermanos se acaban casando y son felices y comen perdices.

-¿Qué clase de final es ese? ¡No tiene ni pies ni cabeza! Un final feliz y realista, a ser posible.

-De acuerdo. – volví a darle vueltas al coco, mientras suspiraba observando el esmalte negro. – Los hermanos se separan y encuentran su amor verdadero en brazos de otra persona.

-¡No, no! ¡Muy triste! ¡Otro!

-Hum... los hermanos descubren que en realidad no son hermanos, por lo que pueden vivir felices para siempre, juntos. – ese final me encantaría, pero por el fruncimiento de ceño de Tom, a él no parecía agradarle.

-Si los hermanos dejaran de ser hermanos, la historia dejaría de tener gracia. – me encogí de hombros, sacando un paquete de pañuelos. ¿Para qué había comprado Tom pañuelos?

-Vale. ¿Qué te parece un final que se quede en intriga, con una sesión de sexo duro y muchos... jabones? – pregunté, al sacar un paquete entero con jabones de color azul, perfumados con aroma marino y... ¿extrafuerte?

-¡Ese final me gusta! – exclamó Tom, que se quedó callado al observar los jabones colgando de mi mano. De repente, Scotty apartó la cabeza de Kasimir y también dirigió una mirada curiosa a los jabones. El gato, saltando sobre mi regazo, lo imitó. Un silencio incómodo se extendió por la sala.

Hasta que a Tom se le hinchó la cara y empezó a descojonarse delante de mis narices. Me ruboricé. Él se tumbó sobre el suelo y se agarró la barriga con las manos, partiéndose de risa.

-¿¡Tú eres imbécil!? ¿¡Para qué coño compras jabón, y para qué son los pañuelos, eh!? ¿¡Para limpiarte las lágrimas con el culebrón de las tres!? – Tom no paraba de reírse, rodando por el suelo. Yo le lancé los jabones a la cabeza, dándole de lleno.

-¡Au!

-¡Gilipollas! – grité

-¡Pero no te enfades, Muñeco!

-¡Vete a la mierda, Tom!

-¡Muñeco precioso!

-¡Qué no me llames Muñeco! – estaba indignado y avergonzado y de un salto, me levanté del sofá y guardé las cosas en las bolsas otra vez. Por supuesto, no se las iba a devolver. ¡Son mis cosas! - ¡Gracias por la ropa! – contesté bruscamente y cuando me dirigí al cuarto para empezar a probarme la ropa, Tom dejó de reírse.

-Pues tendrás que compensarme por el regalo ¿no? – por su sonrisa, debí suponer que estaba hablando de coña, pero como si hubiera pulsado un botón secreto en mi mente que esperaba ser accionado, me volví con la cara pálida y con una furia inmensa deseando tener motivos para ser provocada.

-¿Eres estúpido? – pregunté, serio y Tom dejó de sonreír, sorprendido.

-¿Y eso a qué viene? – esperé un par de segundos para contestar, buscando alguna postura de su cuerpo que me indicara sus intenciones. No encontré ninguna, pero yo me revolví, desconfiado y solté las bolsas en el suelo.

-No vas a hacer que te perdone y que confíe en ti porque me compres algo de ropa, de esmalte o jabones, o lo que sea. Así que ya puedes devolver todo esto al basurero, porque no lo quiero. – le lancé una de las bolsas de ropa a la cabeza, furioso y ésta chocó contra su pecho, cayendo al suelo y desparramándose su contenido por el mismo. Tom se quedó tieso como una estatua. Se le congeló la expresión de sorpresa y cuando le di la espalda apretando los puños, pude ver de reojo la sombra de la decepción y la melancolía al ver la ropa nueva tirada sin ningún cuidado.

-Estaba bromeando. No quería que me dieras nada por la ropa. Era un regalo. – murmuró. – Solo quería ver como sonreías. Desde que llegaste aquí... siempre estás triste y eso me pone muy nervioso. – contuve el aliento, intentando ignorar el tono tan sincero de sus palabras. ¿Sólo quería verme feliz, de verdad? ¿O era otra estratagema para que le perdonara? No lo sabía. No podía saberlo... estaba hecho un lío.

Solo sabía que me sentí rematadamente culpable por provocar esa expresión de tristeza en el siempre imperturbable rostro de mi hermano.

-Vo... ¡Voy a la ducha! – grité, y corrí hasta el baño. No quería pedirle perdón. ¡No podía confiar en él, no me atrevía! ¿Y mi orgullo? El poco que me quedaba se iría al infierno y entonces, no tendría nada con lo que enfrentarme a Tom. Pero ¿debía enfrentarme a él? Los últimos días y meses vividos me decían que debía odiarle y desearle lo peor, pero luego cuando lo intentaba, el corazón me latía desesperado y me pedía compasión, aun sabiendo que Tom no se la merecía.

La eterna lucha entre la razón y el instinto estaba ahí. ¿Odiar para sobrevivir o amar para buscar la felicidad? Los grandes filósofos de la historia aún no tenían respuesta a esa pregunta, ¿por qué yo debería tenerla?

Al quitarme la ropa maloliente y lanzarla a un lado del baño, al mirarme en el espejo y analizar el vientre hinchado, las mejillas hundidas, el color apagado de mi cuerpo y los cortes recorriéndome los brazos, pensé... odiar. Sin duda, odiar. Tom solo se merecía odio, exactamente el mismo odio que me había dedicado a mí en los últimos días.

De acuerdo, no se había ido de Hamburgo por gusto, pero ¿entonces por qué? ¿Y si era una mentira más? ¿Y Andreas? Lo había traicionado ¿quién decía que no podía hacer lo mismo conmigo? Estaba tan cansado de ser el dominado...

Tom era como un lobo domesticado o, falsamente domesticado. Recordaba una historia que me habían contado de pequeño en el parvulario. La historia del cachorro de lobo abandonado. Una pareja, hombre y mujer de treinta años, incapaces de tener hijos, habían encontrado un cachorro de lobo apaleado y herido en un bosque cercano al pueblo. Lo cogieron, lo cuidaron, lo curaron y lo adoptaron. El lobo creció como un perro doméstico, aunque cuando se hizo adulto, superaba en tamaño a cualquier raza canina. Sin embargo, y a pesar de las quejas de los vecinos y el miedo que infligía, era inofensivo. O eso creía la pareja. Después de varios años, los amantes consiguieron tener un niño después de mucho intentarlo. La mujer dio a luz a un bebe sano y llorón y cuidaron de él como si fuera su mayor tesoro. El lobo observaba al bebé patalear y llorar todas las noches y no dejaba que ningún desconocido se le acercara. Los padres estaban muy contentos por la fidelidad de su lobo, pero un día, ocurrió la desgracia. El niño, gateando encima de la mesa de la cocina, cayó al suelo con un golpe estrepitoso y se hizo daño en la pierna. Empezó a sangrar. Los padres no estaban. El padre trabajaba y la madre había ido un momento a comprar aspirinas, dejando al niño en la cuna, pero este, habilidoso, había salido de esta y gateado con descuido.

El lobo, al ver al niño berrear, aulló, pero cuando su olfato captó el olor de la sangre, el instinto pudo con el recuerdo de los años que había sido cuidado por aquella familia y sus dientes se hundieron en la suave carne del chiquillo.

Cuando la madre llegó a casa, el pelaje del lobo estaba cubierto de sangre y el niño había desaparecido sin dejar rastro ni de los huesos.

Tom era el lobo, yo era el niño. Por mucho que Tom se hiciera el bueno o lo intentara, el instinto lobuno lo consumiría al ver mi sangre, lo que sería equivalente a verme con otro hombre, una mujer, o algo que no le agradara.

Por mucho que Tom fuera un lobo domesticado, seguiría teniendo instinto de lobo salvaje y si tuviera hambre, me mordería.

Estaba claro que no podía fiarme del lobo, por mucho que hubiera sido mi mascota durante años y lo quisiera más que a mi vida.

Eso me decía mi mente. Mi corazón replicaba a base de palpitaciones apasionadas. Ya no sabía a quién escuchar.

Cuando salí del baño con el bóxer limpio y un pantalón ancho, asomé la cabeza por la puerta de la cocina. Kasimir lamía la leche de un pequeño plato con su rosada lengua. Scotty lo observaba desde la otra esquina de la cocina y Tom, entre los dos, acariciaba el pelaje del gatito mientras bebía. Parecía llevarse mejor con Kasimir que con Scotty, que cuando intentó acercarse con paso decidido, recibió un siseo por parte del gato. Tom le dirigió una mirada intimidatoria para que no se acercara más de la cuenta. La boca de Scotty sería capaz de zamparse a Kasimir de un mordisco y estaba claro que se moría de ganas de hacerlo. Era ley de vida. Los perros y los gatos no eran muy compatibles a no ser que les educara para ello.

Tom no se percató de mi presencia y aproveché la ocasión para observarlo detenidamente. De cuclillas y acariciando a Kasimir, callado y tranquilo, parecía haberse quedado absorto. Repetía una y otra vez el mismo movimiento con la mano y de vez en cuando, fruncía el ceño.

Estaba pensando y me moría de ganas por saber en qué.


By Tom.

Oskar tenía el pelaje suave como el de un osito de peluche. Todavía era una cría, ni siquiera tendría un año. Escasos meses era lo justo. Recordaba la noche en la que Tatiana había llamado a mi puerta con su enorme gata preñada a cuestas, diciendo que se moría. Yo había tenido que pasarme la noche en vela a la espera de que pariera esos ocho gatitos, tres de los cuales habían nacido muertos y uno mal formado. Los cuatro restantes junto a la gran gata madre habían seguido en casa de Tatiana y ahí estaban, creciendo juntos como hermanos que pronto se echarían encima los unos de los otros y tendrían otras ocho crías gracias al incesto animal. Oskar, rebelde como él solo, siempre iba y venía, encontraba sitios por donde escaparse y se colaba en mi casa de vez en cuando. Guetti y él, igual que Scotty, no se habían llevado nada bien.

Al día siguiente tendría que devolvérselo a Tatiana. Llevaba días desaparecido.

La idea de quedármelo me parecía más atractiva que la de devolverlo. No por mí. Sería demasiado lioso tener tantos animales en casa, pero los perros y los gatos eran ideales para gente con problemas psicológicos, siempre y cuando no fueran asesinos en serie o algo por el estilo. Bill incluso ya le había puesto nombre. Kasimir. No me gustaba, pero si a él le parecía bien...

Quizás podría coger otro gatito para él, uno callejero o ir a la perrera. De pequeño intenté cazar un gato tuerto que se había acostumbrado a revolver la basura en la que yo rebuscaba para comer y la experiencia me había demostrado que cazar gatos no solo era difícil, si no peligroso. El mordisco que me dio cuando saltó a mi entrepierna no se me olvidaría en la vida.

Bueno, algo conseguiría. ¿Bill sería capaz de tirarme al gato a la cara igual que había hecho con la ropa? Sentí un escalofrío. Antes de dárselo, le cortaría las uñas.

Su sonrisa y su alegría al ver la ropa había sido tan satisfactoria... fue algo parecido al momento en el que me regaló la Gibson que no me atrevía a tocar, por respeto o por remordimientos, ni idea, pero prefería tenerla oculta en el armario. Verla me recordaba cosas que me hacían sentir incómodo.

Cuando me lanzó la ropa a la cara, sentí que el ánimo decaía. Fue como si hubiera estado a punto de penetrar en un culo o una vagina, pero en el momento cúspide, la erección se me hubiera venido abajo. ¡Toma ya, disfunción eréctil! ¿Qué? ¡No! ¿Pero por qué hablaba tan fino? ¡Un gatillazo de toda la vida! Esas horas en la biblioteca hablando con el loco ese me habían trastornado el vocabulario.

Acordándome de la discusión, me llevé una mano al pantalón y saqué la tarjeta de visita del Dt. J. Samuel. ¿De qué sería la J? Bueno, daba igual. Había llegado a casa muy decidido, pero con el corte que mi hermano me había dado con los regalos, había perdido el norte otra vez. ¿Qué debería hacer ahora? ¿Seguir el consejo del psicólogo loco o tirar por mi propio camino? Estaba claro que Bill no se dejaría llevar fácilmente y que yo no estaba tan preparado como pensaba para dejar de ser el "Amo", tal y como me había aconsejado Samuel.


Estuve horas en la biblioteca, pensando a ratos en mi Muñeco, a ratos en lo que encontraba en las estanterías. Nada más ver los cortes en los brazos de Bill y las marcas más profundas, en las muñecas y después de hacerle el boca a boca para despertarlo y cargarlo hasta casa (tras colocarme el hombro, cosa que había tardado en hacer como unos cinco minutos ¡el dolor era insufrible!), la espera hasta la aparición de Aaron había sido agobiante. Yo no podía hacer nada por Bill, porque, aunque le gritaba y le había dado un par de guantazos, no se despertaba. Me sentí impotente y cuando Aaron llegó, yo ya lo tenía decidido.

Estaba claro que allí no era de ninguna utilidad al Príncipe. Sólo él sabría cómo despertar a Bill y a mí, más me valdría emplear el tiempo en hacer algo útil, buscar información, algo que me entretuviera y que pudiera ayudar a Bill cuando despertara. Así que fui a la biblioteca.

Rebusqué toneladas de veces entre las estanterías, buscando libros de psiquiatría, medicina y psicología. En alguno de los veintidós libros que cogí debería estar la enfermedad de Bill y también, la solución a ésta.

Cuando los tuve todos, los deposité en una de las mesas vacías (a ver quién era el listo que iba a la biblioteca a las ocho de la mañana a estudiar) y empecé a buscar. La información que quería era muy concreta. Trastornos alimenticios, depresión, baja autoestima y sobre todo, automutilación o autoflagelación. Rápidamente, deseché los libros de medicina y psiquiatría, y me quedé con los de psicología, cuya información era más manejable. De trastornos alimenticios encontré Anorexia nerviosa, bulimia, obesidad, permarexia y ortorexia. La anorexia se acercaba un poco a la falta de apetito de Bill. La bulimia, también, ya que me había fijado que, por las mañanas, a veces, el cuarto de baño olía a vomito. Sospechaba que Bill echaba la pota por las noches, pero no lo sabía con seguridad.

Apunté datos en los libros y luego, arranqué las páginas sin apenas disimularlo. Llegué a la conclusión de que probablemente Bill no tenía ni anorexia, ni bulimia, al menos no voluntaria. A él no le gustaba su cuerpo esquelético, eso me había quedado claro cuando se tapaba apresuradamente cuando lo pillaba desnudo o cuando me preguntaba si me daba asco que estuviera tan delgado. Él era muy consciente de que adelgazaba y no le gustaba, pero no parecía ser capaz de generar apetito, de hacer nada contra ello. Su cuerpo, sin intervenir nada más, parecía rechazar la comida y Bill lo pasaba mal viendo como adelgazaba sin control hasta extremos poco sanos. La baja autoestima debía provocar semejante reacción, la depresión.

Busqué información sobre la depresión y descubrí que, al contrario de lo que yo pensaba, no era moco de pavo, ni un juego, ni autocompadecerse, ni hacerse el triste para llamar la atención, no. Era una enfermedad nerviosa que a veces, te impedía hasta levantarte de la cama y te podía conducir al suicidio. Leí casos clínicos de pacientes sin nombre que de repente, perdían el apetito, las ganas de salir a la calle, de verse con compañeros y parejas. El apetito sexual casi desaparecía por completo, las ganas de llorar sin razón aparente acusaban al enfermo. Había muchos casos y en cada uno, los síntomas variaban. Algunos tenían bruscos cambios de humor y eran sumamente irritables. Unos querían estar solos, otros, buscaban constante atención y ayuda desesperada para dejar de sentirse tan miserables y tristes. El sentimiento de culpa también solía estar a la orden del día, el insomnio, casos graves de ansiedad y unas alteraciones alimenticias y estomacales que no te dejaban vivir. También estaban las constantes ideas pesimistas y el deseo de suicidio.

Me lo resumí como un estado de tristeza plena que te hacía la vida imposible y para salir de ella, recurrías al suicidio o a las pastillas, cuyos efectos secundarios no prometían nada bueno.

Subrayé el sentimiento de culpabilidad como síntoma primordial, ya que, leyendo sobre la autoflagelación, descubrí que la culpabilidad provocaba el deseo de hacerse daño, de castigarse, pero...

¿Por qué Bill se sentía culpable? No había persona más buena que él. ¿Entonces, por qué? Las personas le habían hecho daño a él, no a él a ellas.

Seguí investigando, pero con cada página nueva, el comportamiento de Bill se me hacía más difícil de diagnosticar. Por mucho que buscara, no encontraba el por qué. Finalmente, apunté:

BAJA AUTESTIMA CAUSA DEPRESIÓN
DEPRESIÓN CAUSA TRASTORNOS ALIMENTICIOS
CULPABILIDAD CAUSA AUTOMUTILACIÓN

¿Qué causa la culpabilidad? ¿Qué causa la baja autoestima?

Estaba hecho un lío y conforme leía, más me preocupaba Bill. Me di cuenta de que la depresión era como un pozo sin fondo, una historia interminable, un pez que se muerde la cola. Bill se sentía triste y no quería sentirse triste. Para eso, podía recurrir a pastillas que podían dejarle medio tonto y aumentar o disminuir el peso considerablemente, cosa que empeoraba la autoestima de Bill y, por lo tanto, aumentaba su tristeza. Si no tomaba pastillas, intentaría alegrarse de otro modo, pero la depresión era un querer y no poder. ¿Cómo vas a alegrarte saliendo con tus amigos si tienes depresión y tus nervios no te permiten disfrutar y divertirte? Y si no eres capaz de divertirte por esa especie de tristeza patológica, te sientes impotente, inútil, fracaso y frustrado, por lo que el dolor y la agonía aumentaba.

Hiciera lo que hiciera, intentara lo que intentara, no había escapatoria.

Y si te machacan y te gritan porque no eres capaz de alegrarte y salir adelante, porque solo eres capaz de autocompadecerte, menos todavía. Y eso era exactamente lo que yo había hecho. Gritarle que era débil. Definitivamente, ese no era un buen método para hacerle salir del pozo, entonces... ¿cuál era? ¿Enviarle a Hamburgo, a un psicólogo, a un especialista? Con su familia estaría mejor que aquí. Allí le darían cariño y le ayudarían, aquí solo se hundiría más.

Pero la depresión no aparecía de un día para otro. Era obvio que Bill venía con depresión desde Hamburgo, que una de las causas de ella estaba allí, no aquí. Entonces, ¿dónde debería enviarle?

Y llegué a un callejón sin salida.

Cuando miré la hora, ya eran las doce y cuarto. Descubrí que había estado un total de cuatro horas y cuarto buscando una solución. Nunca había estado tanto tiempo sentado frente a una mesa, y menos estudiando. La biblioteca se había atestado de gente y yo ni siquiera me había dado cuenta.

Me estiré descaradamente sobre la silla y bostecé sonoramente. Un tipo rubio, repeinado, con gafas de culo de botella y un bigote en mi opinión, ridículo, se había sentado frente a mí y me miraba, sorprendido por mi mala educación. Tenía un libro de pasta azul en la mano, llamado El mundo de Sofía.

Pasé de él y seguí buscando. A mi lado se habían acabado apilando un montoncito de libros de psicología.

-¿Estudias psicología? – habló de repente el hombre. Alcé la cabeza. Los ojos me escocían y estaban legañosos.

-No. – sentencié.

-Ah. – murmuró él. Volví a concentrarme en mi libro. – Esos libros no son muy buenos. La psicología es como la filosofía a veces. Tiene muchas interpretaciones. – alcé una ceja y apoyé la barbilla sobre la mesa, cansado.

-Increíble, Nietzsche. ¿Eres filósofo? – pregunté. Él sonrió, amable.

-No. Pero me apasiona la filosofía.

-Ohh... y a mí la psicología, como puedes ver. – ironicé.

-¿Buscas algo concreto? – estuve a punto de darle un buen corte para que me dejara en paz, pero ¿qué mejor corte que hablarle sobre algo de lo que no tuviera ni pajolera idea?

-Sí. Estaba buscando información sobre la permarexia. Muy interesante.

-¿Permarexia? La obsesión por la comida sana no es nada sano. La ortorexia está relacionada con ella, puedes buscar por ahí. – mierda.

-¿Eres psicólogo o lees mucho? – pregunté. Él se rio y me tendió una mano.

-Doctor J. Samuel, licenciado en psicología. Psicólogo privado.

-¡Anda la hostia! Qué casualidad. – estreché su mano con la mía. Justo lo que necesitaba. – Yo soy Tom, licenciado en escuela primaria, secundaria, bachillerato. Acosador nato, traficante de drogas y pirómano profesional. Quemar coches se me da de muerte. – Samuel soltó una tremenda carcajada. Los que nos rodeaban nos sisearon para que nos calláramos.

-Vaya, veo que tienes más títulos que yo. – murmuró, más bajo.

-La vida de la calle es lo que tiene. Te dan títulos por cualquier cosa. También soy un maestro encontrando cosas de valor en la basura y seduciendo chicas y... chicos también. No es muy práctico, pero me gano el pan solito.

-Vaya. – el hombre cerró el libro y lo echó a un lado. Pareció interesarse más por mí que por el librito. – No me lo digas. Eres de los barrios bajos.

-Si no eres Peniafóbico... supongo que tú eres de los altos. – él no contestó. No parecía la clase de persona a la que le gustara presumir. – Fíjate por dónde, llevo toda la mañana buscando información sobre psicología y después de rendirme, has aparecido tú. Si no fuera porque no creo en Dios, diría que me ha mandado una señal. – él sonrió.

-Entonces, sí que necesitas ayuda.

-Pues... depende. Eres un psicólogo privado, así que quizás la consulta me salga por algo más de lo que me puedo permitir. Se me da genial prender fuego a coches, pero este mes voy un poco justo. Claro, que si tienes algún vecino que odies, podría hacerte un favor...

-Odio al capullo con el que sale mi hija. Si consigues que parezca un accidente te haré un buen precio. – bromeó.

-¡No sabía que los psicólogos tuvieran sentido del humor! Te tomo la palabra.

-Fantástico y... ¿en qué puedo ayudarte? – preguntó. Yo me lo pensé. Había tantas cosas, que no sabía por dónde empezar.

-Bueno... hay una persona muy cercana a mí a la que le ha dado por cortarse los brazos, ya sabes, con cuchillos y navajas. – él asintió.

-Automutilación.

-¡Exactamente! Llevo toda la mañana buscando algún tratamiento o alguna explicación para eso y creo que además de esa manía de los cuchillos, también tiene depresión.

-¿Y qué te hace pensar eso? – me encogí de hombros.

-Siempre está triste, llora mucho, está tan delgado que da grima, tiene unos cambios de humor raros... no sabría qué más decirte, pero creo que intentó suicidarse hace poco.

-¿Es un chico? – preguntó, frunciendo el ceño. Yo asentí. - ¿Cuántos años tiene?

-Casi veinte.

-Las mujeres suelen tener más casos depresivos que los hombres. Ellos son más duros con respecto a los sentimientos, seguramente porque los ocultan. ¿Sabes desde cuándo le ocurre eso? Estar tan triste... - ladeé la cabeza, pensativo.

-Hum... no puedo estar seguro. La persona en cuestión y yo hemos estado meses sin hablarnos y cuando nos volvimos a ver, ya estaba así.

-Entiendo. – asintió. - ¿También estaba así antes de dejar de hablaros?

-No. Qué va. Estaba feliz y siempre alegre antes de que me fuera.

-Te fueras...

-Yo soy de Stuttgart. Él es de Hamburgo. Cuando dejamos de hablarnos, yo vine a Stuttgart y perdimos el contacto. Eso pasó hace unos cuatro meses, quizás más. – el psicólogo asintió, pensativo.

-¿Es posible que tu marcha le afectara mucho? – hice una mueca con la boca. Tenía cojones que fuera yo el que tuviera que explicarle estas cosas al psicólogo.

-Estoy bastante seguro de que se puso así cuando yo me fui. Creo que puede ser culpa mía.

-¿Eso crees? Si eso fuera así, tú debes de ser una persona muy importante para él. – ups.

-¿Eres homofóbico? – él volvió a sonreír.

-Con mi profesión y considerándome un buen psicólogo, los prejuicios son difíciles de digerir.

Muñeco Encadenado Tercera Temporada - By SaraeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora